– ¡Otra vez! -protestó Balilty-, ¡despierta señora Marpel!
– Yo no digo… -continuó Yair sin mirar a Balilty-. No siempre es así, pero si una mujer quiere, puede ocultarlo y, sobre todo, si ocurre una sola vez.
– ¡Cómo que una sola vez! -explotó Balilty-, ¡píldoras anticonceptivas desde los diecisiete años!
– ¿Quién puede recordar lo que hacía a los diecisiete años? A lo mejor desde entonces hasta hoy no…
– Y la madre no sabía nada -murmuró Tzilla.
– Vale, vale -Balilty levantó los brazos hacia el techo-, me doy por vencido. Da igual. Supongamos que llevas razón. Supongamos que una vez y de repente embarazo, ¿con quién fue hasta ese desván? ¿Eh? Olvídate ya de la historia, estamos hablando de ahora. ¿Pretendes descubrir quién fue ese hijo de puta o no?
El sargento Yair miró a Balilty con tranquilidad y no dijo nada.
– Y ahora se calla -dijo el jefe de la unidad de información en tono de derrota-, se calla como… -lo miró y sonrió con picardía- como una lagartija, ¿o no?
Capítulo 7
Sólo el molde quedaba en el fregadero de todos los cacharros de la fiesta y, después de terminar sus otras tareas, Nesia lo estaba frotando con fuerza para sacarle brillo. Por la ventana de la cocina, a su derecha, se veía que aún no era noche cerrada, pero el piso ya estaba frío, y tembló de arriba abajo al mirar el molde cuadrado y esmaltado con todos los restos que se quedarían completamente pegados si esperaba hasta después de la cena. Era preferible fregarlo bien enseguida porque, si no, su madre lo sacaría del fondo del armario y le iría mostrando todas y cada una de las manchas. Volvió a frotar con el estropajo de acero inoxidable las últimas manchas, después le quitó al estropajo los restos que se habían pegado y secó el molde con un paño a lo largo y a lo ancho, hasta que vio su cara reflejada en él, redonda y opaca. Con el tapón de goma tapó el fregadero, echó lejía y con el scotch brite lo fregó dos veces; entonces, al cerrar el grifo, oyó un chorro de agua verterse de un cubo -su madre estaba fregando el suelo del dormitorio- y se preguntó si tendría un rato para ella antes de que su madre le encargase una nueva tarea. Por la ventana, en la calle en penumbra y casi vacía, aún se veía un coche patrulla aparcado junto a la casa de la familia Bashari. Ellos no se sentarían esa noche en la sukká, pensó mientras se secaba las manos en los pantalones y, con el paso sigiloso de un gato, se acercaba a la puerta de la calle.
– ¿Adónde vas? ¿Aún no te has duchado? -la voz de su madre se oía atenuada, podía ser que estuviese agachada, limpiando debajo de la cama; hasta en esos momentos, cuando estaba entregada al cubo y la bayeta, oía cualquier ruido que hubiese en el piso. Nesia ya tenía la puerta abierta y, cuando Duqui se levantó y movió el rabo, ella la obligó a sentarse.
– Necesito más adornos para la sukká -dijo en voz baja, dirigiendo sus palabras hacia la pared del pasillo.
– Deja ya la sukká, todo el rato con la sukká. ¿La cocina, la has terminado? Y aún tienes que ducharte -le oyó gritar a su madre al cerrar la puerta y escabullirse hacia el refugio. Al fondo, entre los tesoros que tenía en la caja de cartón, había guardado también el set de pinturas que había encontrado en una papelería del centro de la ciudad; aún no se había atrevido a usarlo, ya que cada vez que tocaba la caja recordaba lo peligroso que había sido sacarla de allí, delante del vigilante de la entrada, que no le quitaba la vista de encima, pero cuando se despistó un instante se metió la caja en los pantalones del chándal. El miedo se apoderó de ella al salir de la tienda y también cuando echó a correr por la calle hacia la parada del autobús, olvidándose del roce de sus muslos, igual que se lo ocultaba a su madre a pesar de todas las ampollas que tenía ahí. No miró ni por un segundo hacia atrás. En ese momento pretendía sacar el estuche dorado y pintar las hojas que Peter había recortado para ella por la mañana, para que las pegara en las mantas que cubrían los palos de la sukká. Durante todo el año estaba el esqueleto desnudo y sólo en la fiesta de Sukkot se cubría con viejas mantas de lana y sábanas blancas que habían amarilleado hacía tiempo.
Y también tenía intención de volver a ver el bolso de piel gris. Nesia no era ninguna tonta: si habían asesinado a Zahara, buscarían el bolso y podían llegar hasta el refugio, por lo que había que buscar otro sitio donde esconder los tesoros y, sobre todo, el bolso gris. Sabía que debía dárselo a la policía o, al menos, al hombre alto -él no llevaba uniforme, pero también era policía, el jefe de todos- que habló con ella en particular, con ella más que con los demás, y le pidió que le ayudara. Era extraño que un hombre tan importante, al que todos pedían permiso, tuviera unos ojos tan tristes y apenas sonriera; le pareció como salido de una película y así se sintió también ella por un momento, cuando le dijo que le llamara si recordaba algo. Gracias a él se vio a sí misma alta y flaca como una actriz de cine, una de las que actuaban en Beverly Hills, pero no podía separarse del bolso. Era demasiado bonito y, además, nunca volvería a tener un bolso así, al menos no hasta que hiciese efecto el hechizo. Una vez vio en la televisión cómo los ladrones sacan el dinero y tiran la cartera; tal vez podía hacer lo contrario, coger la cartera y tirar…, no, tirar no, devolver…, pero tampoco quería desprenderse del dinero. Guardó todos los billetes en una bolsa de plástico y la bolsa, dentro de las bragas, porque nunca en la vida volvería a tener tanto dinero. Y tampoco quería desprenderse del pequeño pintalabios, ni del frasco de perfume, ni del peine, ni de todas las otras cosas que ya eran suyas. ¿Y de qué les iba a servir que lo devolviera? Lo que necesitaban era los papeles, las notas, la pequeña agenda, el carné de identidad y las tarjetas de crédito que a ella, de todos modos, no le servían para nada. Por tanto, bastaba con devolver todo eso; pero debía hacerlo enseguida, antes que fueran a registrar el refugio. Pero cómo podía devolverlo, le preguntarían de dónde había sacado todo eso y hasta pensarían que lo había robado, y en esa ocasión de verdad no lo había robado, lo había encontrado. ¿Cómo le podía hacer llegar al hombre alto y triste los papeles sin que supiera que había sido ella? Una ola de calor le recorrió el vientre al pensar en eso. Y esas notas temerosas que había encontrado allí, con todas esas palabras que no comprendía, ¿qué iban a hacer con ellas? Se le volvió a encoger el estómago. De momento eso podía esperar hasta después de cenar, hasta que saliese con Duqui a dar el breve paseo nocturno. Ya había decidido hacer eso cuando empujó la pesada puerta de hierro, pero entonces se detuvo. Si iban y registraban a conciencia, se dijo para sus adentros, tendría serios problemas.
Antes de entrar en la densa oscuridad del refugio, oyó cómo se abría la puerta de su casa y la voz de su madre, fuerte y ronca.
– Nesia, Nesia, ¿dónde estás? -gritó su madre, y algo en ese grito inesperado hizo que se apartara de la puerta del refugio, subiera corriendo las escaleras, se plantara sin aliento delante de su madre y le dijera:
– He ido un momento a buscar…
Pero su madre sólo quería que se duchara y estuviera vestida de fiesta cuando llegasen Yigal y Peter. Luego Nesia se tranquilizó a sí misma: después de la cena y de que su madre se durmiera, podría volver a escabullirse hasta el refugio y comprobar que nadie había tocado el bolso de ante gris. Y se olvidó de que quería pintar con las pinturas del estuche dorado, también eso podía esperar a mañana, después de todo la fiesta duraba una semana entera.
Y al mismo tiempo, un poco después de comenzar la fiesta, cuando disminuyó el bullicio en la comisaría del Migrás Harusim y por la ventana del despacho del segundo piso se veía ya el haz de luz que proyectaba la alta farola sobre el asfalto de abajo, al mismo tiempo Michael Ohayon tamborileaba con los dedos sobre la mesa, porque el interrogatorio no avanzaba y su interlocutora no dejaba de hablar. Los ojos marrones y saltones de Orly Shoshan estaban fijos en él como antes, muy expresivos; si hubiera querido definir esa expresión, Michael habría dudado entre intenso fervor y admiración; en determinados momentos se podía pensar que se estaba burlando de él. Sea como fuere, no pudo menos de apartar la vista de ella cuando con exagerada modestia le recordó cómo había intentado hacerle un gran reportaje al comienzo de su carrera como periodista y cómo él le dio con la puerta en las narices. Él no recordaba ni esos intentos ni ese rechazo, y en ese instante, en que estaba enfrente de él para ser interrogada -Tzilla se negó a dejarle solo con «una periodista de la que todo el mundo sabe perfectamente que es como un código de barras»-, Michael la interrumpió y puso en marcha la grabadora. Tzilla estaba en una esquina de la mesa, con el bloc amarillo delante y la mano lista para tomar nota.