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– Quiero saber dos cosas -dijo Balilty-: primero, ¿cómo entraron aquí?; y segundo, ¿con qué le destrozó la cara?, ¿con un objeto romo? -pronunció con sarcasmo ese término general que eximía de toda necesidad de precisión.

– ¿Cómo lo voy a saber ahora sin haber analizado nada? Encontraremos restos en la piel y te lo diremos. ¿Y tú?, ¿vosotros habéis encontrado algún objeto que devore caras? -contestó el forense muy enfadado-. Nos ayudaría mucho si lo encontraseis. Eso no se lo ha llevado a casa, de ninguna manera.

– Lo encontraremos -aseguró Balilty-. Si es necesario, entonces lo encontraremos. ¿Y cómo entraron aquí?

– Durante los últimos años -pensó Michael en voz alta- había aquí una empresa de informática o algo así: seguro que hay llaves rodando por todo el mundo. Es trabajo tuyo encontrar quién tiene llaves -le dijo a Balilty.

– ¿Quién me baja la maleta? -preguntó el forense- Velodia está ya abajo y yo ya no tengo dieciséis años -añadió sin alegría-, tengo que hacer maniobras para bajar por aquí. Y también van a tener problemas con el cadáver, ¿cómo se lo van a llevar de aquí?

– Ya han trasladado cosas más complicadas -dijo Balilty. Encendió un purito y formó una espesa nube de humo gris.

– Lo necesito de una pieza -advirtió el forense-, si queréis respuestas a todas las preguntas.

Alón se acercó a la escalera y cogió la maleta marrón por el asa. Solomon, con los guantes aún en las manos, se agarró a la escalera.

– ¿Asistirás a la autopsia? -dijo el forense medio preguntando, medio exigiendo, y Michael Ohayon asintió-. ¿Cuándo llegará? -preguntó Solomon. Ya tenía el pie en el tercer peldaño.

– Cuando lo saquen -aseguró Michael-. Llevará su tiempo.

– Entonces me voy a casa a dormir -advirtió el forense-. Necesito dormir unas horas por la noche, y esta noche ya no voy a dormir. Ya no soy un chaval. Avisadme cuando os vayáis de aquí. Os estaré esperando allí.

– ¿Puedes decirnos ya más o menos cuándo conoceréis los detalles? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que terminéis allí? -gritó Balilty al doctor Solomon, que seguía bajando por la escalera; y de repente, sin esperar respuesta, se dirigió a Michael para reprocharle el error que había cometido, y en su voz volvió a oírse un tono de estupor-. Hasta Dios pide consejo, lee la Biblia y verás, hasta Dios -y dirigió la mano hacia las tejas.

– Claro que pide consejo -refunfuñó Michael-, ¿dónde? ¿En el libro de Job? ¿Y te has dado cuenta de a quién le pide consejo? ¿Y has visto cuál fue el resultado?

– No cambies de tema, no estamos hablando ahora de la Biblia. Una cosa así no debe hacerla uno solo -protestó Danny Balilty-. ¿Has firmado? Dime sólo si has firmado algún papel, ¿has firmado? ¿Les has dado algo en mano?

Antes de que Michael le respondiera se oyó la voz de Alón, que durante los últimos minutos había estado buscando entre las calderas.

– ¡Lo he encontrado! -gritó-. ¡Aquí está, dentro de la caldera! He ido mirando caldera por caldera y de repente… -del interior de la gran caldera, en donde tenía metida la cabeza, sacó un tablón roto, y de pronto cesó el farfulleo de Balilty.

– Creo que es esto -dijo, acercándose al foco con el tablón entre las manos para examinarlo de cerca- Tiene manchas, pero sólo en el laboratorio sabremos si es sangre y si es sangre de ella y todo eso…

– Claro que es sangre, y bastante reciente -dijo Balilty cuando se acercó al oscuro tablón junto a Michael, librándole así, aunque no tenía ninguna obligación, de confesar que había firmado un memorándum, a pesar de que le habían advertido de que esa firma tenía la misma validez que la de un contrato. Después de una confesión así no tenía sentido recordarle a Balilty sus propias imprudencias, pues él las había cometido sólo en su relación con las mujeres, nunca en temas económicos.

Mientras Alón envolvía una y otra vez el tablón con plástico del rollo que estaba en el suelo de cemento, Balilty volvió a la carga.

– Ya te lo he dicho, conozco la casa, no sólo de cuando era pequeño. Y sé las complicaciones que puede haber si no se consulta con un abogado y en el Registro de la Propiedad. Mira, no hace mucho que te conté lo del amigo de mi Sigi, sus padres estaban buscando un piso, lo encontraron y firmaron, y después se descubrió que la dueña aún está viva, sólo el dueño ha muerto, y que habrá problemas con la herencia y el testamento. Los hijos lo pusieron en venta después de morir el padre, pero la madre tiene Alzheimer y puede vivir otros diez años fácilmente, ningún abogado puede inscribirlo en el Registro de la Propiedad y ellos ya han pagado un tercio, ahora están hundidos. ¿Sabías eso?

Michael asintió, pero Balilty no hizo caso de ese gesto.

– ¿Has firmado y encima has pagado por adelantado? ¿Cuánto has dado? -le preguntó Balilty y, sin esperar respuesta, dijo muy furioso-: ¿Quién se te ha arrimado? ¿Con quién has hablado? ¿Con ella? -señaló con la cabeza la escalera por la que había bajado antes Linda, y acompañó el movimiento de cabeza con un gruñido despectivo y una nube de humo grisáceo-. ¿Ella? Ella nunca te diría esas cosas, ella es una interesada, para ella lo importante es que tú compres y le des un tanto por ciento y, después, ya puedes romperte la cabeza, para cuando todo quede inscrito en el Registro de la Propiedad ya te habrán comido los gusanos.

– Ella me ha hablado de todas las dificultades y hasta me ha prevenido de posibles complicaciones, y lo hemos comprobado todo en el Registro de la Propiedad -dijo Michael.

El cadáver con la cara machacada y el pañuelo rojo atado al cuello, así como encontrarse junto al lugar del crimen, le libraron por un momento de tener que explicar por qué se había comportado de repente de esa forma tan poco habitual en él. Durante muchos años no había pensado en la posibilidad de tener una casa propia, había hecho caso omiso de todas las presiones de sus familiares y amigos -y Balilty era uno de los más enérgicos- y ni se le había pasado por la cabeza dejar su piso alquilado y «olvidar de una vez ese asunto» (como decía Balilty, que de vez en cuando se atrevía a aludir a la puerta del segundo piso que Michael esperaba oír abrirse cada vez que él subía y bajaba las escaleras, y después la voz de ella llamándole). Y cuanto más le presionaban -Yvette, la hermana mayor de Michael, que ya no podía soportar ese piso alquilado, instigó también a Shorer, su amigo y su jefe-, más se obstinaba él en que la ubicación y la forma de las viviendas eran cosas superfluas, sin importancia; y, además, qué más daba, si apenas paraba en casa. («Fíjate bien en cómo eres», le decía Emanuel Shorer, que se consideraba responsable de él y de la orientación de su vida -no como un padre, sino como un hermano mayor o un tío cercano, pues fue él quien había convencido a Michael para que entrase en la policía-, «siempre encuentras una teoría acorde con las circunstancias y que las justifique», y Michael se ratificaba callándose o replicando que no tenía ni fuerzas ni bastante dinero, y mucho menos para el piso que de verdad le gustaría.)

Si no hubiera sido por Alón, de criminalística, y por Jaffa, que estaba metiendo la mano debajo de una caldera, Balilty no le hubiera dejado en paz y, al final, se habría visto obligado a contestar y a hablarle de la reunión familiar de principios del verano, de la movilización de sus hermanos y hermanas y de la decisión que tomaron de no tener en cuenta todas sus negativas («No puede vivir otra vez en un bloque de los barrios nuevos», dijo Yvette, la mayor, que dirigía la reunión, «desde que se divorció hace… ¿cuánto?, ¿veinte años?, vive como en una pocilga. ¿Aún es un estudiante o qué? Ya no es un niño pequeño»), y de cómo reunieron, uniendo fuerzas, cada uno según sus posibilidades, la mitad del total necesario para un piso que le conviniera. Hasta entonces no había hecho partícipe a Balilty de sus reflexiones, aún no le había explicado que un paso drástico como adquirir un piso tenía relación con la posibilidad de encontrar también más horas para estar en casa, e incluso de dirigir desde allí sus investigaciones, si fueran atendidos sus deseos y los de Eli Bahar, su veterano ayudante, a quien llevaba tiempo pidiendo que abriera con él una agencia privada de detectives. Pero las explicaciones a Balilty podían esperar, pensó Michael abatido; había personas que se sentían ofendidas si uno no aceptaba sus opiniones. No le guardaba rencor a Balilty ni por su grosería ni por su nerviosismo, que se había agudizado debido al régimen que él mismo se había impuesto por fin, después de que le descubrieran un amago de infarto. Hasta que el médico le avisó de que el seguro subiría, no consiguió dejar los rellenos de los que tanto disfrutaba, sobre todo a altas horas de la noche; entonces abandonó esos placeres y se lanzó a la actividad física y a la «comida de conejos»: zanahorias peladas y lechuga lavada que le hacían suspirar cada vez que pasaban por el mercado, donde solía agasajarse, incluso por la noche, con un pincho de ubres o bazo relleno.