Capítulo 12
Llegaron antes que la ambulancia. Michael sujetó a Ester Hion hasta la puerta del kiosco abandonado. Desde que salieron del piso hasta que llegaron al coche, y también después, en la calle Yehuda, cuando pararon delante del kiosco y salieron del coche, iba apoyada con todo su peso en el brazo de Michael, con la cara redonda y brillante por el esfuerzo pegada a su hombro y la respiración, fuerte y rápida, entrecortada por suspiros sofocados y susurrando «Dios nos ampare, Dios nos ampare». Alrededor de la pequeña construcción de piedra había ya decenas de personas agolpadas. Un coche patrulla estaba aparcado sobre la estrecha acera, al lado estaba el furgón del laboratorio de criminalística y, calle arriba, se veía el coche del adiestrador de perros acercándose por la carretera de Hebrón. Ester Hion se detuvo un momento, apoyada en el brazo de Michael, y fue observando a la gente que le abría paso, hasta que sus ojos se toparon con Balilty, y al oír cómo éste ordenaba que despejaran la zona, sus suspiros y letanías se intensificaron. Estaba en la acera junto al kiosco, dando indicaciones con los brazos y guardando el sitio a la ambulancia que estaba en camino.
Al llegar a la puerta de hierro verde Ester Hion se liberó de su abatimiento, soltó el brazo de Michael, se enderezó de repente y, a paso rápido y decidido, entró en el kiosco en penumbra, rompiendo a su paso una gran rama que colgaba del gigantesco rosal. Una delicada lluvia rosa de pétalos cayó sobre el umbral antes de que Michael entrara detrás de ella en el húmedo espacio rectangular impregnado de olor a vómito, moho y orines.
Sólo una linterna que le había pedido a un miembro del laboratorio de criminalística iluminaba ligeramente la habitación, pues los rayos del sol otoñal no podían con la oscuridad, ni siquiera cuando rompieron los cerrojos de los postigos de hierro verdes y oxidados. Con el haz de luz fue iluminando ovillos de telarañas, manchas de humedad, yeso desconchado, hojas de periódicos amarillentos, trapos, un gran bidón oxidado y el cuerpo seco de un gato. Sin ningún miramiento Ester Hion apartó al sargento Yair y se inclinó sobre el cuerpo que estaba tendido boca arriba, sin prestar atención a su hijo, que estaba a su lado y le dijo:
– Sólo está desmayada, mamá, pero está viva, se pondrá bien.
Michael la miró cuando puso la cabeza en el pecho de la niña, que yacía allí con las piernas extendidas y los brazos pegados al cuerpo, la cabeza ladeada y los ojos cerrados. Con sorprendente delicadeza la madre acarició con sus dedos ásperos las mejillas de manzana de su hija, como si le estuviera volviendo a dibujar el mapa de pecas en el fondo grisáceo de su piel. Unas líneas de suciedad iban desde los ojos cerrados de Nesia hasta su boca, senderos de viejas lágrimas que mostraban lo que le había pasado. Con suaves movimientos tocó y acarició Ester Hion los brazos y las piernas de su hija, y Michael se sorprendió pues no podía ni imaginar que existiera una ternura semejante. Yair retiró a Yigal Hion y, con autoridad, le dijo a Peter, que estaba a su izquierda:
– Usted también, por favor, no toque nada, deje eso a los de criminalística. Aún no han terminado de examinarlo todo y, además, está prohibido tocar nada -cuando Michael se dio la vuelta vio a Peter apartando la mano de un montón de cuerdas que estaban tiradas en un rincón, entre telarañas y boñigas secas.
Ester Hion tocó con cuidado las muñecas hinchadas de la niña y después se inclinó y puso los labios en las marcas rojas que habían dejado en ellas las cuerdas. De rodillas examinó también las marcas de las ataduras en los tobillos, palpó los rasguños y tocó con cuidado el profundo corte en la parte delantera del tobillo derecho, donde tenía un hilo de sangre seca.
– Nesia, cielo, Nesia, cariño -dijo en voz baja, como si temiera despertarla-, soy mamá, mamá te está hablando -la niña no reaccionó.
– No puede oírte, mamá, no está consciente -dijo Yigal Hion desde la puerta, después se acercó a ella y se agachó también; pero las llamadas de su madre ya se habían convertido en gritos:
– Nesia, Nesia, Nesia -y no se detuvo hasta que sus ojos se clavaron en una gran mancha húmeda en la parte delantera de los pantalones azules del chándal. Se los quitó rápidamente, inclinó la cabeza y le tocó las ingles. Michael oyó su suspiro cuando la palpó y dijo, como para sí misma-. No hay sangre -y, como si los demás no estuvieran, le quitó también las bragas, le separó las piernas y miró atentamente entre los muslos. Al cabo de un buen rato se levantó con gran esfuerzo, agarrándose de las manos de su hijo, se quedó de pie, se tambaleó un poco y, en un tono de sorpresa y alivio, dijo-: No le ha hecho eso, no como a Zahara.
Como disculpándose se acercó entonces un miembro del laboratorio de criminalística y miró con recelo a Ester Hion, quien se apartó hacia atrás. Se puso de rodillas, tocó con cuidado el cráneo y se detuvo para examinar una gran brecha en la frente, observó el cuello hinchado, miró las marcas que tenía, levantó la palma de la mano hinchada y, con un instrumento afilado, raspó debajo de las uñas mordidas. Después sacó de la cartera de piel negra que llevaba con él una lámina de cristal y, con cuidado, frotó encima la punta.
– ¿El médico está en camino? -susurró el de criminalística-. Lo necesito para que me haga un análisis genético -le explicó al sargento Yair, señalando el corte del cuello. Con la mano llamó a otro miembro del laboratorio de criminalística y, cuando se acercó con la máquina y empezó a hacer fotografías, Michael se protegió los ojos y, por debajo de la palma de la mano, vio cómo Ester Hion cerraba los ojos cada vez que se disparaba el flash.
– El médico ya está aquí -dijo Yair-, están aparcando la ambulancia -y empujó la puerta de hierro con el pie, abriéndola de par en par para dejar paso al médico y a la camilla.
– Tenemos que esperar fuera -le dijo Michael a Yigal Hion, cuya madre estaba petrificada junto a la niña-. El médico la examinará aquí antes de llevarla a la ambulancia -añadió. Y como confirmando sus palabras entró el médico en ese momento, un hombre bajo y gordo, jadeando y tocándose el pelo claro tan repeinado como una peluca que le hubieran puesto sobre el cráneo redondo; y aún resoplando soltó-: Quiero que despejen la zona.
Ester Hion se quedó mirándolo y ni siquiera se movió cuando el médico le devolvió la mirada.
– Soy la madre -le dijo, pero él ya estaba de rodillas junto a Nesia, acercando el estetoscopio a su pecho.
– Salga, señora, espere fuera un momento -le ordenó impaciente, y ella, como dudando si obedecer o no, fue conducida afuera por su hijo, que la sostuvo agarrándola del brazo.
Michael salió detrás de ellos y se detuvo al lado del sargento Yair y la sargento Einat, que estaba aplastando con los dedos un pétalo de rosa.
– ¡Hay que ver lo que ha hecho con la pobre perra! -dijo Einat, mirando la bolsa de plástico negra que los de criminalística habían dejado al lado de la tapia.
– ¿Quieres un análisis patológico o nos la llevamos directamente? -le preguntó uno de ellos a Michael, que se encogió de hombros y le lanzó al sargento Yair una mirada interrogativa.
Yair agachó la cabeza, como observándose los pies, y al cabo de un rato la alzó y dijo:
– Creo… -y no terminó la frase, pues de algún sitio salió Balilty, como si hubiera estado esperando ese momento de duda, y le interrumpió:
– Para qué perder el tiempo, está muy claro que esa perra está muerta. No la ha envenenado -dijo el jefe de la unidad de información-, le ha machacado la cabeza, la ha rajado y…
– Entonces, ¿nos la llevamos? ¿Directamente? -preguntó un miembro del laboratorio de criminalística con impaciencia, y el sargento Yair asintió.