Pasaron bastante rato en silencio al lado del cadáver, siguiendo los movimientos de Alón, que estaba metiendo lo que había en los bolsillos del abrigo en pequeñas bolsas de plástico, sellándolas con cuidado y marcándolas con un rotulador morado.
– Quién sabe qué más habrá en las calderas -murmuró Balilty-, hace años que están aquí sin agua. Entonces, ¿lo has comprado? ¿Ya está? ¿Es definitivo? -volvió a su enfado, y Michael asintió y se fue a mirar detrás de una de las calderas, no fuera a ser que, a pesar de todo, hubiera allí una cartera o un bolso con algo que pudiera identificar el cadáver.
– ¿Cómo que lo has comprado? -saltó Balilty de nuevo, como si hasta entonces no hubiera dicho una palabra-. ¿Qué es eso de comprar así? ¿Pediste explicaciones? ¿Preguntaste? ¿Alguien lo ha visto? ¿Lo ha visto Yuval? Aunque viva en Tel Aviv se le puede pedir consejo, tu hijo ya no es un niño. ¿Por qué no me avisaste? Sabes que yo entiendo de estas cosas, por qué no…
Michael suspiró.
– Más tarde, Danny, hablaremos de eso más tarde -aseguró-, ahora tenemos trabajo, ¿no?
– Si no hubiéramos venido a echar un vistazo antes de la reforma, el cadáver habría estado aquí descomponiéndose durante un mes -dijo de pronto la arquitecto, que estaba abajo, a los pies de la escalera-. Ha sido gracias a Ada, que es una persona sistemática y quería volver a ver el desván antes de tirar el techo del todo. Si no hubiese sido por eso, no lo habríamos encontrado tan pronto.
Michael descendió al piso de abajo.
– ¿No tiene ni idea de quién es? -le preguntó a la arquitecto, y ella movió la cabeza.
– ¿Cómo? ¿Así, sin rostro? -contestó la arquitecto, temblando y apartando la cara de la escalera-. Y tampoco ellos tienen ni idea -dijo, señalando a Ada Efrati y al capataz. Los dos hablaban en voz baja en un rincón de la habitación, donde ya había grandes sacos de arena- Este piso ha estado abandonado durante años -explicó-, hubo problemas con el derecho de propiedad y la herencia, y había todo tipo de drogadictos pululando por el jardín.
Balilty bajó rápidamente por la escalera.
– Dígame una cosa -Balilty se dirigió a la arquitecto en un tono desesperado, y Michael, que adivinaba lo que venía a continuación, intentó tranquilizarle haciendo un gesto con la mano-, ¿le parece normal que la gente compre casas en este barrio, cuando la mitad son propiedades abandonadas y la otra mitad…? -pero algo le interrumpió, y no fue Michael; en la puerta de entrada se oyó, alta y clara, la voz del sargento Yair («¿Dónde es?», preguntó), a quien Balilty solía llamar «El Buda campesino», por su temperamento sosegado, y a veces «El Agricultor», por los ejemplos del mundo agrícola que intercalaba en sus conclusiones; mientras que a Eli Bahar, a quien muy a su pesar acompañaba en sus últimas investigaciones, le llamaba «Señora Marpel», por las historias sobre su pueblo natal.
– ¿Dónde estáis? -gritó Yair-. Abajo me han dicho que arriba, pero no veo aquí ningún arriba y tampoco hay luz.
– Levanta la cabeza -se burló Balilty, y alzó la cara hacia el cuadrado abierto en el techo entre la planta de entrada y el desván-. Aquí arriba tenemos tanta luz como en una cancha de baloncesto. Normalmente tienes la cabeza en las nubes, ¿no? Ten cuidado al subir, no sea que se nos escape.
– ¿Subir por la escalera? -preguntó el sargento mientras se iba acercando a ellos.
– Como la yedra -contestó Balilty, e incluso en la penumbra se podía apreciar el placer que le produjo la respuesta.
Michael miró al capataz, que estaba junto al ventanal que daba a la carretera de Belén. Se acariciaba su corta barba y miraba a hurtadillas a su alrededor. No la había visto nunca, les había dicho en inglés, llevaba sólo unos meses aquí después de vivir varios años en Estados Unidos.
– ¿Aún nos necesitáis aquí? -preguntó Ada Efrati, con una voz más débil de lo que Michael recordaba.
– Sí -respondió después de pensárselo un instante-, creo que es conveniente que ahora vengáis con nosotros a declarar. También sobre el tema de las llaves: quién tenía y quién no, porque no irrumpisteis aquí, abristeis con la llave, ¿no?
El capataz retrocedió.
La arquitecto, que le estaba mirando, se acercó a él y le tocó el brazo.
– ¿También él tiene que venir? -preguntó.
– ¡Pues claro! -dijo Balilty.
– Pero él no tiene nada que ver… -intentó explicar la arquitecto.
– Sí que tiene que ver, pues claro que tiene que ver -dijo Balilty y apretó los labios, luego se dirigió al capataz y le dijo algo muy deprisa en árabe.
– ¿Qué ha dicho? -susurró la arquitecto.
– Se lo lleva en el coche patrulla -explicó Michael.
– Entonces, también nos lleva a nosotras en el coche patrulla -anunció Ada Efrati-. Él está con nosotras. Estamos juntos. ¿Qué?, ¿no tienes nada que decir al respecto? -le exigió a Michael.
– Yo iré detrás en el coche, aún tengo algunas cosas que hacer aquí -contestó sin mirarla.
– Dejen sus vehículos aquí -ordenó Balilty, y caminaron por el largo pasillo hacia la puerta de salida.
– ¿Dicen que no tienen ni idea de quién es ella? -afirmó Balilty.
– Ya se lo he dicho… -soltó Ada Efrati-. Jamás… Y además con esa cara destrozada… Aunque la hubiera visto una vez por casualidad, cómo podría… No. No tengo ni la menor idea.
– Necesito todos sus teléfonos, también el de él -dijo Balilty señalando con las cejas al capataz-. ¿Alguno de ustedes ha pensado salir del país con ocasión de las fiestas? ¿Digamos, por ejemplo, después de Sukkot?
– Nadie se va a ninguna parte -dijo Ada Efrati-, estos no son tiempos para viajar.
– ¿Qué pasa?, ¿se ha dejado de vivir por culpa de la nueva Intifada? -Balilty le dirigió al capataz una mirada desafiante-. Según eso, si vivimos de acuerdo con la situación, se podría zanjar el asunto, ¿no? ¿Eres de Bet Yala? -se dirigió al capataz.
– De Bet Yala -confirmó.
– Yo vivo en Gilo. Tal vez fue desde tu casa desde donde dispararon a nuestro barrio, ¿eh?
– Eso déjeselo al ejército y a la policía militar -dijo Ada Efrati, y puso la mano sobre el brazo del capataz, como intentado protegerle.
– Así son los de izquierdas -concluyó Balilty cuando se fueron-, les escupen en la cara, les mean encima y ellos dicen: llueve.
Capítulo 2
El doctor Solomon se secó las manos en la bata y las metió en los guantes de goma.
– Me visto en vuestro honor, ¿qué os parece? Una bata larga en tu honor, recién estrenada -le espetó al sargento Yair mientras se ajustaba los guantes. Después se acercó a la mesa brillante en donde estaba el cadáver y tocó la cabeza abultada, cuyos cabellos chorreaban sobre el soporte de nirosta. Sobre la superficie plana, que brillaba con una luz metálica, se veía un montón de pelo rodeando el cráneo, como flecos de seda de un pañuelo negro con hilos rojos. Sin dilación miró dentro de la boca destrozada y, después, levantó la cabeza y dijo-: Han quedado algunos dientes enteros. Hemos hecho un molde, también de las muelas. Hay sólo dos empastes en las muelas del juicio. ¿Quién hace hoy en día empastes en las muelas del juicio? -se calló y alargó la mano derecha hacia su ayudante, que le secó la frente brillante bajo la luz azulada de neón y le dio el bisturí. Su hoja larga y afilada resplandeció cuando la pasó por la repisa metálica, desde la derecha hacia la cabeza erguida, al ritmo de la melodía hasídica que tarareaba el forense. Antes, al retirar la sábana blanca con un movimiento rápido que dejó al descubierto el cadáver desnudo -la coloración grisáceo amarillenta parecía una especie de membrana que cubría la piel morena de la mujer viva-, les había reprendido por el retraso con el tono de un estudiante que recita un pasaje del Talmud. En ese momento, cuando empezaba a hacer una incisión en la frente, muy cerca de la raíz del pelo, dejó de canturrear y se calló.