– Un momento, espera un momento -dijo Michael-, ya que vuelves a la comisaría, hazme un favor y empieza tú con Moshé Abital. Me lleva esperando desde las seis de la mañana y no veo como…
– No hay ningún problema -contestó Eli con una amplia sonrisa-. ¿Algo más? No te acuerdes cuando me haya ido.
Yoram Benesh se retiró un poco cuando entraron y, de forma provocativa, continuó mirando a Eli Bahar, que seguía al lado del Toyota. Tal vez por eso no prestó atención a las fosas nasales del sargento, que se dilataron al cruzar el umbral. Yair se detuvo un momento y olfateó el aire, después le hizo un gesto a Michael con los ojos como diciendo: «Ya está, este es el olor», y Michael respiró profundamente el sutil aroma a limón agrio mezclado con almizcle.
Yoram Benesh cerró la puerta y les condujo al salón. Les señalo el sofá de piel blanco y ambos se sentaron cuando Yoram se hundió en un sofá de piel de dos plazas que estaba enfrente. Retiró un jarrón estrecho y alto, colocó las plumas de ave del paraíso que amenazaban con caerse y, con una calma desafiante, puso los pies sobre el grueso y verdoso cristal de la mesa. Los zapatos de piel que llevaba parecían nuevos y a Michael le dio la impresión de que el tobillo izquierdo era más grueso que el derecho. Y mientras Yair miraba alrededor y clavaba la vista en el gran óleo que estaba colgado de la pared, en el que sólo había pintada una mancha roja sobre un fondo blanco, y después en la gigantesca televisión, Michael intentaba averiguar si el tobillo herido estaba vendado. No se veía ningún cenicero en la habitación fría, luminosa y reluciente, y Michael juntó las manos y, en voz baja, le preguntó a Yoram Benesh qué le había pasado en el tobillo. Yair dirigió su mirada hacia allí, pero Yoram Benesh ya se había apresurado a retirar los pies del cristal.
– No me ha pasado nada -dijo en tono inocente-, a lo mejor me he dado un golpe con el aspersor o con la tapia, no es nada.
– Pues a mí me parece que es algo serio -dijo Michael-, y también me he dado cuenta de que cojea usted bastante, al parecer le duele.
Sus ojos no se apartaban de Yoram Benesh, quien miró hacia otro lado y alejó dos revistas en alemán y un ovillo de lana con dos agujas clavadas.
– Déjeme verlo -dijo Michael con afecto para que no pudiera negarse-, déjeme ver esa herida, entiendo algo de eso, a lo mejor tiene que verle un médico.
– No, pero qué dice -protestó Yoram Benesh-; no es nada, de verdad…, ni siquiera he sentido que…
– Déjeme ver, déjeme ver -insistió Michael, que ya se había levantado del sofá y se estaba acercando al sillón de piel donde Yoram Benesh se movía inquieto-. Permítame, no quiero hacerle daño -dijo Michael-. ¿Puede bajarse un momento el calcetín?
Yoram Benesh le miró impotente. Michael sabía que al haber utilizado un tono afectuoso y demostrado tanto interés, Yoram no podría negarse. Yoram Benesh se retiró el calcetín de deporte y, entonces, Yair se levantó de su sitio y se acercó a ellos. Michael, con la misma prudencia con la que había hablado, se arrodilló en la alfombra y observó de cerca la herida amoratada del tobillo hinchado.
– Parece como si… ¿Le ha mordido alguien? -preguntó Yair con provocativa inocencia-. Hay marcas de dientes. ¿No tienen perro, verdad?
– No es nada -dijo Yoram Benesh intranquilo y apresurándose a taparse el pie-, ya casi no me duele; es de hace unos días.
– ¿Unos días? -se interesó Michael, que seguía de pie pegado al sillón de piel, mientras el sargento Yair miraba fijamente una gran fotografía en blanco y negro que estaba colgada encima del televisor. Dentro del fino marco dorado había un niño, sin los dientes de delante y con una expresión muy seria, sujetando con las dos manos una medalla.
– ¿Es usted? -se interesó Yair acercándose a la foto.
– Sí, a los seis años -dijo Yoram Benesh, que parecía aliviado por no tener que contestar ya a la pregunta de Michael-. Gané una medalla en un concurso de matemáticas, el primer puesto de tres colegios -explicó sonriendo-; pensaban que yo… que tenía capacidad para las matemáticas, y a mis padres… -su mano se dirigió con pereza hacia la fotografía- les gusta recordarlo -dijo con una gran sonrisa, enseñando unos dientes pequeños y blancos.
– ¿Hace cuántos días? -volvió a preguntar Michael con provocativa amabilidad.
– No recuerdo exactamente, dos o tres -respondió Yoram Benesh.
– Cómo es posible -se sorprendió Yair sin apartar los ojos de la fotografía-, hablé con usted ayer o anteayer, ¿cuándo fue?, y no tenía nada en el pie, tampoco cojeaba.
Yoram Benesh, que parecía haber perdido la seguridad en sí mismo, se puso a la defensiva para no caer en una trampa.
– Pues no me acuerdo -dijo furioso-. Ya se lo he dicho: no es nada. Ayer o anteayer, ya no me duele.
– Perdone -dijo Yair-, pero parece que hay marcas de dientes alrededor, eso no es ninguna tontería; tiene que verlo un médico porque a lo mejor hay que ponerle la antitetánica.
– O incluso la antirrábica -añadió Michael en tono paternalista.
– ¿Dónde está su compañero? El otro -preguntó Yoram Benesh con evidente nerviosismo-. ¿Cuánto tiempo tarda en cerrar el coche?
– Esa niña, Nesia -dijo Michael desde detrás del sillón de Yoram Benesh-, ¿la conocía?
– ¿A la niña? -se sorprendió Yoram Benesh-, no, para nada, sólo la había visto alguna vez, está todo el rato dando vueltas por la calle con su perra…
– ¿Habló con ella alguna vez? -preguntó Michael.
– No, jamás -dijo Yoram Benesh con cierta repugnancia, y enfadado añadió-: Pero podrían decirme de una vez qué están buscando, no ha habido tranquilidad aquí en todo el día y mi madre… tiene… no se encuentra muy bien, primero la policía y luego la periodista esa que no ha dejado…
– ¿Qué periodista? -preguntó Michael en tono grave.
– No recuerdo cómo se llama -dijo Yoram Benesh dirigiendo la vista hacia la puerta de la habitación-. Una… una de tantas… Nadie a quien se recuerde, con vaqueros y una camisa grande, con unos rizos -se tocó el pelo rubio, al que la humedad daba un tono más oscuro.
– Orly Shoshan -dijo Yair.
– Puede ser -Yoram Benesh hizo una mueca-, creo que se llama así.
– La mejor amiga de Zahara Bashari -recordó Yair.
– Qué se yo -murmuró Yoram Benesh-, sólo ha estado dando la lata.
– ¿Qué quería saber? -preguntó Michael.
– Si conocía a… -señaló con la cabeza la pared del salón que separaba su casa de la otra, como si temiera pronunciar el nombre de Zahara.
– ¿Si conocía usted a Zahara Bashari? -preguntó Michael.
Yoram Benesh asintió.
– ¿Y la conocía? -preguntó Michael entrelazando las manos.
– Ya se lo dije a él -movió la cabeza hacia Yair-, ella quería saber si jugábamos juntos de pequeños y si me había dado cuenta de lo guapa que era, y cómo era posible que un chico como yo y una chica como ella no…
– Le he hecho una pregunta -le interrumpió Michael.
Yoram Benesh suspiró con evidente impaciencia.
– Ya se lo dije a él, ayer se lo dije, ¿qué pasa, que no hablan entre ustedes? No hablaba con ella ni una palabra, su madre y mi madre…, nuestros padres… -se golpeó los pantalones como si no tuviera nada más que añadir.
– Pero cuando eran pequeños jugaban, jugaban juntos -sentenció Yair, y fue a sentarse a un extremo del sofá de piel, cerca del sillón.
Yoram Benesh palideció.
– No recuerdo algo así -dijo con voz temblorosa-, mi madre me habría matado. No creo que ni siquiera… Yo era mayor que ella. No me interesaban los bebés.
Por el pasillo se oyeron unos pasos lentos y, un momento después, estaba en la puerta del salón el padre de Yoram Benesh, arreglándose unos mechones de pelo ralos, blancorrojizos.