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– Pero tiene una coartada para las horas cruciales -recordó Shorer-; puede que no te guste mucho su coartada, pero la tiene.

– ¿Cómo dice Balilty? Que me dejen vivir tantos años como veces he oído coartadas así -dijo Michael-. ¿Hombres que se niegan a facilitar detalles para proteger el buen nombre de una mujer? Al menos cien hemos tenido. Según eso se podría pensar que todos tienen siempre un affaire con una mujer casada.

– Pero al final os dio todos los detalles -dijo Shorer y apuró la grapa-, y también la mujer lo confirmó. Y está dispuesto, y al menos para mí eso es lo fundamental, a hacerse la prueba del ADN sin abogados y sin líos. Y, a pesar de todo eso, tú pones mala cara, como si el asunto no estuviera cerrado del todo. ¿No has dicho que es simpático?

– Un adulador, casi profesional, un tipo que sabe hablar con todo el mundo, las mujeres se vuelven locas por él -corroboró Michael.

Shorer sonrió y murmuró por debajo de su espeso bigote:

– It takes one to know one.

Michael no le prestó atención a la cita.

– Y tampoco tiene una vida fácil, con esa hija suya. Pero dejemos eso. Querías contarme una pequeña historia -le recordó Michael.

– No sólo a ti, a los dos -precisó Shorer-. Está relacionada con el caso, pero… también a ella le puede valer de algo: tal vez puedas hacer un documental sobre el asunto de los niños yemeníes.

– No estoy segura de que esos holandeses míos se interesen por eso -le dijo Ada a Shorer en tono íntimo, y por un momento su voz sonaba como si se conocieran desde hacía años. Michael intentó recordar si había visto a Shorer comportarse con tanta afectividad con otras mujeres que le había presentado, pero justo entonces el dueño puso sobre la mesa una botella de grapa de cuello estrecho y tres vasos.

– He pedido sólo uno -se sorprendió Shorer.

– Cuando la haya probado querrá otro, y ellos también -aseguró el dueño-; ya hablaremos cuando la haya probado.

– ¿Vienes mucho por aquí? -preguntó Ada, y Shorer se encogió de hombros desconcertado.

– A veces, cuando hay algo que celebrar -miró a Michael con satisfacción y sirvió de la botella en los tres vasos-. Bebamos ahora a la salud de tu bella elección -Michael cogió el vaso obedientemente y no dijo nada-. ¡Se ha ruborizado! -exclamó Shorer-, miradle, ¡se ha ruborizado! -exclamó y golpeó el vaso antes de beber-. Extraordinario -afirmó-, sabía que podía confiar en el dueño de este restaurante, ¿eh?

Michael bebió y asintió con la cabeza. Una joven camarera, con el vientre descubierto y los párpados rojos, puso sobre la mesa las tazas de café, y, antes de que Shorer volviera a beber, Michael le recordó:

– Has prometido una historia.

La camarera se retiró y Shorer, después de mirarle las caderas mientras se alejaba, empezó a hablar:

– Cuando tenía unos siete años…, déjame pensar…, creo que siete u ocho, fue en el cuarenta y nueve, entonces tenía siete años -dijo sorprendido. Miró a Ada y añadió-: Ya soy un judío bastante anciano, no como vosotros.

Realmente antiguo -murmuró ella.

No te rías -le dijo tirándose del bigote canoso-, él y yo somos de distintas generaciones -con el vaso señaló a Michael-, por eso me tiene respeto, ¿verdad? -Michael sonrió y asintió con evidente docilidad.

Sí, señor -murmuró Michael, y se preguntó a sí mismo si podría atreverse a calificar como felicidad la sensación de paz y tranquilidad que había sentido durante esa última hora, sobre todo desde el momento en que entró y los vio a los dos inmersos en una animada conversación y oyó reírse a Ada.

De todas formas -dijo Shorer-, parece ser que tenía siete años, lo recuerdo como si fuera ayer. Ya vivíamos en Jerusalén, en una casa junto a la Puerta de Mandelbaum, una casa pequeña, sólo de dos habitaciones, pero debajo había un…, había una especie de apartamento, no un sótano, un semisótano, con ventanas justo a la altura de la calle, y mi madre no quiso alquilarlo. Había entonces un montón de inmigrantes recién llegados y ella los dejaba vivir allí hasta que se las arreglaran. Entonces ya había aquí supervivientes del holocausto, cada uno con una historia que nadie quería escuchar; los recuerdo bien, gente de ese tipo vivía abajo, en nuestra casa. Primero hubo un chico, solo, creo que era de Sudán, tenía la piel muy oscura, y me traía canicas transparentes de la imprenta en donde trabajaba; como trabajaba en una imprenta sus uñas estaban siempre negras… Y después vivió una familia con una niña gorda de pelo negro, más o menos de mi edad; pero esa niña no hablaba conmigo, aún no sé por qué. Y al final, en el cuarenta y nueve, llegó una pareja. Mi madre me dijo que ellos venían «de allí»: así se hablaba entonces, no decían «supervivientes» u «holocausto» -le explicó a Ada, que le miraba hipnotizada, como si estuviera oyendo algo nuevo-. De cualquier modo, recuerdo que mi madre me dijo que me comportara bien con ellos y que no jugara junto al apartamento de abajo. Y a mí me gustaba jugar precisamente debajo de las escaleras; y no sólo a mí, a todos los niños del barrio… Entonces aún había barrios de verdad, con niños que jugaban, y no como ahora que veo cómo mi hija se lleva a su hijo con su círculo de amigos como en Estados Unidos… -vació el vaso de un trago y volvió a servirse, después les preguntó con la mirada. Michael tapó el vaso con la mano y Ada negó con la cabeza-. Recuerdo que me daban miedo -dijo Shorer mirando la botella-, eran… como conejos…, te miraban todo el rato como si les fueses a hacer algo. Al parecer entonces eran bastante jóvenes, pero a mí me parecían muy mayores, unos completos ancianos; y encima… también estaban blanquecinos, no simplemente pálidos. Los dos eran delgados y estaban blanquecinos como si los hubieran metido en harina… En aquellos tiempos no nos contaban muchas cosas, no decían nada concreto; ya sabes cómo era…: flotaban palabras en el aire, Auschwitz, Buchenwald, gueto, «Hitler, su nombre sea borrado», seguido de un escupitajo, «allí», «bunker», «Mengele». Mengele era el nombre más temido, porque cuando oías que decían «y estuvieron en manos de Mengele», se hacía el silencio. Y siempre que decían «Mengele», oía suspirar a mi madre; qué digo suspirar, sollozar. Nosotros, los niños, husmeábamos desde detrás de nuestros padres, les escuchábamos sin que se dieran cuenta, para comprender algo, para poder hilar alguna historia; y algo quedó de todo eso: los niños completaban con ayuda de la imaginación los detalles que faltaban. «Allí» era un lugar indefinido, otro lugar -una sonrisa pensativa y triste se dibujó en su cara-; y yo le oí a mi madre decir sobre ellos, sobre esa pareja, lo terrible que era verlos tan tristes y solos, y mi padre le dijo que pronto tendrían una familia, que tendrían hijos (él siempre fue optimista, excepto en los últimos años), y mi madre le respondió: «No hay ninguna posibilidad, de qué estás hablando, ninguna posibilidad: ella estuvo en manos de Mengele, no tiene nada dentro». Aún hoy recuerdo esas palabras, «no tiene nada dentro». Tuve pesadillas por eso, pensaba…, me imaginaba cómo podía no tener nada debajo de la piel, no sabía lo que tenía que tener ahí, en el vientre… -Shorer se calló, miró su vaso y lo movió con movimientos circulares con lo que quedaba de la bebida.

– Realmente es así, así funciona la imaginación de los niños -dijo Ada para romper el silencio, y Shorer dejó el vaso y asintió.

– Bueno, vamos, dame un cigarro -le dijo a Michael-; uno después de comer… -se justificó y se inclinó sobre el mechero-. Al menos no soy como tú, uno tras otro -refunfuñó-. ¿No tienes ninguna influencia sobre él? -Ada sonrió y se tocó la solapa de la camisa, como si estuviera quitando una mancha invisible.

– En cualquier caso, no tuvieron hijos. Vivieron abajo mucho tiempo, hice primero y segundo y ellos aún seguían en el piso de abajo. De vez en cuando mi madre discutía con su hermana, ella quería que les pidiera un alquiler, pero mi madre no accedió de ninguna manera; siempre le decía: «A perro flaco todo son pulgas». Y un día…, un día apareció allí un niño. Lo recuerdo bien, volví del colegio y allí había un niño, un bebé, pero ya andaba y hablaba un poco. Un bebé delgado de grandes ojos azules, con una especie de pequeña cresta, un rizo rubio delante, y piernas como cerillas, me acuerdo bien. Y le pregunté a mi madre si era su bebé y ella me dijo: «Lo están cuidando hasta que pueda volver a su casa». Vosotros acababais de nacer -dijo mirando a Ada-; o por lo menos él acababa de nacer, pero aún no estaba aquí; y tú también eras una recién nacida, si no me fallan las cuentas.