– ¿Y la pareja? ¿Tuvieron otro hijo? -preguntó Ada.
– Ya te lo he dicho, se fueron, se fueron a Canadá -dijo Shorer fatigado-. De mayor le pregunté una vez a mi madre, ella no los mencionaba nunca, y me contó que se habían ido a Canadá, donde abrieron un pequeño negocio, una tienda de ultramarinos o algo así, ya no lo recuerdo. Pero eso ocurrió hace tiempo: después él se puso enfermo y murió; y después ella también murió.
– ¿Y no tuvieron otro hijo? -insistió.
– No -dijo Shorer-, también yo pregunté eso, y mi madre me contestó: «No, no tuvieron hijos. Cuando consiguieron adaptarse a la nueva realidad de Canadá, solos, sin ninguna ayuda, ya no tenían edad». ¿Que por qué te estoy contando esta historia? -le dijo a Michael-. Para que comprendas que tengo simpatía por esa pareja, por el abogado Rosenstein y su esposa, y para que sepas que esas cosas ocurrieron, que no fue simplemente que raptaran a niños yemeníes para convertirlos en criados: se trataba de gente que no podía traer hijos al mundo y… No estoy diciendo que sea la mejor manera, o que esté bien, pero con el follón que había entonces en el país…, nada me sorprende. No estoy diciendo…
– Pero ahora son sospechosos de asesinato -recordó Michael-. Ya te lo he explicado… Creemos que todo el asunto del piso ese para Zahara era en pago por su silencio; de verdad creemos que ella le amenazó y que, después, él decidió… Si no lo hizo él mismo, mandó a alguien… Aunque el embarazo no… Eso no explica lo del embarazo…, pero a lo mejor esas dos cosas no tienen ninguna relación entre sí. Y por otra parte, no lo entiendo, ¿crees que de verdad es perdonable que le quiten a una familia su hijo sólo porque tú eres un pobrecillo que no los tiene? ¿De verdad crees que hay alguna justificación para algo así? ¿Qué es lo que te pasa?
– No lo sé -confesó Shorer-, pero tengo la sensación de que no te compadeces lo suficiente de ellos. Y también de que no tienes ninguna prueba de que ellos, o él, planeasen el asesinato de Zahara Bashari. Pero yo ni siquiera les he visto y… -se calló y le indicó a la camarera que les diera la cuenta. Ada miró a Michael y él alzó las manos.
– Déjalo, no se puede hacer nada, dirá que le toca a él, conozco bien su papel -dijo Michael.
– Es que es verdad que me toca a mí -dijo Shorer-: la última vez comimos en el puerto, en Tel Aviv, y pagaste tú. Además -miró a Ada-, he estado a gusto contigo -siguió mirándola un momento y, sólo cuando se volvió hacia Michael, su cara se ensombreció-; pero qué lástima que… ¿Qué tal está el niño?
Michael pensó que se refería al sargento Yair, pero luego comprendió que Shorer se estaba refiriendo a su hijo, a Yuval.
– Bueno, está muy bien, estudia mucho, trabaja, cosas así -respondió Michael.
– Y estará hecho todo un hombre -dijo Shorer, echándole un vistazo a la cuenta que había dejado en la mesa la camarera y al anillo que llevaba en el ombligo-; sobre todo desde que vive con esa chica. ¿Cómo se llama? -preguntó-. ¿Ayelet?
– Ofra -sonrió Michael-. La intención era buena.
– ¿Y tú? ¿Por qué estás fumando? A tu edad ya hay que dejarlo -murmuró, y puso una tarjeta de crédito en la mesa-. Mira, yo lo he dejado y aún estoy vivo; todo es cuestión de voluntad. ¿No quieres vivir?
Michael sonrió y no dijo nada.
– Bueno -murmuró Shorer-, no se puede hacer todo a la vez, comprar una casa por primera vez a mitad de la vida y también, de pronto, por fin -miró a Ada y sonrió de oreja a oreja por debajo de su poblado bigote-; tarde, pero no demasiado tarde -dijo, y acarició la palma de la mano de Ada-. Yo, si me perdonas, tengo buen ojo para las personas y, después de conocerte un poco, mi única objeción es: dónde has estado durante todos estos años.
– Ah, eso -dijo Ada sonriendo, y retiró la silla antes de levantarse- Eso pregúntaselo a él, no a mí.
– Ella dice que yo no quería -explicó Michael. Ahora estaban los tres de pie alrededor de la mesa.
– No es que no quisiera -dijo Shorer, mirando los billetes que había dejado en la mesa junto al recibo firmado-, él quería, pero no sabía que quería.
– Según ella es lo mismo -explicó Michael, y Shorer miró a Ada y sonrió.
– Lleva razón -dijo Shorer de camino al aparcamiento-. Y tú escucha bien lo que ella te dice -se detuvieron al lado del gran Toyota lleno de polvo-, te conviene -le dijo y besó a Ada en la mejilla-. Y ahora duerme un poco antes de vértelas con el abogado y ese tal Benesh. No hay ninguna urgencia, los muertos están muertos, y a la niña ya la habéis salvado.
Capítulo 14
Pese a que había estado tantas veces frente a hombres a los que era evidente que el llanto les resultaba ajeno -hombres con la cara cuarteada, distorsionada, que de repente se desplomaban-, los gemidos del abogado Rosenstein y el ruido al sonarse la nariz le hicieron sentir desconcierto, impotencia y compasión.
– ¿No se puede parar esto? -preguntó el abogado aún entre sollozos-, ¿o conseguir un requerimiento que impida que se publique? -su mano arrugada cogía y dejaba las hojas que estaban sobre la mesa-. ¿No perjudicará la marcha de la investigación publicar algo así? -Michael miraba los titulares invertidos y escuchaba las quejas y demandas del abogado, que recordó el estado de salud de su esposa y maldijo a los periodistas, y sobre todo a «esas chicas que lo convierten todo en basura, todo, la vida de una persona y también su muerte, como…, como…, cómo se llama ese animal, es parecido a un coyote pero no es un coyote…».
– Hiena -dijo Michael al final, compartiendo la opinión del abogado.
– Eso es, hiena. Comen carroña. O ese pájaro… el buitre, parecido a un buitre… -dijo Rosenstein y amenazó con que él mismo, judicial o personalmente si era necesario, pararía la publicación del reportaje de Orly Shoshan que iba a aparecer en un suplemento especial vespertino al terminar Shimjat Torá-. ¡Cómo le han dejado! -protestó con voz ronca-, ¿cómo pueden ustedes permitir algo así?
Michael se apoyó en la silla y se encendió un cigarro. Sólo cuando los ojos de Rosenstein se fijaron en él esperando una respuesta, alzó las manos con gesto de impotencia y dijo que en el reportaje no había ningún dato que perjudicara la investigación y que no era la preocupación por la marcha de la investigación lo que inquietaba al abogado, sino el hecho de que se inmiscuyera en su vida privada y la sacara a la luz pública.
– Y puedo comprender su dolor, las personas se sienten mal cuando su vida queda expuesta públicamente -le dijo Michael, y le dio una calada al cigarro-, pero con el dolor aún no es posible detener el curso del mundo. Y, en un país democrático, una periodista y cualquier persona puede publicar un reportaje sobre una chica joven, capaz y guapa, que ha sido asesinada de una forma tan horrible.
– ¿También sobre todas las familias con las que estaba relacionada está permitido publicar? -protestó el abogado, y Michael se encogió de hombros.
– Por qué no, si hace al caso -dijo Michael.
– ¡Y éste es sólo el primer reportaje! -exclamó Rosenstein, cubriéndose el rostro con las manos-. Quién sabe lo que vendrá a continuación. ¡Pretende publicar otros tres después!
– Pone aquí -dijo Michael, dando la vuelta a la hoja-, en la nota final, que a continuación aparecerán detalles sobre la comisión que investigó el caso de los niños yemeníes y…, cito sus palabras, «inquietantes revelaciones sobre la desaparición de niños y también una historia sobre un rescate»; eso ya no tiene casi nada que ver con ustedes.
– Durante toda la vida hemos intentado proteger a Tali, mantenerla a salvo de… -se lamentó Rosenstein, y se sonó la nariz con un pañuelo de cuadros que sacó del bolsillo de la bata gris. A Michael, que se fijó de pronto en las mangas desgastadas de la camisa azul que se había puesto sin darse cuenta, le pareció como si la bata del abogado, tres piezas de paño gris claro con finos hilos plateados y brillantes, no cumpliera su cometido al no darle a su dueño la protección acostumbrada. Ese paño, y la piel con que estaban hechos sus zapatos, una piel negra, mate y suave, eran signos de prosperidad propios de un hombre anciano y rico. Y todos esos accesorios («decorado» lo había llamado el sargento Yair por la mañana, mientras se acercaba la muñeca a la nariz, donde se había puesto unas gotas de after shave como para identificarlo) tenían como finalidad protegerle de cualquier mal que le pudiera causar el mundo; pero un mal así no lo esperaba; sin fuerzas estaba en ese momento ante el reportaje de Orly Shoshan, donde se desvelaba la mentira con la que había estado protegiendo a su mujer y a su hija. Como sentía debilidad por los zapatos buenos y caros, a Balilty le indignaron sobre todo los zapatos, que resaltaban lo pequeños que eran sus pies al lado de la barriga («No lo siento por él, lo siento sólo por su mujer», refunfuñó varias veces).