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– Creo que ha sido el bum de un avión al atravesar la barrera del sonido -le tranquilizó Michael-, no ha sonado como una explosión.

– No -dijo Rosenstein-, ¿qué ha sido ese grito? Ha sido un grito de mujer.

– No he oído ningún grito -dijo Michael.

– ¿No lo ha oído? -Rosenstein le lanzó una mirada inquisitiva-. Un grito de mujer, como si…, como si la estuviesen degollando… ¿Cómo ha podido no oírlo?

– A lo mejor porque estoy concentrado en lo que me está diciendo -respondió Michael tocando el cajón donde estaba la grabadora.

– ¿Aquí pegan en los interrogatorios? -preguntó Rosenstein cerrando la mano.

– Bueno, usted mismo puede ver cómo pegamos y torturamos aquí, ¿no? -dijo Michael extendiendo los brazos.

Rosenstein le miró confuso.

– Pero eso ha sido un grito, de mujer -insistió-. No estoy acostumbrado a tratar con criminales -dijo en tono de advertencia.

Michael permaneció callado.

– ¿Hemos terminado? -preguntó Rosenstein-, ¿de momento hemos terminado?

– Hay otro detalle -dijo Michael.

– ¿Qué? ¿Qué detalle? -se asustó Rosenstein.

– Que el piso no era una propiedad fiduciaria y que Moshé Abital no se ha declarado en quiebra.

Rosenstein inclinó la cabeza.

– Bueno -dijo en voz baja-, eso son tonterías. Usted ha entendido que lo quería comprar. Por eso he dado algunos…, algunos datos que no…

– Lo que nos interesa es cómo consiguió una ganga así -dijo Michael.

– Ah -dijo Rosenstein, alzó la cabeza y su rostro se cubrió de una expresión de picardía-, eso tiene que ver con otra cosa completamente distinta, tiene que ver con el propio señor Abital.

– Muy bien, ¿pero qué tiene que ver con él? -preguntó Michael impaciente. El abogado le estaba empezando a irritar.

– Sabía que se trataba de Zahara y le hizo un precio especial -anunció el abogado-; a veces ocurren cosas así.

– ¿Por qué le hizo «un precio especial»? -insistió Michael.

– Eso -dijo Rosenstein, e hizo un gesto con la boca que le dio un aire de satisfacción- se lo tendrá que preguntar a él. Yo no se lo pregunté. Tengo esa costumbre, no preguntar si no hay motivo para hacerlo.

– Pero tendrá alguna hipótesis -dijo Michael con frialdad.

– Hipótesis, hipótesis. Las hipótesis no sirven en un tribunal. Claro que tengo, lo mismo que usted. Zahara era una chica muy guapa. Y eso es todo lo que tengo que decir al respecto. ¿Hemos terminado?

– Por hoy hemos terminado -dijo Michael en tono pensativo.

– Y si queda claro que yo no… Qué más da -dijo Rosenstein-, ya todo da lo mismo, desde el momento en que mi mujer vea el periódico… Y si ella no lo ve, alguien… -se calló y miró hacia la ventana por encima del hombro de Michael-. Hay que dar gracias por todos estos años -murmuró con melancolía-. Incluso así ha sido un milagro, y lo que tenga que ser, será. Yo hice lo que tenía que hacer, lo mejor que puedo…

Y justo en ese momento irrumpió Balilty en la habitación, sin prestar atención al abogado ni a la puerta que chirriaba.

– Te necesito -le dijo a Michael con la respiración acelerada, y bajando la voz le susurró-: Te necesito ahora mismo, las cosas se han descontrolado completamente…

– Entonces, alguien ha gritado -en la voz de Rosenstein había un tono de victoria-. Una mujer ha gritado ahí, en la habitación, no eran simples voces lo que he oído, ¿lo ve?

Michael echó la silla hacia atrás.

– Espere un momento -le dijo a Rosenstein, y llamó por la línea interna-, enseguida vendrá alguien para continuar. Tenemos que hablar también con su mujer.

– ¿Hoy? -se asustó el abogado.

– ¿Por qué no? -preguntó Tzilla, que de repente estaba en la puerta-. De todos modos lo sabrá todo pasado mañana.

– Pero yo quería… -gritó Rosenstein desesperado, mientras Michael ya se había levantado y, dándole la espalda, se dirigía hacia la puerta-, quería hablar con ustedes sobre el requerimiento para impedir la publicación.

Balilty se detuvo y retrocedió, taladrando al abogado con la mirada.

– Señor Rosenstein -le dijo-, cuanto menos ruido haga, menos se percatará nadie de esto, así funcionan las cosas; y usted lo sabe por experiencia. Escúcheme, olvídese de eso -le agarró del brazo-. Sea fatalista, como su esposa. Le está esperando ahí -le indicó con su brazo el final del pasillo-, hay una joven con ella.

El abogado se puso pálido y se apoyó en la mesa.

– ¿Era ella la que gritaba? -susurró Rosenstein-, ¿era ella? ¿Qué le han hecho?

Balilty movió la cabeza.

– Señor Rosenstein -le dijo en tono solemne-, su esposa… Yo no permitiría que le pusieran ni un dedo encima… Y ella está muy bien, creo que está mejor que usted. No le hemos contado nada nuevo, ella lo sabía todo. Ha hecho usted tantos esfuerzos en vano -añadió, y Michael oyó sorprendido el tono compasivo de su voz-, se habría podido ahorrar tantas molestias si hubiera tenido en cuenta lo sensata que es su esposa. Ya ha telefoneado a su casa. Lo que su esposa quiere ahora -Balilty puso la mano en el hombro del abogado- es que le hagan la prueba de ADN a Tali para ver si es de los Bashari o no. Eso es lo que quiere -se llevó a Michael rápidamente por el pasillo y, de repente, se detuvo y se dio la vuelta-. Tengo que decirle algo a Tzilla -murmuró, se dirigió de nuevo hacia el despacho, abrió la puerta y le dijo a Tzilla que saliera. Junto a la puerta, que cerró a sus espaldas, le dijo algo, y Michael, que se estaba acercando a ellos, no vio bien la expresión de la cara de Tzilla, pero pudo oír su respuesta antes de volver a entrar:

– Es una idea completamente descabellada.

– Media hora, dentro de media hora -le gritó Balilty y se llevó a Michael corriendo por las escaleras hacia el piso de abajo. Allí se detuvo delante de una puerta y la abrió de par en par-. ¿Querían ver al superintendente Ohayon? -dijo-, pues aquí lo tienen, en persona.

Michael miró las manchas rojas del cuello de Clara Benesh y las gotas de sudor que inundaban la frente de su hijo, desde el pelo hasta las cejas. La pechera de la camisa de la madre estaba húmeda, le chorreaba agua por los brazos. Tenía las piernas estiradas y los zapatos marrones estaban debajo de la silla. Con la mano derecha se estaba tocando la verruga grande y pálida que tenía en la mejilla.

– La señora se ha desmayado -le explicó Balilty a Michael-. Y suerte que nuestro sargento fue enfermero durante el servicio militar y sabía que había que levantarle las piernas y desabrocharle la blusa.

– Cuando ha oído lo del registro de su casa ha empezado a hiperventilar, se ha mareado y casi… -el sargento Yair señaló el suelo, indicando que casi se desploma.

– Es ilegal -dijo Clara Benesh con voz débil-, no pueden entrar en nuestra casa sin permiso o sin…

– Sin una orden de registro -añadió su hijo, secándose las manos en los pantalones-. Ustedes nos han sacado de casa para poder registrarla, igual que han robado mi coche para…

– ¿Por qué los mantenéis juntos? -preguntó Michael. Miró a Yoram Benesh, que apretó sus labios sonrosados y se incorporó en la silla-. ¿Por qué no están separados? ¿Y dónde habéis dejado al señor Benesh?

– No ha habido forma de… -dijo el sargento Yair-. Con uñas y dientes ella… Ha sido imposible. El padre está arriba. Está hablado con Alón y Jaffa, porque los de criminalística tienen preguntas que…

Michael se sentó en el sitio de Balilty, detrás de la mesa negra metálica, y el jefe de la unidad de información, que tenía un hombro apoyado en la puerta cerrada, le devolvió la mirada.

– Es muy sencillo -dijo Balilty-, todo ha empezado cuando le hemos hablado del Ralf Laurent, hemos traído el frasco de su casa. Es el mismo olor que identificó Yair. Se lo hemos dicho y de inmediato ha empezado a gritar.