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– Es un after shave…, lo usan un montón de hombres -dijo de pronto Yoram Benesh-, no es una prueba de nada.

– Eso solo no es una prueba -contestó el sargento Yair-, ya le he dicho que eso solo no es una prueba, pero hay más…

– ¿Qué? ¿Qué más tienen? -preguntó Clara Benesh.

– Hay indicios que… -Yair miró a Michael y este asintió con la cabeza-. También hay indicios en el interior del coche -dijo con precaución.

Yoram Benesh se cruzó de brazos y entornó los ojos.

– ¡Qué dice! -murmuró Yoram Benesh en tono sarcástico-. ¿Han encontrado una huella dactilar o algo así?

– No -dijo Michael-, lo que hemos encontrado son datos que permiten comparar su cuadro genético con el del feto de Zahara Bashari. Tardará un día o dos, entonces todo quedará aclarado.

– Otra vez con esas tonterías -gritó Clara Benesh-. Mi hijo no… ¡Ni siquiera hablaba con ella!

– Eso no es lo que nos ha dicho Netaniel, el hermano de Zahara -dijo Michael-, ¿Recuerda lo que le hizo a usted cuando le pilló en el trastero con ella?

Clara Benesh se levantó con ímpetu, como si la rabia le hubiese dado fuerzas, se acercó a la mesa y dio un manotazo en la superficie metálica.

– No tenemos por qué estar aquí. Ya se lo he dicho, él estaba en casa, ¡no salió de casa! -gritó la señora Benesh.

Yair la llevó de nuevo a la silla de madera y se quedó detrás de ella. Mientras, Michael no apartaba la vista de Yoram Benesh.

– ¿Recuerda ese hecho? -le dijo Michael-. Porque hay cosas que no se olvidan, sobre todo cuando le pillan a uno desnudo y le sacan a la fuerza de un baúl. ¿Recuerda algo así?

– No ocurrió nada parecido -dijo Yoram Benesh con desprecio y frialdad.

– Eso no es lo que sus hermanos nos han contado -insistió Michael-: hemos oído que cuando eran pequeños jugaban los dos juntos, a pesar de todas las prohibiciones.

– Tal vez -dijo Yoram Benesh, y se miró las uñas-, tal vez. Pero no todo el mundo recuerda lo que le pasó en la infancia. Yo no recuerdo nada parecido. Y lo que es seguro es que, desde que tengo uso de razón, no he hablado con ella nunca.

– Pero la veía -intervino Balilty.

– Bueno -dijo Yoram Benesh en tono burlón-, no soy ciego. Era inevitable. Vivía al otro lado de la tapia. A veces, por la mañana…

– Una chica guapa -observó Balilty.

– Yo no miraba -dijo Yoram Benesh, dirigió la vista hacia la ventana y miró el aparcamiento trasero y las filas de coches patrulla aparcados allí-. De todos modos, no era mi tipo -añadió al cabo de un rato.

– No pensaba así cuando era pequeño -dijo Balilty.

– No me acuerdo -contestó Yoram Benesh unos minutos después-. No sé de lo que están hablando. También me han hablado ustedes de la niña esa… Y yo en mi vida he hablado con ella, esa pesada pegajosa, todo el rato incordiando, todo el rato metiéndose en el patio. Dos veces estuve a punto de pillarla, pero escapó. Su perra se meaba aposta en las ruedas de mi coche. Aposta.

– Cuando eran pequeños -dijo Michael-, ¿jugaban al escondite, a… los médicos? ¿A los papás?

Yoram Benesh se encogió de hombros.

– Ya he oído eso -dijo Yoram Benesh-. Ya se lo he dicho: no me acuerdo, no creo. Su hermano se ha inventado esa historia para incriminarme, porque nos odian.

– Quieren nuestra casa, eso es lo que quieren -dijo Clara Benesh cruzándose de brazos-; todo esto es porque quieren todo el terreno y…

– Nos denunciaron a Hacienda -gritó Yoram Benesh-. ¿Qué tiene entonces de sorprendente que cuenten esas cosas sobre mí? Harían cualquier cosa para…

Balilty metió la mano en el bolsillo interior de su abrigo, sacó una bolsa de plástico cerrada y la puso sobre la mesa delante de Michael.

– Pregúntale por esto -dijo Balilty, y volvió a pegarse a la pared. Se metió las manos en los bolsillos y se apoyó en el marco de la puerta con expresión huraña.

– Tenemos aquí… -dijo Michael abriendo la bolsa-, esto -puso delante de él una nuez pecan, grande y clara, agujereada y enganchada a una fina cadena. Con la luz de neón que iluminaba la habitación no era fácil saber si Yoram Benesh se había puesto pálido. No se movió de la silla-. ¿Reconoce esto? -preguntó Michael-. Hay un agujero, a un lado, como usted bien sabe, y el agujero está tapado con cera. Estaba en una funda de piel, y dentro -movió la nuez y salió de dentro un sonido grave-; díganos, ¿qué hay dentro?

Yoram Benesh se encogió de hombros.

– No lo sé -contestó con evidente indiferencia-. ¿Es que cree que soy adivino? ¿Cómo lo voy a saber?

– Porque -dijo Michael con amabilidad- lo hemos encontrado en la guantera de su coche. Por cierto, lo han encontrado esta noche, y lo hemos revisado para saber si tenía algún desperfecto…

– Qué estupendo que se preocupen tanto por el well-being de los ciudadanos del país -dijo Yoram Benesh con sorna-, y que ustedes mismos encuentren el coche que robaron. La otra vez que me robaron el coche no lo encontraron, y la policía, cuando vine a poner una denuncia, se rió de mí en mi cara.

– Está, como puede ver, unida a una cadena -dijo Michael Ohayon-, ¿sabe por qué?

Yoram Benesh apartó la vista de la nuez y movió ligeramente la cabeza.

– No lo sé -dijo-, pero I know you going to tell me, porque usted es una persona decente, ¿no es así?

– Sabe que es un amuleto. Y está relacionado -dijo Michael mientras sacaba una nota enrollada de la bolsa- con lo que pone aquí. ¿Quiere decírnoslo o se lo leo yo?

Yoram Benesh se puso las manos sobre las rodillas.

– Mi prometida lleva horas esperándome en casa y no sabe dónde estamos, y mi madre no se encuentra bien -se rebeló-: llevan ustedes horas reteniéndonos aquí, sin médico ni nada, si le pasa algo será responsabilidad suya.

Michael desenrolló el diminuto papel y leyó en voz alta:

– Para deshacer hechizos o mal de ojo: coge mercurio, el llamado zaivek, y piedras blancas de la molleja de un gallo negro, macho con macho y hembra con hembra, añade un poco de sal y ponlo todo dentro de una nuez perforada, tapa el agujero con cera, después cubre la nuez con algo de piel, cuélgasela al cuello a la persona que lo necesite y se salvará; no será dominada ni por el mal de ojo ni por ningún hechizo.

Yoram Benesh se burló, pero su madre le interrumpió:

– ¿Qué es eso? No entiendo qué es eso, Yoram, ¿es tuyo eso? ¿Practicas la magia? Ay, no me encuentro bien -murmuró, y se puso la mano en el pecho-, qué mal me encuentro.

Yair llenó un vaso con agua de una botella que estaba a los pies de Clara Benesh y se lo ofreció, pero su mano temblaba demasiado como para cogerlo. Sin dudarlo, el sargento le acercó el vaso a los labios y, con la mano izquierda, le inclinó suavemente la cabeza hacia atrás.

– Beba, señora Benesh -le dijo Yair-. Es por el sobresalto, es bien sabido que nos deshidratamos.

Ella se mojó los labios.

– No temo que Yoram haya hecho algo malo -dijo Clara Benesh-, sólo temo que ustedes crean a esa gente que quiere destruirnos.

– Ustedes no lo entienden. Nos odian sólo porque somos ashkenazíes -dijo su hijo después-. Desde que mis padres llegaron nos odian, nos odian porque mis padres son blancos y hablan húngaro.

– No sólo por eso -dijo la madre, que alzó la cabeza como si se hubiese llenado de nuevas energías-, también porque quieren el terreno.

– Si fuéramos yemeníes eso no les molestaría tanto, lo del terreno -precisó el hijo.

– Son unos envidiosos -dijo Clara Benesh, cubriéndose el cuello con las dos manos-, son unos envidiosos y punto. Tienen envidia de todo. Ellos… La envidia los corroe, porque nosotros avanzamos y ellos siguen siendo unos primitivos. Y ellos lo saben muy bien. Saben muy bien que nosotros somos más que ellos. Incluso con ese hijo catedrático que tienen, ese que construyó la sinagoga. ¿Cree que él no es primitivo? Todo viene de familia, del corazón de la madre.