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– ¿También él tiene envidia? -probó Balilty-, ¿también él quiere su desgracia?

– Pues claro -dijo indignada Clara Benesh-, por culpa de sus padres; no hay nada que hacer, es mala sangre. A todos esos negros no tendrían que dejarlos entrar. Son como los árabes, peores.

– Volvamos a la niña -dijo Michael.

– La niña -dijo Yoram Benesh-, ella… Ustedes… Él -señaló con la mano a Yair-, él dice que está inconsciente; entonces esperen a que vuelva en sí, pregúntenle a ella. Pregúntenle si yo le puse una mano encima…

– Se lo preguntaremos, claro que lo haremos, amigo, puede estar seguro de que se lo preguntaremos -dijo Balilty, echó un vistazo al reloj, se irguió y se observó los dedos-. Pero hay cosas que no hace falta preguntar, hay cosas que se ven a simple vista, como la nota de esta nuez, por ejemplo. Lo explica todo -se acercó a la mesa y señaló el rollo de papel-. No hemos tenido que romper la cáscara, todo está escrito ahí. Y estaba en su coche. ¿Cómo explica eso?

– Alguien lo habrá puesto allí -dijo Yoram Benesh-, puede que incluso usted -le dijo a Balilty-. ¿Cómo lo voy a saber? Yo no practico magia negra.

– No es magia negra -dijo Michael-, es un amuleto yemení, y estaba en su coche. Hay dos posibilidades: o se lo sacó a la niña de algún modo o…

En la habitación reinaba un tenso silencio. Clara Benesh se tocó el pelo revuelto y después la camisa húmeda, moviendo los dedos alrededor de las solapas.

– ¿O? ¿O qué? -soltó, cuando ya no pudo mantenerse callada por más tiempo.

– O Zahara Bashari hizo eso especialmente para él -le explicó Balilty-. Quería liberarle de su hechizo, señora, eso es lo que pensamos.

– Debería darle vergüenza, una persona mayor como usted y diciendo esas tonterías. ¡Yo soy su madre! -gritó Clara Benesh, e intentó levantarse, pero sus temblorosas piernas la devolvieron a su sitio.

– Sí -ratificó Balilty-, y esa es precisamente la cuestión: él no podía estar con Zahara porque su madre no le dejaba.

– Se ve que no tiene ni idea de nada -Clara Benesh hizo un gesto de desprecio con la mano-: ¿no sabe que está prometido con una chica maravillosa cuyos padres…?

– Sí, sí, sí -dijo Balilty como si estuviera harto ya-, sabemos perfectamente que usted quiere mucho a esa prometida suya, Michelle Folek; también sabemos que sus padres están bien situados y todo lo demás; pero él -dijo, poniendo la mano en el hombro de Yoram Benesh, que enseguida se deshizo de ella con un movimiento brusco-, no la quería a ella. ¿Sabe usted a quién quería, señora Benesh? Él quería a su vecina, no a Nesia, él quería a la hermosa y negra yemení, a la vecina del otro lado de la tapia, a ella era a quien quería. Al principio, al menos. Con ella, y no con su prometida, era con quien se citaba en el hotel Acantilado.

Los ojos de Yoram Benesh se abrieron de par en par con evidente temor.

– ¿Qué es el hotel Acantilado? -murmuró.

– Vamos, lo sabe muy bien, ese hotel de Netania en donde se citaban -dijo Balilty en tono indiferente-. Fuera de esta ciudad, lejos de los ojos de mamaíta.

– ¿Está mal de la cabeza o qué? -dijo Yoram Benesh furioso-. ¿Que yo la quería? ¿A Zahara Bashari? ¿Por qué iba a quererla? Y además, si según usted tanto la quería, ¿por qué iba a matarla?

– Eso es precisamente lo que esperamos que nos explique -dijo Balilty-; eso y lo de la niña, Nesia.

– Yo no he tocado a esa niña -contestó Yoram Benesh, y una expresión de asco inundó su cara-, ni con un palo largo la tocaría.

– Hay pruebas en el coche de que estuvo allí, en el lugar…, en aquel kiosco -dijo el sargento Yair-, y también de que la perra estuvo en su coche, metió a la perra en el coche y eso fue un gran error…

– ¿Quién lo dice? -exigió saber Yoram Benesh-, ¿de dónde han sacado eso?

– ¿Y ese tesoro que estaba enterrado debajo del árbol en su parte del jardín? -dijo Yair-, ¿es una casualidad?

– Claro que es una casualidad -gritó Yoram Benesh-. Fue la niña esa, que estaba todo el rato por el patio husmeando por las ventanas. Y ella… Son cosas que ella reunió. ¿También de eso soy culpable?

– Allí hemos encontrado también todo tipo de notas como esta -dijo Michael-. Y esas notas… Sólo quiero saber si las vio usted alguna vez, si entiende lo que pone. Por favor -le dijo a Balilty-, dame el sobre con las fotocopias.

– Está en el cajón, donde estás sentado -dijo el jefe de la unidad de información.

Michael se retiró, abrió el cajón, donde había una grabadora funcionando, además de la que estaba a la vista encima de la mesa, y del fondo del cajón sacó un sobre, y de su interior, unas hojas.

– Aquí hay algunas fotocopias de las notas que encontramos -explicó Michael-, y quiero que las mire para ver si reconoce algo.

– Después de todo -se estremeció Yoram Benesh-, ¿encima quiere que les ayude? A continuación me pedirá… -una intensa ira ardía en sus ojos claros.

– Mire -dijo Michael, tendiéndole una hoja-, aquí dice: «Para gustar a reyes y príncipes: escribe el nombre Gutal y póntelo debajo de la lengua». Seguro que oyó hablar de esto a Zahara, ¿no?

– Dígame una cosa -dijo Yoram Benesh con evidente agotamiento-, ¿esto va a ser así todo el rato? Porque yo no tengo porque estar aquí escuchándoles. Yo no he hecho nada y ustedes no tienen pruebas. Es todo…, es todo un cúmulo de circunstancias, el after shave y las notas y la cosa esa -señaló la nuez- que me han metido ustedes en el coche y… Ya está, nos vamos a casa, mamá se levantó de la silla, se acercó a ella y la agarró del brazo-. No pueden retenernos aquí así porque sí, no tienen… Que nos detengan si quieren, ¿pero así? Es inaceptable. Yo no… -Clara Benesh se levantó de su asiento y miró a su alrededor dubitativa. Balilty, que se había vuelto a apoyar en la pared junto a la puerta, miró el picaporte y, como respuesta, el picaporte se movió y la puerta se abrió de repente. Ahí estaba Tzilla, señalando algo con los dedos.

– ¿Qué pasa? -preguntó Michael, y observó intranquilo la amplia sonrisa de Balilty.

– La niña se ha despertado -proclamó Tzilla, y Michael, que pensaba que nadie se lo creería por la forma tan forzada en que lo había dicho, se sorprendió al ver que Yoram Benesh se detenía. Su madre, a quien llevaba del brazo, se detuvo con él cuando iban hacia la puerta, y los dos miraron a Tzilla.

– Bueno, ¿ha dicho algo? -preguntó Yoram Benesh con indiferencia. Tzilla, con la mano aún en el picaporte, miró dubitativa a Balilty. Balilty entornó los ojos como si le cegara una luz repentina.

– Puedes hablar -le dijo Balilty a Tzilla-, puedes decir toda la verdad, aquí no tenemos secretos. ¿No es cierto, amigos? -Clara Benesh le miró con evidente repugnancia. El problema con Balilty, pensó Michael, es que a veces sus artimañas sobrepasaban todos los límites, y a veces, como en ese momento, estaba claro que eran completamente inútiles. Por la cara de Yoram Benesh se sabía a primera vista que no caería en la trampa.

– ¿Ha dicho algo? -preguntó Yoram Benesh.

– Está hablando ahora, acaba de empezar -contestó Tzilla.

– Se pueden ir a donde quieran -les dijo Balilty a la madre y al hijo-, pero no les servirá de nada. La niña ha recobrado la conciencia y ahora hablará y nadie la hará callar.

Capítulo 15

– Bueno, sin comentarios -dijo Ada arrojando lejos las fotocopias del reportaje-, es sencillamente repugnante, una porquería. No quiero… ¿Cómo habrá conseguido todos estos datos? -preguntó con la voz entrecortada-, es un resumen de toda tu biografía, con todos esos asuntos…, todo. ¿Cómo ha podido enterarse de lodo eso? ¿Hablaste con ella?