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– Tú no lo entiendes -dijo Tzilla-: hay niñas que son así, piensan que son feas y gordas e incluso…, incluso hasta lo fomentan… Cómo explicarlo. Se dejan absorber por eso con una especie de total certidumbre, de pura desesperación, eso creo. Si los demás las ven así… Si no me quieren… Tú no puedes entenderlo, tú, siempre has sido tan…, tan…, oooh…, tan resultón.

Esbozando una sonrisa le rodeó los hombros con el brazo. Llevaban trabajando juntos desde que él se incorporó a la policía, y Michael aún recordaba los días en que se pasó escuchando sus quejas sobre Eli Bahar, que «hace lo que sea para eludir una relación seria». En aquellos momentos la animó y después se alegró por su boda y fue el padrino de su primer hijo, y, aunque jamás habló con ella de su propia vida, sabía que ella se preocupaba por él aunque no dijera nada. Nunca intentó ponerle en contacto con alguna de sus amigas y, cuando se enteró de que había comprado el piso, lo celebró sin ninguna crítica; y desdeñó las protestas de Balilty calificándolas de «miedos acumulados de un anciano. Y ahora que el mercado está completamente muerto y todo el mundo huye de Jerusalén, no hay mejor momento para comprar un piso». Le trataba con delicadeza, como si supiese lo que sentía cada vez que se encerraba en sí mismo.

Tzilla le devolvió la sonrisa por encima de la caja que sacaron del refugio, una caja de cartón que contuvo en su día un televisor, y se secó los ojos.

– Esa niña -dijo-, Nesia… Y encima vaya nombre le pusieron, Nesia… Al fin y al cabo… también yo robaba de pequeña; no tanto, pero cogía cosas cuando nadie miraba… ¿Quién necesitaría todo esto realmente? Se puede percibir toda su vida de fantasía en esta caja, con el violeta y el dorado, y las bragas y el sujetador y esta cartera.

– No ha utilizado nada -observó Michael, apartando el brazo de sus hombros-, todo está sin estrenar. No logro comprender del todo por qué no…

– Pues claro que no ha utilizado nada -le interrumpió Tzilla-, si ella… ¿Cómo iba a hacerlo? Nada de lo que hay aquí, nada de nada, ¿me escuchas?, nada va con su vida, no sólo con su talla. Este tipo de cosas no se roban para usarlas, es sólo para tener algo, una caja así con cosas bonitas…, un tesoro.

– ¿Dónde está Eli? -preguntó Michael cuando Tzilla se recuperó y cerró la caja, entrelazando las tapas de cartón que ya empezaban a deteriorarse.

– ¿No le has mandado al laboratorio? Creía que llevaba en el laboratorio todo el día. Eso me ha dicho… -le miró preocupada-. Y cuando le he llamado, el móvil estaba… apagado o fuera de cobertura. Entonces he pensado que estarían ocupados. ¿No le has mandado tú allí?

– Yo… -balbució Michael, que no veía a Eli desde que se fue de la reunión del Equipo especial de investigación, cuando estaban hablando del reportaje del periódico-. Es decir, le he pedido algo, pero creía que… -por un instante se quedó aturdido, porque trabajaba con los dos y los quería a los dos, y en ese momento se sentía como si tuviese que ratificar un cuento que un marido le había contado a su mujer. No sólo no había mandado a Eli Bahar al laboratorio, sino que no tenía ni la menor idea de dónde estaba.

– Ya está bien -dijo Tzilla-, han pasado un montón de horas, creía que estaba esperando… Dijo algo sobre el ADN y creía…, creía que volvería para el interrogatorio de Netaniel Bashari; pero al final has sido tú el que… Él ni siquiera sabe nada de la escena que se ha montado allí. ¿Has visto? -dijo, y suspiró-, ¿has visto qué escándalo? Y así, delante de todos, sin ninguna vergüenza. Yo no…, no hubiera podido -se detuvo, se sonó la nariz afilada y observó el botón flojo de su niqui de rayas. Michael empezó a repasar detenidamente el informe que estaba sobre la mesa, bajando la vista para que sus ojos no delataran la mentira que había dicho para proteger a Eli, aunque no había ningún motivo para pensar que otra mujer estuviera implicada en su desaparición. Aún podía ver ante sus ojos la mirada huidiza de Agar Bashari y oír fragmentos de sus palabras. Algunas las dijo a voces: «¡Cinco años! ¡Dios mío! ¡Cinco años y yo no tenía ni idea!»; otras le salieron entre unos dientes apretados: «Esa puta, sólo porque… va por ahí con todos los… Poniéndoles ojitos a todos sus clientes. Agente inmobiliario le llaman a eso… Y seguro que Zahara lo sabía, ¡seguro! Era su amiga…»; y otras las dijo en voz baja después de que su marido saliera de la sala. Antes, cuando aún estaba sentado enfrente de ella, protegiéndose a sí mismo con los dedos entrelazados y al mismo tiempo abandonándose a los ataques de ira de su mujer, que le había dejado en las mejillas las marcas rojas de sus dedos, Agar dijo:

– Todo esto es por culpa de la sinagoga y de la actividad pública. Toda esa gente… Vida en comunidad le llaman a eso, comunidad… A lo mejor hasta tengo que dar las gracias porque hubiera sólo una.

Todo empezó con la cita en la sinagoga para bajar con Netaniel Bashari al sótano, examinar los objetos que su hermana había reunido allí e intentar descifrar con ellos las notas encontradas en el jardín de la familia Benesh. Cuando Tzilla y él llegaron, la puerta de la sinagoga estaba cerrada y nadie contestó al timbre. Veinte minutos más tarde, cuando ya habían desistido, dijo Tzilla: «Ahí están», y, antes incluso de poder expresar su sorpresa por el plural, Michael vio a Netaniel y descubrió que no había acudido solo a la cita. Agar, su mujer, caminaba a su lado con paso firme, y, nada más acercarse a ellos, exigió saber de boca del responsable de la investigación, y en presencia de testigos («¿Le basta con que Tzilla actúe como testigo?», preguntó Michael con cierto tono burlón), dónde había estado exactamente su marido durante todas las horas que estuvieron buscándole antes de que empezara la fiesta y la noche en que Zahara fue asesinada. Michael no tenía intención de contestar a eso, y fue precisamente Netaniel, que les había rogado que guardaran el secreto, quien acabó cediendo, como si deseara terminar de una vez por todas con las mentiras y los cuentos.

– Primero dijo que había estado en la universidad y de compras -dijo Agar-, y ayer, en casa, me dijo que había estado con Linda Obarian, y quiero saber si eso es verdad. ¿Estuvo con Linda? Prefiero saber la verdad y que no me mientan, porque no soporto las mentiras… Y él, el honrado ciudadano de la comunidad, el más honrado y honesto -en las últimas palabras le tembló la voz-, ¿estuvo con Linda? Cómo no le da vergüenza -Michael, después de mirar un momento a Netaniel Bashari, se encogió de hombros en vez de contestar. Y entonces Agar hizo las preguntas esperadas, y su marido, impertérrito, decidido, contestó de forma breve y tranquila a cada una de ellas («¿Tienes una aventura con ella?» «Sí, si lo quieres llamar así.» «¿Desde cuándo?» «Cerca de un año.» «¡Cerca de un año!» «No puedo hacer nada, me enamoré, no pude evitarlo.»). Después Agar empezó a gritar, y en la gran sala de la sinagoga, donde estaban sentados, retumbaron las invectivas que le lanzó sobre sus mentiras, sobre cómo la había utilizado, sobre el oportunismo que había guiado toda su vida y sobre el sentimiento de inferioridad de los miembros de la comunidad mizrají y todos sus complejos, por los cuales se había casado con ella, sólo porque era ashkenazí. Maldijo al barrio y a esa agente inmobiliario de la que todo el mundo sabía lo que hacía con sus clientes; y volvió a maldecir la sinagoga de la comunidad, pues por su culpa -«un prostíbulo enmascarado como centro de reunión»- había ocurrido todo eso. Si no nunca habría conocido a tantos «americanos y franceses, europeos blancos», y menos aún de esos que le escuchaban como a él le gustaba, pues sólo le interesaba conquistar a los ashkenazíes, y sobre todo a las ashkenazíes, aunque no fueran más que viejas putas como esa. Entonces Netaniel se levantó del banco y, con gesto arisco y un tono tranquilo, le dijo:

– Agar, escúchame, llevo años oyéndote decir esas tonterías y callándome. Ya tendrías que saber que no hay nada que me repugne tanto como el chantaje mizrají y la utilización de la discriminación étnica; y tampoco se puede decir que yo sea el modelo de mizrají maltratado: tú misma me has oído enfadarme con Zahara precisamente por cosas como estas, por estas cosas precisamente. ¿Y ahora me las echas en cara a mí? Ya veo suficientes maltratos por mí mismo: desde ahora, y hasta nuevo aviso, no necesito ayuda en este tema. Lo que sí necesito es…, no importa, de todos modos no lo entenderías; si después de todos estos años no te ha entrado en la cabeza -echó el banco hacia atrás con fuerza y se puso en pie-. Perdónenme -dijo dirigiéndose a Michael y Tzilla, que durante los últimos minutos no habían apartado la vista de la pesada puerta de madera que estaba cerrada, como si de allí fuera a llegar la salvación. Hasta que Netaniel Bashari la abrió, salió y la puerta chirrió a sus espaldas.