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Michael se tapó la cara con las manos. Más que rabia sintió un tremendo cansancio que le susurraba que reposara la cabeza en el brazo, se apoyara en la puerta y cerrara los ojos. Pero se frotó las mejillas y la frente y se incorporó.

– No lo entiendo -dijo Michael.

– Crees que conoces a una persona y, de repente, te das cuenta de que sorprendentemente tenía mucha rabia acumulada contra ti -dijo Balilty, y su voz le sonó a Michael como la de los compañeros de Job, cuyas palabras, virtuosas e irritantes, aún recordaba del instituto en la voz del profesor de estudios bíblicos, que les obligaba a aprender de memoria párrafos enteros.

– ¿No dices nada? -dijo Balilty-. Te conozco, seguro que es por el shock. Estás en estado de shock, ¿no? Así son las cosas, crees que alguien es un buen chico y que te quiere y…

Michael miró al frente y no dijo nada. En la calle vacía y silenciosa volvió a ver el rostro del profesor de estudios bíblicos, un laico convencido que un buen día empezó a llevar kipá -se decía que acababa de sufrir un trauma- y, después de las vacaciones de verano, volvió con el pequeño taled que llevan los ultraortodoxos, y a mitad de curso, antes de acabar el trimestre, dejó el colegio, se fue a un asentamiento al lado de Hebrón y empezó a enseñar en una escuela religiosa. Michael vio su cara y oyó su voz resonando en clase, en los tiempos previos a la kipá y el pequeño taled, y las palabras que repetía y con las que se identificaba completamente -«¿Puede un etíope cambiar su piel o un leopardo sus manchas?»-; hasta que se incorporó y miró la cara redonda de Balilty, que se humedeció los labios y se restalló los nudillos sobre el volante.

– Antes de nada tengo que hablar con él -dijo Michael al final-. Estoy seguro de que esto tiene una explicación.

– Sí -corroboró Balilty-, también yo estoy seguro. Lo que pasa es que también estoy seguro de que nuestras explicaciones son diferentes. Yo creo que es una venganza, y tú… No tengo ni idea de cómo vas a asimilar esto, pero recuerda que en ese reportaje no hay ni una sola palabra que te ataque, sólo dice cosas buenas. A lo mejor no hay por qué hacer un mundo de esto.

– No me importa lo que le haya dicho, tan sólo el hecho de que haya hablado con ella es lo que importa -dijo Michael frotándose la cara con las manos.

– No da igual lo que haya dicho, ¿no crees? -preguntó Balilty mientras limpiaba el cristal con la mano.

– A mí sí -sentenció Michael-; no quiero que la gente que trabaja conmigo hable con periodistas, ¿no lo entiendes?

Balilty se restalló los nudillos y miró al frente aturdido. Era evidente que estaba arrepentido o preocupado por las consecuencias de lo que había dicho.

– Yo no digo… -murmuró Balilty-. Pero a veces, la gente… A veces puede que haya que… No hay que hacer un mundo de algo…, no hay que ser tan fanático.

– Primero hablaré con él -insistió Michael-, debo oír su versión.

– Habla, habla -suspiró Balilty-. Claro que hablarás, hay que hablar, pero… -el busca pitó y el móvil sonó-, qué vas a sacar con eso -dijo Balilty, cogió el móvil, escuchó un momento y dijo-: Estupendo, habla tú misma con él, lo tengo a mi lado en el coche; y dejad de hablar por el walkie-talkie, ¿quieres que otros periodistas estén también en el ajo? Yo ni siquiera pongo el manos libres. Toma -le dijo a Michael, pasándole el teléfono-, tiene nuevas noticias; es Tzilla -y Balilty pronunció su nombre con odio, como culpándola a ella de los actos de su marido.

– ¿Qué? -dijo Michael con fuerza por el pequeño auricular-, ¿qué ha pasado?

– Dos cosas -dijo Tzilla rápidamente-, la primera es que parece que la niña se está despertando. No del todo, pero mueve las piernas y suspira como en sueños, y Einat dice que el médico le ha dicho que es cuestión de unas horas…

– Entiendo -interrumpió Michael-. ¿Y la otra?

– El señor Benesh te está esperando aquí; el padre.

– ¿Ahora? -se sorprendió Michael-, ¿a las cinco de la madrugada?

– Ya son las seis -precisó Tzilla-. Tiene algo que decir, pero no está dispuesto a hablar con nadie más, sólo contigo -murmuró-. Le he llevado a la habitación pequeña, Yair está con él.

– ¿Dónde está Eli? -preguntó Michael, y con el rabillo del ojo vio cómo Balilty apretaba los dedos contra el volante.

– Está aquí, hablando con el de criminalística -dijo Tzilla-. ¿Por qué? ¿Quieres algo de él? Porque puedo llamarle…

– No le llames -dijo Michael, y a su izquierda los dedos de Balilty empezaron a tamborilear sobre el volante, cuya funda había empezado a rasgarse-, sólo dile que tengo que cruzar unas palabras con él.

– De acuerdo -confirmó con interés-. ¿Antes o después de hablar con Benesh?

Balilty bostezó y cerró los ojos.

– Antes -dijo Michael-, que Benesh espere un poco más, ya no es tan importante.

– ¿Entonces te acerco hasta allí o qué? -preguntó Balilty mientras arrancaba el coche- A lo mejor antes quieres tomarte un café o una bureka, hay un sitio donde…

– Balilty -se desesperó Michael.

– Vale, vale, sólo he preguntado. Mens sana in corpore sano. No fui yo quien lo dijo -aclaró, quitando el freno de mano.

Capítulo 16

Lo primero fue el olor; por la noche era amargo y seco como el aire del dormitorio durante los meses anteriores a la muerte de su padre, ese aire por el cual Nesia quería quedarse en el umbral cuando la llamaban -normalmente su madre, pero a veces también él, con un hilo de voz ronco e intimidante- para que entrara y hablara con su padre. («Pasa, Nesita; pasa, corazón», le rogaba su madre; pero a ella le daba miedo ver los tubos y el vacío donde debía haber una pierna, y temía no poder contener la respiración y tener que inhalar ese olor, amargo y seco, del que no se podía escapar ni siquiera por la noche en la cama, incluso mucho tiempo después de su muerte, y hasta se podía sentir aún si se metía la cabeza en la cama de su madre.) Y también olía a váter y a sábanas sudadas, aunque ella no había sudado. Todo lo contrario, le parecía que su piel estaba seca y ardiendo. Abrió los ojos, los abrió sin pensar y nadie se dio cuenta, ni siquiera el que estaba sentado en la silla, junto a la puerta, con la cabeza inclinada y respirando con fuerza.

Poco a poco sus ojos se fueron habituando a la penumbra. Alguien estaba durmiendo junto a la puerta en una silla. Con la luz que llegaba desde el pasillo -¿desde el pasillo?- se veía que tenía el pelo blanco. Y a lo lejos, se oyó el sonido de un teléfono, un sonido agudo y potente, no como el de casa. Las sábanas eran blancas y la cama alta. Había dos almohadas grandes, no una como en casa. Si se tendían los brazos hacia los lados se descubría que la cama alta era estrecha y que no se podía llegar hasta el suelo con las manos, no sólo porque la cama era alta, sino también porque la mano estaba atada. Había una aguja pegada a ella con una cinta adhesiva marrón, y de la aguja salía un tubo fino, y el tubo llegaba hasta una bolsa, y la bolsa estaba colgada de un pie. Era un pie como el que había junto a la cama de su padre, y cada cierto tiempo Varda, la enfermera, o Wahid, el enfermero árabe, se acercaban a tocar la bolsa, la movían y, a veces, la descolgaban, la arrojaban a la basura y ponían otra. Y la función de Nesia, pues desde lo de la pierna ella y su hermano Tzion procuraban que su madre descansara un poco y se sentase junto a la cama por las tardes, era vigilar que no dejara de gotear y que las gotas hicieran todo el recorrido desde la bolsa hasta el tubo. Cuando se vaciaba, llamaban a la enfermera Varda y oían el roce de sus medias de nailon al mover sus gordas piernas alrededor del pie, o a Wahid, y entonces miraban sus grandes dedos morenos y la mancha marrón en sus deportivas blancas. A veces Nesia se pasaba las horas muertas observando cómo las gotas hacían todo el recorrido desde el pie hasta el fino tubo. (Varda le explicó que en una bolsa había una medicina y en la otra suero: «Para que no se deshidrate. Papá ya no bebe del vaso, ¿no es cierto, Nesita?»)