En ese momento ella también tenía un tubo así y un pie, pero sólo una bolsa, y no se podía saber si en ella había una medicina o suero. Esa habitación en la que estaba tumbada a solas y a oscuras era la habitación de un hospital, sí, de un hospital, y al parecer ella, Nesia, se iba a morir pronto, exactamente igual que su padre, que primero estuvo en un hospital con un pie al lado, una bolsa y unas gotas que caían y después se murió.
La puerta estaba abierta y el pasillo iluminado. Una enfermera con uniforme blanco pasó, se detuvo en la entrada, se acercó mucho al que estaba dormido en la silla y echó un vistazo hacia dentro. No era la enfermera Varda, porque no tenía el cabello rubio y tampoco estaba gorda, pero a ella también se le trasparentaban las bragas por debajo de la bata blanca, justo donde acababan, y también sus zapatillas blancas rechinaban sobre el suelo. No vio que los ojos de Nesia estaban abiertos, porque Nesia estaba a oscuras. Quería gritar pero se contuvo, ya había aprendido a callar. Aunque pronto fuera a morir. Ya se había acostumbrado a callar, a contenerse y a guardárselo todo dentro mientras no estuviera bien segura de cuál era la situación.
– ¿Qué tal? -preguntó la enfermera en voz baja y, sin esperar respuesta, entró en la habitación. Y el hombre que estaba sentado en la silla junto a la puerta se levantó y dijo con voz de tonto:
– Perdón, me he quedado dormido un momento.
– No pasa nada -le dijo la enfermera-, duerma, duerma un poco, hace horas que no…
Nesia volvió a cerrar los ojos.
– Antes me ha parecido -le contó Peter a la enfermera- que se movía, hasta creo haber oído voces. Tal vez en sueños.
– No está tranquila -corroboró la enfermera-, pero eso es un buen síntoma: queremos que no esté tranquila, que salga del coma, que recobre la conciencia.
Sólo Nesia sabía que podía mantener los ojos abiertos. También podía mover las manos y rascarse la cabeza, pero estaba esperando a que no hubiera nadie en la habitación, a que nadie la mirara como lo hacía en esos momentos esa enfermera. Entonces oyó las zapatillas de goma chirriar cerca de ella: la enfermera se estaba acercando a la cama. Se detuvo. Se inclinó sobre Nesia. Ya no estaba todo a oscuras, había una pequeña luz encendida. Nesia apretó los párpados con fuerza. La enfermera estaba cerca. También olía, pero era un olor agradable, a jabón, un olor verde. Puso un dedo frío en la muñeca de Nesia y presionó con fuerza. Esa enfermera permaneció así un buen rato, después suspiró y al parecer anotó algo, porque ese sonido era el de un bolígrafo.
– Vera, Vera -gritó alguien desde fuera, y la enfermera dejó algo en las piernas de Nesia (¿una carpeta? Sí, una pequeña carpeta) y se apresuró a abrir.
– Estoy aquí, con la niña, sólo le estoy tomando la tensión -dijo la enfermera a lo lejos, y las suelas de goma volvieron a chirriar. Entonces Nesia oyó cómo se inflaba algo y después le apretaron el brazo. Dolía, pero no se quejó. Un sonido de aire saliendo de golpe, y otra persona estaba ahora muy cerca de ella. Aunque estaba tumbada en la cama, lo sentía encima y a los lados y también por detrás. Tenía los ojos cerrados, pero lo sentía. Alguien la agarró con fuerza por detrás, una mano en la boca, amordazando, asfixiando. Olor a perfume, olor amargo y fuerte a algo distinto; un golpe: de repente sus piernas estaban en el suelo y ella tosiendo muchísimo, quería vomitar. Sus piernas se arrastraban por el suelo, la mano que la tenía agarrada se apresuró a arrastrarla por la acera hacia un olor a plástico. Un olor a coche. Le dobló las piernas. Dolía. Ruido de coche. Otro golpe, en la cabeza, por detrás. Unas enormes manos alrededor de su cuello. La llevaban en brazos. Tenía los ojos tapados. Una mano en la boca. Una mano grande pero no ruda. Duqui gemía y todo el rato oscuridad. Le dolía todo, un suelo frío, oscuridad y respiraciones aceleradas sobre ella. Tenía sed y náuseas y a su alrededor oscuridad, una oscuridad tal que no podía ver nada, ni siquiera sus propias manos. Quería vomitar pero no salía nada. Quería gritar pero no le salía la voz. Ni siquiera un gemido. No podía mover los brazos, algo se los sujetaba, por las muñecas, apretaba. También los brazos. Una mano sobre su boca, amordazando, apretando, dos manos, un terrible olor penetró en su nariz, su boca y su piel, la envolvió por completo, las náuseas. De nuevo quería vomitar. Y después de nuevo oscuridad.
Abrió un momento los ojos y miró atónita la tenue luz del pasillo. Junto a la puerta estaba la silla vacía. Ya no había nadie sentado en la silla. Cualquiera podía entrar. Volvió a cerrar los ojos y, cuando los abrió de nuevo, sólo por un instante, pestañeando a causa de la resplandeciente luz, los olores de la noche ya se habían mezclado con otro olor, conocido, agradable, a flores, tal vez rosas. Un olor que le recordó, después de volver a cerrar los ojos y concentrarse, el frasco blanco con un barco gris que estaba en el estante del baño en casa de Yigal. Una vez lo abrió y se echó un poco, como si su loción de afeitado fuera perfume. También llegó hasta ella un olor a sudor y lejía, y el aliento de una respiración sofocada, por lo que supo que la cara de su madre estaba inclinada sobre ella. Y entonces llegaron las voces: la voz de su madre, murmurando cerca de ella: «Tú tienes en tus manos la vida de los mortales y en tus manos está la fuerza para fortalecer y sanar a las personas», exactamente lo mismo que murmuraba junto a la cama de su padre hasta que murió, al igual que ella, Nesia, iba a morir; y otra voz, joven y suave, una voz de mujer: «Doctor, llevo aquí ya varios días, hay algún cambio; yo no…»; y una voz nueva y completamente desconocida que estaba a su lado, tal vez era quien le estaba tocando el brazo -y eso le dolía, como si hubiera allí agujas y como si algo le apretara el brazo-, decía: «Discúlpeme un momento, señora Hion», y le ponía algo, quizás un dedo, sí, un dedo, en la muñeca, también ahí apretaba y hacía daño (pero Nesia no se quejó, ni siquiera suspiró), y decía: «Tiene convulsiones y espasmos». Le abría el ojo y ella contenía la respiración. Tenía «espasmos» y «sensibilidad», «esto puede llevar varios días más»; y una voz grave llamaba por el altavoz: «Doctor Sela, doctor Sela, acuda a la UCI B», y alguien se iba corriendo, y en la habitación se oía también la voz de Peter, muy cerca de la cama. Estaba sentado a su lado encima de la cama. ¿Qué hacía? Estaba cantándole, ella no sabía que supiera cantar. Estaba cantándole muy bajito, al oído, y le hacía cosquillas. Y a pesar de todo ella no se movía, sólo contenía la respiración. Le estaba cantando en inglés una canción que no conocía, pero las palabras my love sí las sabía. Y otra vez la voz joven, una voz de mujer, que decía: «Sus párpados se están moviendo, miren, se agitan». Nesia apretó los párpados. No quería abrir los ojos. Si abría los ojos le harían preguntas. Estaba segura de que habían encontrado sus cosas. Le preguntarían por la caja y hasta puede que hubiesen encontrado el bolso gris. Una vez se despertó en la oscuridad y sintió un olor a moho y musgo, un olor a pipí, y tuvo náuseas. Quiso vomitar y no pudo. Pero esa vez estaba en un suelo duro y frío y había también olor a pared y a oscuridad; en cambio en esos momentos era de día, sentía la luz a través de los párpados cerrados. Oía la voz de Peter cantándole y la voz ronca de su madre, «Tú tienes en tus manos la vida de los mortales», y la voz desconocida de la joven, que decía: «He visto muchas veces un temblor así, es como un tic nervioso».