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Su cuerpo no le obedecía. Su cuerpo se rebelaba. Quería que abriera los ojos a pesar de la decisión que ella había tomado, a pesar de lo que pudiera venir después, de todas las preguntas. Sus párpados querían abrirse y Nesia luchaba con ellos, sentía también que algo en las piernas la agitaba y le hacía cosquillas en las plantas de los pies. Pero ella pensaba en la caja y en el golpe detrás de la cabeza, en las manos alrededor de su cuello y sobre su boca, y volvió a sentir el ahogo, la oscuridad, el olor a musgo, las náuseas, el olor a perfume, las fuertes manos y el suelo frío. Duqui gemía. Como a lo lejos. Un cuerpo arrastrado. Algo le había pasado a Duqui. ¿Quién estaba cuidando de Duqui si Nesia estaba ahí y su madre estaba ahí? Qué difícil mantener los ojos cerrados y no moverse, respirar sin moverse y sin hacer ruido. «Está moviendo la pierna», decía la voz de la mujer que habló con el médico. «Vuelvo enseguida», decía a lo lejos, quizás desde el pasillo. Y Nesia sentía la mano fuerte, áspera, que le estaba tocando la rodilla y debajo de la rodilla. La mano de su madre.

– Está más delgada -oyó la voz de su madre, casi sollozando, al pellizcarle la carne-, tiene la pierna como una cerilla -y después un llanto ahogado, con un sonido desconocido, y caras muy cerca de la suya y olor a cilantro. La mano que estaba sobre su rostro era la de su madre y el olor, su olor, pero esa voz, sollozando así, ronca, no podía ser su voz.

Cuando Michael abrió de golpe la puerta de su despacho -antes saltó las escaleras, de dos en dos, dejando atrás a Balilty, que le decía: «Espera un momento, ¿por qué corres?»- Eli Bahar se sobresaltó. Estaba sentado allí, como solía hacer cuando el despacho estaba libre, y, cuando se abrió la puerta, puso las manos encima del montón de papeles que estaban esparcidos sobre la mesa, como protegiéndolos.

– Estás aquí -dijo al ver a Michael, entornando sus pequeños ojos verdes y pellizcándose la cara, y después volvió a mirar los papeles como si no pudiese desprenderse de ellos-. Por fin has llegado. He oído que la niña se ha despertado, o casi se ha despertado -añadió, amontonando todos los papeles. Su tono de voz, la suavidad con la que hablaba, sus cuidadosos movimientos al recoger un papel tras otro, todo eso le pareció a Michael teatral y ficticio. Esa sensación flotaba en el ambiente, había algo incómodo y agobiante allí, y por eso quiso acabar pronto con todo ese asunto. Aunque sabía que era imposible, a no ser que llegase a una conclusión completamente distinta; pero a qué conclusión podía llegar-. Mira esto -dijo Eli, cogiendo un papel de la mesa metálica-. Mira lo que pone aquí -dijo, y empezó a leer despacio y recalcando las palabras-: «Para cautivar a alguien: coge arcilla nueva, escribe los siguientes nombres y cuécela en un horno: Asir, Avius, Batis Batis, Avines, cautívenlo con su hechizo». Son una pasada estos hechizos y estos amuletos, ¿eh? -en su voz había una especie de afectada ironía cuando le dio el papel a Michael, que aún estaba al otro lado de la mesa-: Mira, observa esto, te lo he leído palabra por palabra.

Michael carraspeó y se dejó caer en la silla de enfrente, ante él aún estaba tendida la mano con el papel.

– ¿Necesitas tu sitio? -preguntó Eli levantándose de la silla-. Yo sólo estaba aquí esperando noticias -se justificó. ¿Desde cuándo Eli se justificaba por estar sentado en su silla?-. De un momento a otro tienen que notificar el resultado de la prueba de ADN: han dicho que llevaría tiempo, porque sólo con los cabellos que encontramos en… -y ante el gesto de Michael volvió a sentarse en la silla.

Michael tenía preparadas unas frases como preámbulo, tres o cuatro; pretendía llegar al quid de la cuestión poco a poco, decir algo poco comprometedor como: «¿Dónde estuviste ayer? Tzilla y yo estuvimos buscándote», o: «¿Qué opinas del reportaje de la señorita Shoshan?», y hacer que Eli hablase por iniciativa propia, pero todo se vino abajo frente a esos ojos verdes tan conocidos que, en ese momento, se escabullían de él a propósito, a pesar de que Michael intentaba atrapar su mirada. ¿Cómo era posible planear algo cuidadosamente contra alguien a quien se considera un buen amigo, cuando jamás se le ha pasado a uno por la cabeza ni siquiera dudar de él? Y por eso, lo que dijo al final no fue lo que tenía pensado decir.

– Dime una cosa -dijo Michael tras contener el «¿Te he hecho yo algo?», que hubiese soltado de no haber encendido el cigarro que tenía en la mano. En su voz no se apreció ningún temblor, y sus dedos, al mirarlos, parecían como siempre, completamente tranquilos-, ¿has estado con Orly Shoshan?

Al principio Eli Bahar le miró fijamente a los ojos. Le miró durante un buen rato sin contestar, pestañeando y moviendo la cabeza al mismo tiempo.

– Quiero que me cuentes -dijo Michael con la garganta seca- todos los detalles.

Eli Bahar carraspeó varias veces.

– Tenía intención de hablar contigo de esto -dijo Eli-. No sabía que… -su voz se extinguió al mirar a su alrededor, como buscando ayuda, pero Michael no dijo nada. Y como si el silencio fuera insoportable, en tono atemorizado y de disculpa, Eli Bahar dijo-: No sabía que verías el reportaje tan pronto. Tenía intención de… ¿Quieres un café? -preguntó, se acercó a la boca un vaso de plástico y se limpió las comisuras de los labios, quitándose los restos de una bebida fangosa-. Tenía intención de hablar contigo más tarde, después del ADN -volvió a decir, dejando el vaso en la mesa.

– Pues habla conmigo ahora -dijo Michael y en esa ocasión fue él quien apartó la mirada. Una cosa era mirar con recelo durante un interrogatorio, y otra mirarle a los ojos a alguien cuyo comportamiento producía una profunda vergüenza.

– No me hables así, en ese tono -dijo Eli Bahar, enrollando meticulosamente el papel que había leído antes. Lo enrolló y lo enrolló hasta que fue tan fino como un palo-; aún no me has escuchado, y seguro que quien te lo ha dicho no sabe lo que yo sé.

– Te escucho -dijo Michael-; pero te advierto que en la habitación pequeña me están esperando.

– Lo he oído. Lo he visto. Puede esperar unos minutos más -dijo Eli Bahar con la tranquilidad de quien no tiene nada que perder-. Ya te lo he dicho: no me hables así, no soy otro de tus sospechosos.

Lo que había dicho Tzilla en el coche, de vuelta de la sinagoga, resonó en esos momentos en su cabeza mientras miraba a Eli Bahar: «¿Has visto cómo le habla a su marido esa tal Agar? Es lo peor que puede pasar, hablarle así a un ser querido; y también habló así antes porque sabe que él miente. La gente…, la gente no entiende que también entre seres queridos tiene que haber respeto y educación. Qué digo "también", aún más, entre seres queridos debe haber aún más respeto y educación si cabe».

– Has estado con Orly Shoshan -dijo Michael.

Eli rompió los bordes del vaso de plástico que había cogido de la mesa.

– Puedo imaginarme también lo que te ha dicho quien te lo haya dicho. Y también sé quién te lo ha dicho. Y quien te lo ha dicho -Eli miró a Michael ofendido-, ahora no quiero ni mencionar su nombre, seguro que te ha dicho que he hecho eso por algún…, por rencor o por rabia o para fastidiarlo todo.

Tzilla se puso el cinturón de seguridad, moviendo aún la cabeza de lado a lado en ademán de reproche.

– Las personas se comportan de una forma repugnante con sus seres queridos: están seguras de que los tienen en el bote. Y eso es lo bueno de ti, tal vez eso sea lo que más me gusta de ti -dijo Tzilla, y sus pendientes de plata tintinearon cuando se agachó para coger la botella de agua mineral-, que nunca piensas que tienes a alguien en el bote. Lo que más odio de las personas es que piensen… que ya no tienen que esforzarse… Tú jamás le hablarías así a alguien a quien quieres -afirmó, luego dio un gran trago, limpió la boca de la botella y se la pasó a Michael-. A nadie le gusta que los demás le traten como si tuvieran asegurado su cariño, nunca tenemos que dejar de esforzarnos por las personas que nos importan.