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– Perfectamente -le dijo, y hasta hizo una mueca que esperaba se pareciera a una sonrisa-; sólo estoy cansado.

– Podemos posponer esto unos… -titubeó, señalando con la cabeza la puerta cerrada.

– Tonterías -le interrumpió Michael-, no se pospone nada, sólo me estaba preguntando si… -miró a su alrededor y pensó en las otras habitaciones-. No importa -dijo al final-. Pensaba que podíamos ir a otra habitación, pero… tal vez sea mejor en la habitación pequeña, ahí hay un ambiente informal, y precisamente eso…

– ¿Dónde te pongo esto? -dudó Tzilla, apartando los ojos de Michael y fijándolos en la diminuta grabadora que tenía en la mano-. Ya he grabado la fecha y la hora, pero dónde te pongo… ¿No llevas camisa debajo del jersey?

– Sólo camiseta -se justificó Michael, y de repente se sintió como un niño ante la destreza de los dedos de Tzilla, que le estaba tocando las caderas-. En el cinturón de los vaqueros, no queda más remedio -dijo, levantándole el jersey azul-. Ya está; y también hay otra grabadora en el cajón. Si accede ponía encima de la mesa. Aún no has tomado nada -le reprendió-. Pasa y ahora te traigo un café; o quieres que…

– Tráelo, tráelo, por qué no, también para el señor Benesh, y también trae agua; no, no hace falta, qué estoy diciendo, en esa habitación están todas las botellas…

– Einat ha llamado otra vez -informó Tzilla con la mano ya en el picaporte.

– ¿Y? ¿Ha recobrado el conocimiento? -preguntó impaciente.

– No del todo -dijo Tzilla-, pero es cuestión de horas, eso ha dicho el médico; y he pensado que tendría que acercarme por allí.

– Aún no -dijo Michael-, espera a ver cómo evolucionan las cosas; de todos modos ahora no te dejarían hablar con ella.

– Ya se lo he dicho -oyó la voz de Efraim Benesh al abrir la puerta-, yo no me ocupo del jardín, sólo la señora, mi mujer, y hay un jardinero… -dejó de hablar y se levantó asustado cuando se abrió la puerta y miró a Michael con expresión preocupada. En la mesa, entre dos botellas de agua mineral y dos vasos de papel de colores, debajo del viejo flexo con la pantalla de plástico negra y rajada, había una gran foto en color de un rosal trepador. En una caja de cartón abierta, debajo de la mesa, había bolsitas de café y cucharillas de plástico y, encima de la mesa, cerca de la ventana cerrada, una caja con botellas de agua mineral. El flexo iluminaba y aclaraba la superficie de la mesa en medio de la penumbra de la habitación. La luz tenue de un sol otoñal penetraba por las rendijas de la persiana de hierro marrón. Estaban sentados uno al lado del otro, frente a la mesa que estaba pegada a la pared y que tapaba la mitad inferior de la ventana. En el marco de madera, alrededor del cristal polvoriento y manchado, aún se veían restos de pintura verde desconchada.

– El señor Benesh se niega a hablar con cualquier otra persona, y también se niega a que lo grabemos -informó sin reproches el sargento Yair. Se levantó de la silla, se abrochó el primer botón de la camisa azul, cuyas mangas había doblado hasta el codo («¿Se vestía así antes o ha aprendido de ti?», la voz burlona de Balilty resonó en los oídos de Michael), se la estiró, la metió por debajo de los pantalones y se abrochó el fino cinturón de piel-. Por eso, mientras tanto, le he preguntado unas cuantas cosas sobre el rosal antiguo. Dice…, el señor Benesh dice que hasta donde él sabe no tienen ni han tenido una planta así en su jardín y cree que tampoco en el jardín de al lado, pero no entiende de flores.

– No entiendo, pero no hay -dijo Efraim Benesh con un hilo de voz. Se volvió hacia Michael y justificándose explicó-: He venido antes de las seis de la mañana. Llevo esperando más de dos horas, pero no quería… No me gusta molestar y me han dicho…

Michael movió la cabeza y Yair le miró de forma interrogativa. Michael volvió a mover la cabeza.

– Entonces -dijo Yair-, tal vez pueda ayudar a Eli con todo el material…

– No, no -reaccionó Michael-, no hace falta, se las puede arreglar solo. Pregúntale a Tzilla…, ella sabe lo que hace falta… -Yair asintió obediente y salió de la habitación.

La penumbra y el aire cargado y agobiante le iban bien en ese momento. Una especie de silenciosa certidumbre le llevó a sentarse al lado de Efraim Benesh, quien, con expresión de profunda angustia e incomodidad, volvió a sacudirse las mangas del traje como pretendiendo quitarles un polvo invisible. Estaban sentados uno al lado del otro, ante la mesa, como dos niños en el colegio.

– Me han dicho que quiere intimidad -explicó Michael, dirigiendo su silla hacia Benesh.

– Intimidad, sí -murmuró Efraim Benesh, pasándose los dedos grandes y blancos por el pelo canoso, cuyo tono amarillento, vestigio del rojizo que tuvo en el pasado, se acentuaba bajo la luz del flexo. Se puso las manos en las rodillas y se inclinó. Michael miró la gran mancha marrón que tenía en la mano derecha y las pecas que la salpicaban hasta el dedo anular, donde brillaba la alianza. Algo en esa mano, en la piel pecosa y arrugada y en las pequeñas manchas de vejez entre las arrugas, y también la forma en que se apretaba el anillo de oro y presionaba la carne de alrededor, le conmovió.

– ¿Ha pasado algo? -preguntó Michael, y él mismo se sorprendió del tono compasivo y paciente de su pregunta.

Efraim Benesh se secó la cara, esa cara redonda que brillaba bajo la luz del flexo. Después giró la cabeza hacia la ventana, como escuchando los ruidos de la calle, y se incorporó en la silla.

– ¿Qué ha sido eso? ¿Ha oído eso? ¿Ha sido un trueno o disparos? -preguntó el señor Benesh.

– Creo que son truenos, dijeron que hoy llovería -le tranquilizó Michael-. Mire, también hay relámpagos.

– No, ayer por la noche hubo todo el rato… Desde nuestra casa se oye todo lo que pasa en Gilo -dijo Efraim Benesh, observándose las palmas de las manos-; pero pasa sólo por la noche.

Michael no dijo nada.

– No son buenos tiempos -dijo Efraim Benesh, y carraspeó-, no hay tranquilidad. Son momentos difíciles… -se calló y miró por la ventana cerrada, se tocó la garganta, se acarició con los dedos el ancho cuello y tocó el nudo de la corbata azul.

– Señor Benesh -suspiró Michael tras un buen rato de silencio-, ha venido a verme porque quería decirme algo.

– Sí, sí -dijo Efraim Benesh con voz turbia-, pero es difícil, me resulta difícil.

– ¿Le resulta difícil hablar? -preguntó Michael.

– Hablar no -dijo Efraim Benesh-, hablar no es difícil, lo difícil es lo que tengo que decir, eso es lo difícil -explicó, y se dio un ligero golpe en las rodillas antes de agarrarse con las manos a la silla.

– ¿Está relacionado con Yoram? -aventuró Michael.

Efraim Benesh asintió. A la luz del flexo Michael observó el parpadeo nervioso de sus ojos mientras se levantaba un poco de la silla y sacaba del bolsillo trasero del pantalón un paquete de pañuelos de papel.

– Mi mujer, ella me los ha dado -se justificó, y se sonó la nariz.

Michael se cruzó de brazos.

– ¿Se ha enterado usted de algo nuevo? -preguntó con delicadeza-, ¿de algo sobre Yoram?

Efraim Benesh abrió la boca, pero no emitió ningún sonido. Por un momento parecía un gran pez fuera del agua. Finalmente movió la cabeza como cediendo y sacó del bolsillo interior de la chaqueta un pequeño paquete envuelto en papel de periódico. Lo abrió, apartó el papel y, como si fuera la primera vez en su vida que la veía, observó la pequeña libreta con pastas de piel marrón. La miró una y otra vez antes de entregársela a Michael.

Michael tocó la piel suave y quitó el cordón dorado con el que estaba atada. Se acercó al flexo, la puso debajo y empezó a hojearla despacio, leyendo lo que ponía en las primeras páginas; después pasó rápidamente las hojas, hasta detenerse en una con grandes letras redondas que la cubrían por completo: «Para deshacer cualquier hechizo: escribe en un pergamino nuevo: Sea el deseo del Dios de Israel que el portador de este amuleto, fulano de tal, se vea libre de cualquier hechizo, ya sea escrito o de palabra…».