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Se giró y miró a Efraim Benesh.

– ¿Dónde ha encontrado esto, señor Benesh? -preguntó Michael, esforzándose por darle a la pregunta un tono de interés y curiosidad, y por ocultar los latidos cada vez más fuertes de su sien.

Efraim Benesh movió la cabeza varias veces, la dejó caer y con la voz rota murmuró:

– Por eso quería… Dios mío… En la habitación de Yoram, en su habitación, en el cajón de los calcetines.

– ¿Es suya esta libreta? -preguntó Michael, y al instante temió que su exagerada y artificiosa ingenuidad hiciera callar a Benesh.

– Ojalá -dijo Efraim Benesh-, ojalá fuera suya. Que Dios nos ampare, es de la niña.

– ¿De la niña? -insistió Michael-. ¿Qué niña?

– La niña, la niña que… Nesia, la libreta es suya, ¿no ve que la letra es de una niña? Cuando pone… -se apresuró a pasar las hojas hasta llegar a la última-. Aquí está: «Peter ha traído una bola dorada para adornar la sukká»…

– ¿Y esto estaba en la habitación de Yoram? -preguntó Michael con precaución, conteniéndose para no atemorizar a Efraim Benesh, que, igual que había aparecido de repente por voluntad propia, podía callarse y desaparecer.

– En el cajón de los calcetines, es la verdad -dijo Efraim Benesh, puso las manos sobre las rodillas y las observó con atención.

En lugar de seguir adelante con la cautela propia de quien se mueve en un terreno resbaladizo, Michael apartó con delicadeza la libreta marrón hacia un extremo de la mesa y le puso la mano a Efraim Benesh en el brazo.

– Usted registró su habitación -dijo sencillamente Michael.

– Yo… registré su habitación antes de que… Dios mío, Dios mío -suspiró Efraim Benesh.

– ¿Antes de nuestro registro? -preguntó Michael, y le miró moviendo ligeramente la cabeza-. ¿Registró su habitación antes de que nuestra gente lo hiciera? -volvió a preguntar Michael.

– Yo…, yo no sé por qué -dijo Efraim Benesh alzando su cara grande y redonda, que en esos momentos estaba amarillenta-. Yo sabía que él…, que él estaba mintiendo y pensé… Pero él no…, él… Yo sabía que él había salido de casa por la noche. Entonces pensé que…

– ¿Qué pensó? -preguntó Michael, vertió agua en un vaso de papel rosa (qué extraño era de repente ese rosa tan fuerte) y se lo ofreció a Efraim Benesh, que no se movió de su sitio-. Beba, beba -le animó, y lo vio alzar despacio la cabeza, moverla de un lado a otro, acercar una mano temblorosa al vaso y después a los labios, que también temblaban. El sonido de los tragos se oía en el silencio de la habitación y tras él se oyó una sucesión de truenos.

Efraim Benesh se secó los labios con la mano.

– Santo Dios -dijo-, su madre no sabe que he encontrado nada, no le he dicho ni una palabra. Se moriría si… Yo mismo estoy destrozado.

Rápidamente, para no echar a perder esa oportunidad, Michael volvió a retomar la conversación:

– ¿Pensó que había salido a divertirse la noche en que la niña desapareció?

– Yo ya no sabía qué pensar -explicó Efraim Benesh-: a veces uno no quiere pensar, uno no quiere ver lo que está viendo.

– Pero registró su habitación -recordó Michael-, sin que nadie lo supiera; a pesar de todo usted quería saber.

– No me quedaba alternativa -dijo Efraim Benesh, y le miró esperando alguna muestra de compasión-, no me quedaba alternativa, a veces no queda otra alternativa y uno tiene la obligación de conocer la verdad.

– Sí -dijo Michael-, a veces no queda otra alternativa.

– Sobre todo -dijo Efraim Benesh-, sobre todo si sabes que has criado… Que tu hijo, tu único hijo…, el hijo a quien tanto amas, que creías que… Todo… Descubres que…, que él… está podrido -la última palabra resonó en la habitación y Efraim Benesh se incorporó en la silla-. Podrido -volvió a decir-, completamente podrido. Sólo Dios sabe por qué. Como una manzana roja y bonita por fuera. Por fuera, como una manzana roja, brillante, y por dentro, un gusano. Todo está podrido. De hecho…, está enfermo. Muy enfermo.

En ese momento llamaron a la puerta, acto seguido se abrió y apareció Tzilla: estaba inclinada en el umbral recogiendo un vaso de café que había dejado en el suelo para poder llamar. Michael se levantó, se dirigió rápidamente hacia ella y le cogió de las manos dos vasos de cristaclass="underline"

– Gracias, y que no me molesten -murmuró Michael, y cerró la puerta antes de que ella pudiese decir ni una palabra. Empujó la puerta con el hombro y dejó los vasos en la mesa. Después rebuscó en el bolsillo del pantalón, sacó el paquete de tabaco aplastado y le ofreció un cigarro a Efraim Benesh, quien lo miró confuso, levantó la cabeza y, con expresión de «por qué no», se lo puso entre los labios y esperó a que Michael le diera fuego.

– Hace treinta años que no fumo -dijo Efraim Benesh sorprendido-, tengo la tensión alta. Pero ahora ya nada importa -miró asombrado el vaso de café-. Tampoco tomo esto, mi mujer no me deja… -y dio un gran trago.

– Señor Benesh -dijo Michael sin apartar los ojos de su interlocutor, que tenía el codo apoyado en la mesa, con una mano sujetaba el vaso de café y con la otra el cigarro, del que salía un humo grisáceo que se ensortijaba y retorcía en medio de los dos. Los ojos claros y acuosos de Benesh seguían un anillo de humo, que al principio se elevó solo y, después, se unió a otro anillo y formó una nube encima del ajado flexo.

– ¿Cree que Yoram raptó a la niña? -preguntó Michael.

Sin apartar los ojos de la nube de humo, Efraim Benesh asintió con la cabeza.

– ¿Por qué cree que la raptó?

Efraim Benesh le miró sin decir nada.

– ¿Cree usted que la niña sabía algo sobre él? ¿Que esta libreta…? ¿Que hay en ella…?

Efraim Benesh bajó la mirada y tosió, pero siguió sin hablar.

– ¿Cree que él asesinó a Zahara Bashari? -preguntó Michael con naturalidad.

Una fuerte lluvia golpeaba la persiana de hierro.

Efraim Benesh cogió el vaso de cristal.

– Es nuestro fin -murmuró-: pensaba que conseguiríamos estar tranquilos, que se casaría y se iría de aquí, que… Pero Dios no quiere. Yo no soy religioso, señor Ohayon, quiero que sepa que no soy creyente, no quiero saber nada de Dios… Quien haya vivido el comunismo en Hungría no…, no… Los rusos mataron a toda mi familia, mi padre murió en un campo… Igual que los nazis, pero no se sabe… Pero ahora yo me pregunto: ¿qué más quiere de mí? ¿Qué es lo que no he hecho bien? ¿En qué he pecado? Sólo hemos tenido un hijo, mi mujer no podía… y tampoco quería, y le hemos dado todo, literalmente todo -las últimas palabras las dijo entre suspiros-. Y nosotros estamos aquí tomando café como si… -murmuró-, como si no pasase nada.

– ¿Cree usted que tenía relaciones con Zahara Bashari? -tanteo Michael-, ¿cree que él era el padre de su hijo?

– ¡Que si tenía relaciones! -dijo Efraim Benesh con tristeza-. Con él nunca se sabe. No cuenta nada. Nunca. Cuando era pequeño tampoco decía nunca nada. Sólo hablaba de…, con rodeos. Jamás entendí lo que pasaba de verdad. También cuando estaba en el colegio el profesor nos avisó: le pillaron. Él dijo…: nos contó historias…

– ¿En qué le pillaron en el colegio? -preguntó Michael.

– Él… -Efraim Benesh le miró confuso-. Qué importa eso ahora. Aunque tal vez usted tenga razón, tal vez sí que importe. Él… Había allí una niña; no sé qué pasó exactamente… Él cogió a una gata con sus crías y… delante de la niña las mató de una pedrada en la cabeza. La niña…, ella…, su madre… Habría que haberle llevado a un psicólogo, pero… eso no se volvió a repetir, o, mejor dicho, aprendió a ocultarlo. A no mostrar nada. Su madre no permitió que se mencionara ese asunto. No se volvió a hablar de eso nunca más. En casa me decía: «Qué quieres, es sólo un niño». Por tanto, me olvidé del asunto. Yo soy el culpable. Habría tenido que… -su voz se extinguió, miró con sorpresa el cigarro encendido y lo arrojó dentro del vaso de papel rosa.