– Señor Benesh -dijo Michael dirigiendo su silla hacia su interlocutor-, ¿dónde estuvo Yoram la noche en que Zahara Bashari fue asesinada? ¿Dónde estuvo realmente?
Efraim Benesh volvió a secarse la frente, después puso las manos en las rodillas y curvó la espalda.
– Fue a recoger a Michelle al aeropuerto -dijo Efraim Benesh-, eso nos dijo. Pensábamos que tenía que llegar a las dos de la madrugada; al final llegó a las seis de la mañana.
– Lo hemos comprobado -dijo Michael con delicadeza-, y no tenía que llegar en el vuelo de KLM, no estaba en la lista de pasajeros. Desde el principio estaba en la lista de pasajeros del vuelo de El-Al que llega a las cinco de la mañana.
– Sí -protestó el padre-, pero nosotros no lo sabíamos. Él dijo que… Usted ya sabe lo que dijo.
– Y aunque hubiese sido a las dos de la madrugada, supongamos que llegara a las dos de la madrugada; ¿cuándo salió de casa realmente?
– Pues por eso he venido… -dijo Efraim Benesh abatido-: quería decirle… No estaba en casa. Mi mujer piensa que yo dormía, y mi hijo piensa que voy a decir lo que me manden que diga, pero le voy a decir una cosa: no estaba dormido, no me tomé ninguna pastilla, y él no estaba en casa. No sé dónde estaba. Tiene coche y es independiente, y a mí no me cuenta nada porque no le pregunto. ¿Para qué preguntar? ¿Y si le preguntara me diría algo? Y si me dijera algo, no habría ni la más remota posibilidad de que fuera la verdad. Ésa es la verdad, señor Ohayon, Dios me perdone. ¿Qué habría hecho usted en mi lugar, señor Ohayon? ¿Qué habría hecho en mi lugar? Usted es una persona inteligente; dígame, ¿qué habría hecho usted?
– Verdaderamente su situación es muy difícil -murmuró Michael, y por un instante vio frente a sus ojos el rostro de su hijo. «Yo», le habría dicho a Efraim Benesh, «no podría estar en su lugar»; y de inmediato se reprendió a sí mismo por esa total certidumbre.
– Porque hay gente que diría -dijo Efraim Benesh-, incluso mi mujer, que haga lo que haga tu hijo, siempre será tu hijo.
– Usted no está renegando de Yoram, señor Benesh -le aseguró Michael-, eso son dos cosas distintas.
– Eso es -dijo Efraim Benesh-, eso he pensado yo. No estoy cortando ningún vínculo con él, pero no puedo protegerlo con mentiras; tendría que haberlo protegido hace mucho tiempo. Y no con mentiras. Pero no puedo hacer nada si él…, si se demuestra que él realmente… -su voz se extinguió y su mirada se empañó. La habitación estaba en silencio. Sólo la lluvia golpeaba con fuerza la persiana de hierro.
– ¿Y la tarde anterior a Sukkot? -preguntó Michael un buen rato después-. ¿Dónde estaba cuando la niña desapareció?
– A nosotros nos dijo que estaba con Michelle, que habían ido a Tel Aviv. Le estoy diciendo la verdad -murmuró Efraim Benesh-, eso dijo; pero después nos enteramos de que Michelle fue a ver a una amiga suya a un kibbutz cerca de Netania. He olvidado cómo… La llevó y le dijo que tenía que volver a resolver un asunto. Y al parecer, volvió aquí… No sabíamos ni que había vuelto… Yo… no quería pensar… Me tomé un somnífero. Una persona no puede estar todo el rato pensando cosas así, señor Ohayon, ¿me comprende? -Michael asintió, y pensó en la cara de la prometida, que ni siquiera pestañeó cuando declaró que Yoram Benesh había estado toda la noche con ella en el kibbutz Yakum. Se preguntó qué le habría dicho Yoram para que mintiera por él con tal desfachatez-. Una persona no puede… -continuó Efraim Benesh, y se calló atemorizado cuando chirrió el picaporte. Eli Bahar estaba en la entrada.
– Ven un momento -dijo Eli cuando Michael le lanzó una mirada interrogativa-. Sal un momento.
Michael dudó un instante, después se levantó, preguntándose si sería posible que Eli interrumpiera así la conversación con el padre de un sospechoso de asesinato por lo que había pasado antes entre ellos; y Eli, ante su mirada escudriñadora, dijo:
– Esto no puede esperar -Michael puso la mano en el hombro de Efraim Benesh.
– Un momento -le dijo, y salió rápidamente.
– Ya hay resultados -dijo Eli en un tono relajado, como si estuviera informando de una mejoría del tiempo, aunque en la ventana del pasillo en donde estaban aún golpeaba la lluvia-. Es lo que pensábamos. El niño era suyo.
– ¿De Yoram Benesh? -preguntó Michael-. ¿Seguro?
– Inequívoco -dijo Eli Bahar-. Ya he telefoneado a su madre: le he pedido que venga, pero ha dicho que no podía, que no se encontraba bien. Tenía una voz… como si ya supiera… Le he preguntado dónde estaba su hijo y ha dicho que estaba allí, en casa; pero estoy seguro de que estaba sola… Le he dicho que íbamos de camino hacia allí. No le he dicho que el padre está aquí, no quería… Tengo la sensación…
– Llevémosle con nosotros -sentenció Michael-; llevémosle ahora con nosotros, y allí, en la casa, cuando estén los tres juntos, ya se verá… Las cosas quedarán más claras -por un instante dudo si decirle a Eli algo sobre la confesión del padre, pero, en vez de hablar, abrió la puerta y se acercó a ese hombre grande que tenía los hombros caídos-. Vamos, señor Benesh -le dijo-, vamos a llevarle a casa, tenemos noticias no del todo…
– ¿Le ha pasado algo a mi mujer? -se asustó Efraim Benesh, y se levantó de la silla con los brazos abiertos-. No se encontraba muy bien por la noche: todas estas cosas, con su tensión y su problema de corazón, no… ¿Le ha pasado algo?
– Su mujer está bien -aseguró Michael-, pero tenemos el informe del laboratorio, y la situación, me temo, no es muy buena para ustedes.
– Es la prueba genética -dijo Efraim Benesh-. Era su hijo, ¿es eso?
Michael asintió y, sin hablar, los tres se fueron por el pasillo, Eli Bahar el primero, Efraim Benesh detrás y Michael en la retaguardia, mirándole la nuca rojiza y ancha por cuyos pliegues manaban gotas de sudor. Cuando llegaron al coche, Efraim Benesh parecía haber perdido el juicio; miró el edificio como si lo viera por primera vez, luego alzó la vista hacia la cúpula de la iglesia rusa y finalmente se hundió en el asiento de atrás y lanzó un profundo suspiro.
– Dios santo -murmuró Efraim Benesh, hundiéndose aún más en el asiento, cuando Eli Bahar arrancó el Toyota y dio marcha atrás haciendo que las ruedas chirriasen.
– Las ruedas tienen poco aire -dijo Eli-, recuérdame que las infle.
Capítulo 17
– Está cerrado. A lo mejor no está en casa -dijo Efraim Benesh sorprendido, y temblándole la mano sacó un manojo de llaves del bolsillo. Tocó con temor una de las llaves y, al final, la metió en la cerradura con decisión. Michael le siguió hasta el salón y, desde allí, a la cocina y al cuarto de baño, y, al tiempo que los pasos de Eli Bahar se alejaban hacia las demás habitaciones, vio cómo se esforzaba por controlar sus movimientos. Al otro extremo de la casa, justo cuando los dos vieron su reflejo en el espejo del armario del cuarto de baño, se oyó una voz.
– Aquí hay una habitación cerrada -gritó Eli Bahar, y rápidamente volvieron por el pasillo en penumbra.
– Es nuestro dormitorio -dijo Efraim Benesh con voz temblorosa-. Nunca lo cerramos con llave -apretó una y otra vez el picaporte, intentó abrir la puerta golpeando con el hombro y gritó atemorizado-: Clara, Clara, abre, Clara, soy yo, sólo yo -de la habitación no salía ningún ruido. Eli Bahar, después de mirar a Michael, sacó del bolsillo interior del anorak una navaja suiza.
– Yo la abro -dijo Eli en tono de advertencia, y Efraim Benesh le obedeció y retrocedió-. Abierto -dijo Eli Bahar poco después, y con cuidado dejó el embellecedor de bronce de la cerradura en el suelo. Sólo entonces se apartó y dejó que Efraim Benesh entrara. Entre su cuerpo y el umbral, a la luz de la lámpara de noche de al lado de la cama, Michael vio sólo unas piernas blancas y desnudas, balanceándose en el centro de la habitación; se iluminaban con la luz amarillenta y se oscurecían al llegar con repetidos balanceos casi hasta la vieja escalera de madera que estaba puesta allí. El gran cuerpo de Efraim Benesh, que cayó hacia atrás y se desplomó en sus brazos, le impidió levantar la cabeza hacia el alto techo y hacia la sombra que se movía de un lado a otro.