Michael dejó a Efraim Benesh en la alfombra floreada y dudó si hacerle volver en sí o no.
– Sujeta las patas de la escalera, es muy endeble -le dijo Eli.
Sólo después de cargar todo el peso de su cuerpo contra la escalera, alzó la vista y, mientras Eli subía rápidamente por los peldaños chirriantes, vio el gancho de hierro clavado en el centro del techo -también en su casa nueva había uno que, si no se usaba, como decía Linda, para colgar lámparas o para secar ristras de ajos y guindillas, se usaría sin duda para colgar grandes pedazos de carne después de la matanza- y la cuerda sintética de tender la ropa atada a él, blanca y brillante, y después vio el tono amoratado del rostro de Clara Benesh y la lengua rosada que le salía de la boca.
– Ayúdame a bajarla -protestó Eli Bahar desde lo alto de la escalera, que se tambaleó cuando cortó la cuerda y cogió el cadáver en brazos-, pesa como… -resopló cuando Michael la agarró por las piernas-, pesa como un muerto… ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que la hemos llamado hasta ahora? -murmuró mientras dejaba el cadáver sobre la colcha rosa, encima de la cama. No estaba fría como otros cadáveres y, de no ser por la cara azulada y crispada, los ojos abiertos y penetrantes con expresión de pánico y el cuello roto, hasta se podría haber pensado por un instante que estaba viva. Antes de que le entrasen náuseas Michael miró hacia un lado, lo hizo incluso antes de poder imaginar, como se había imaginado otras veces en situaciones parecidas, qué aspecto tendría él si se hubiese colgado así de un gancho de hierro.
– Mira cómo lo ha ordenado todo. No ha podido ser por mi llamada de teléfono, lo tenía planeado de antes -dijo Eli Bahar, que se puso a examinar la habitación mientras Michael descolgaba el teléfono y pedía una ambulancia-. Una cosa así no se hace de repente -dijo Eli-; esto necesita preparativos -y, mientras se inclinaba otra vez sobre la cama, intentando descubrir con desesperada insistencia algún indicio de pulso en las manos y en el cuello de la señora Benesh, Michael cogió del cinturón de Eli el móvil y pidió que enviaran también el furgón del laboratorio de criminalística.
– Demasiado tarde -murmuró Eli, y dejó caer también la mano izquierda de Clara Benesh-, ha pasado una media hora desde que hablé con ella, puede que más. Al parecer justo después fue y… No parece que haya ninguna carta, ninguna nota, nada -se lamentó, mirando a su alrededor.
Michael se arrodilló al lado de Efraim Benesh y le dio unas palmadas en las mejillas.
– Señor Benesh, señor Benesh, Efraim, Efraim -dijo Michael, mientras Bahar rodeaba la cama de matrimonio e inspeccionaba la cómoda que había al lado. De un pequeño joyero que había encima cogió un collar de perlas blancas que estaba enroscado como una serpiente, con el broche de oro hacia arriba, y sólo entonces vio el libro que estaba al lado del joyero.
– No sé en qué idioma está, a lo mejor es alemán -dudó Eli, y lo hojeó-. Pero dentro tampoco hay ninguna nota -alumbrado por la luz de la lámpara de noche abrió cajones, miró debajo de la cama y, cuando Efraim Benesh abrió los ojos y miró desconcertado los de Michael, Eli ya había abierto una tras otra las chirriantes puertas del gran armario empotrado, todas ellas adornadas con un fino marco dorado.
Michael abrió las contraventanas. Una luz pálida penetró por el ventanal, que tenía los cristales manchados de gotas de barro a causa de la lluvia, y al hacerlo aclaró el vestido negro que se había puesto Clara Benesh antes de subirse a la escalera y atar la cuerda de la ropa al gancho de hierro.
– Voy a traer agua -le dijo Michael a Efraim Benesh, que aún estaba tendido sobre la alfombra a los pies de la cama de matrimonio con los flecos de satén rosa de la colcha dándole en la frente.
La cocina estaba ordenada y en silencio, como si no hubiera pasado nada; en la encimera de mármol, sobre un paño muy blanco extendido junto al fregadero, había vasos con el interior húmedo todavía: era evidente que se habían fregado hacía poco. Después de observarlos, llenó uno con agua del grifo; pero, tras pensarlo mejor, llenó otro más y llevó los dos junto con el paño húmedo al dormitorio. Allí, a los pies de la cama, se volvió a agachar, metió la punta del paño en el agua y humedeció con él las mejillas de Efraim Benesh. Como no se movía, dobló bien el paño y se lo puso en la frente, miró cómo chorreaban las gotas hacia sus grandes orejas y después hasta el suelo de cerámica blanca. Se preguntó cómo sería el suelo original y de inmediato intentó apartar ese pensamiento de su cabeza, sin conseguirlo; entonces oyó la voz de Efraim Benesh, que se había llevado la mano a la frente:
– Si hubiera estado en casa esto no habría sucedido. Esto no habría sucedido -con un movimiento cansino se pasó el paño por la frente y entornó los ojos-. ¿No se puede hacer nada? ¿Está muerta?
Michael asintió, entonces Efraim Benesh abrió sus pequeños ojos claros de par en par y los clavó, llorosos y llenos de espanto, en el rostro de Michael, que le acercó el otro vaso de agua a la boca y le sujetó la cabeza por detrás.
– Beba, señor Benesh, enseguida vendrá el médico -dijo Michael. Después de dar unos tragos, Efraim Benesh se sentó, se agarró a la cama e intentó levantarse-. Quédese sentado un rato más. Poco a poco -le previno Michael, y vio por el rabillo del ojo cómo Eli sacaba los cajones del armario empotrado, que también estaban adornados con un fino borde dorado-. Creíamos que íbamos a encontrar a Yoram en casa -le recordó.
Efraim Benesh se apoyó en la cama con las piernas extendidas hacia delante.
– Tienen que estar en su habitación, Michelle y él -dijo Efraim Benesh con un hilo de voz, giró ligeramente la cabeza hacia atrás y, al ver los pies desnudos, se tapó la cara con las manos-. Pero a lo mejor han salido un momento, parece que no hay nadie en casa… -y de pronto dejó de hablar, dejó de respirar y se levantó de golpe, agarrándose a la cama-. Hay que mirar en la habitación de Yoram -dijo con voz ronca-, quién sabe lo que… -y salió rápidamente del dormitorio. Michael le siguió hasta el otro extremo del pasillo y se quedó a su lado mientras abría la puerta de la habitación de su hijo y se detenía en el umbral. Miró a su alrededor y, sin ningún matiz especial en la voz, se volvió hacia Michael y dijo-: No están aquí.
– ¿Dónde cree usted que estarán? -preguntó Michael echando un vistazo a la habitación vacía. También ahí había un gran armario empotrado, y las tres puertas estaban abiertas de par en par. En un cajón vacío quedaba sólo un calcetín de non. Efraim Benesh miró la franja roja del borde y se llevó la mano al pecho.
– Ha visto que la libreta no estaba. Ha comprendido -murmuró Efraim Benesh.
En el suelo, a los pies del armario, y también en la cama deshecha y en la alfombrilla había un montón de ropa y otros objetos.
– No están aquí -repitió Efraim Benesh, y en esa ocasión la frase iba acompañada de un tono de alivio, aunque aún tenía las manos sobre el pecho.
– Parece como si alguien lo hubiera empaquetado todo y se hubiese ido -dijo Michael.
– La maleta grande de Michelle no está aquí -corroboró Efraim Benesh, y suspiró mostrando el alivio que sentía.
– ¿Tenían previsto irse a algún sitio? -preguntó Michael-. Creía que habíamos quedado en que Yoram no saliera de casa -le recordó al padre, que aún estaba en la entrada, apoyado en el marco de la puerta.
– No me ha consultado y no me ha contado nada -dijo Efraim Benesh-. Ya se lo he dicho antes, Yoram hace lo que quiere. Y ahora hay que… Cuando su madre… -un escalofrío le recorrió los hombros, por un instante Michael temió que volviera a desplomarse, pero sólo se tambaleó-. Se ha puesto un vestido para hacer esto -susurró Efraim Benesh-, y se ha quitado la cadena -arrastrando los pies entró en la habitación de su hijo, se dejó caer todo lo grande que era sobre el futón y se tapó la cara con la almohada-. No dejó traslucir nada -dijo, dirigiendo sus palabras a la esquina del colchón-, nada: ayer por la noche estaba como siempre, no quería oír lo que tenía que decirle… Pensé que de verdad no sabía nada, no creí… Al parecer se despertó y se dio cuenta de dónde estaba yo. Siempre había dicho que si le pasaba algo a Yoram… ella… No me dijo nada -murmuró, después se incorporó-. La gente deja… ¿Me ha dejado algo? ¿Han encontrado alguna carta? Le ha dejado algo a…