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Si no hubiese sido por lo que le había pasado en los últimos días, tal vez habría sonreído al ver los ojos cerrados de la niña -cerrados con fuerza, con tanta fuerza que tenía una pequeña arruga entre las cejas- y sus labios metidos dentro de la boca. Estaba tumbada de espaldas, sin moverse, aunque no le cabía duda de que oía todo lo que pasaba a su alrededor; sabía que había oído protestar a su madre cuando le pidió que saliera de la habitación y también el comentario pesimista del psiquiatra -«Se puede llevar el caballo al agua, pero no se le puede obligar a beber. Es un dicho inglés, pero el sentido más o menos es ese»-, e incluso el roce de las piernas de Peter Obarian alrededor de la cama mientras murmuraba: She has really gone through hell. Cuando se quedó solo en la habitación, se sentó al borde de la cama, cerca de las piernas de Nesia, se cruzó de brazos y esperó.

Si le hubieran preguntado a qué estaba esperando, se habría encogido de hombros y habría dicho: «Un momento de inspiración». Pero la verdad es que tenía la esperanza de que esa niña, debido a su enorme curiosidad, quisiera saber quién estaba sentado en su cama, abriera los ojos y le mirara. La aguja más larga del reloj de pared dio una vuelta completa y después otra, y no sólo no abrió los ojos, sino que apretó aún más los labios y, por un instante, se mordió el labio inferior como proclamando: «Es imposible», o: «Nada va a conseguir abrirme». Michael observó esa cara pecosa y pálida que había perdido toda su carnosidad y que se veía tan herida, observó también el cabello moreno y rizado que rodeaba como una aureola la cara. Sin estar ya aprisionada por un elástico, la cara de repente aparecía fina y delicada; vio hebras doradas en esos rizos; y también vio su mano, tendida junto al cuerpo inerte, como si acabara de desprenderse de una capa de piel y se hubiese renovado. Y se dijo a sí mismo que esa crisis, por la que estaba tendida de espaldas y aislada del mundo, había producido en ella un cambio y le había conferido a su cara, y tal vez también a su cuerpo, una dulzura vulnerable que antes no tenía. Miró un libro grande que estaba encima de la cama, a su lado -Peter lo había dejado ahí antes de salir-, abrió la cubierta desgastada y leyó las onduladas letras doradas: Cuentos para niños de Shakespeare, en inglés. (Cada noche, antes de que apagaran las luces, Peter se los leía a Nesia para que recobrara la conciencia, y eso, o las canciones que le canturreaba, y sobre todo la constancia de su voz, es posible que hubiera dado resultado; lo que más doblega la voluntad de las personas que se niegan a estar en el mundo es una voz melodiosa y una dedicación en las que se perciben atención y amor.) Si Nesia hubiera sido una niña pequeña le habría contado el cuento del patito feo, pero, después de todo lo que había visto y de haber recibido tantos golpes, no necesitaba cuentos, y menos cuentos con moraleja.

– ¿Por qué no quiere abrir los ojos? -le preguntó al psiquiatra antes de que entraran en la habitación.

– No tengo suficientes datos -contestó el psiquiatra-. La madre no lo sabe explicar muy bien. Pero es una posible reacción al trauma por el que ha pasado: las personas tienen miedo de estar conscientes.

– Pero ella está consciente, al menos semiconsciente -afirmó Michael-. Hasta un idiota como yo puede darse cuenta de eso; por tanto no tiene miedo de eso.

– Sí -corroboró el psiquiatra sin ningún entusiasmo-, pero no podemos saber qué es lo que recuerda y qué es lo que le atemoriza.

Michael le miró los labios resecos -su madre le había dicho antes de salir que se los humedeciera con un bastoncillo envuelto en una gasa, pero se había distraído- y los párpados apretados, que temblaban de vez en cuando, y se preguntó cómo podría hacerla reaccionar.

– Le hemos cogido -dijo al final, en el tono en el que se le habla a las personas mayores. Nadie le había hablado así antes-; le hemos cogido y ya no podrá hacerle nada a nadie.

Le pareció ver un ligero movimiento, como un encogimiento de hombros frustrado.

– Ni siquiera sabes con quién estás hablando -dijo Michael-. Soy el superintendente Michael Ohayon, hablamos una vez en la calle y sé que te acuerdas de mí. Soy el policía que te pidió que le dijeras lo que sabías, todo lo que pudiera ayudar en la investigación, y tú no dijiste nada. Pero, de todos modos, nos has ayudado, sin hablar. La pena es que hayas tenido que arriesgarte tanto y que te hayan hecho daño -los dientes superiores taparon el labio inferior, pero salvo eso nada demostraba que le estuviera escuchando-. Quiero decirte una cosa -dijo al final-, pero primero voy a cerrar la puerta con llave, porque es algo entre nosotros, es un gran secreto y no quiero que nadie excepto tú y yo lo sepa -esto último lo dijo mientras se levantaba y, haciendo mucho ruido, se dirigía a la puerta y la cerraba. Acto seguido se dio la vuelta y pudo ver los ojos un momento antes de que los párpados volvieran a cerrarse con fuerza. Nesia respiró de forma rítmica y rápida y apretó los labios. Él volvió a sentarse en la cama más cerca de su cabeza y le habló despacio y al oído.

Había niños, le dijo Michael, a los que les faltaban cosas, que tenían la sensación de que nadie en el mundo los quería. Y estaban seguros, esos niños, de que eran feos, tontos y repugnantes, y se hacían, continuó diciéndole, un mundo privado, sólo para ellos, un mundo secreto con cosas bonitas. A veces también se hacían un escondite, sólo para ellos, y llevaban allí cosas. No siempre podían conseguir esas cosas con facilidad, pero tenían sus tácticas, toda clase de tácticas, y ahí se detuvo y preguntó si sabía por qué tenían tácticas.

Aunque Nesia no se movió, él sabía, por un ligero movimiento de su cabeza, que estaba escuchando y que entendía cada palabra. Tenían tácticas, explicó Michael cruzándose de brazos, porque no eran nada tontos, a lo mejor eran más listos que todos los demás niños. Y por eso sabían, esos niños que eran extraordinarios, cómo conseguir las cosas bonitas que tenían que ser suyas, para el bonito mundo secreto que habían inventado. Esos niños no sólo eran imaginativos, sino también hábiles. Ser hábil, explicó, era encontrar la forma adecuada, especial, de hacer algo. Y estaba claro que esos niños eran especiales y extraordinarios, porque ya se sabe que no todo el mundo puede hacer realidad sus fantasías. La miró y dijo también:

– Hay muy poca gente que conozca la verdad de esos niños, muy, muy poca. Pero tenemos suerte, yo soy uno de esos pocos -y entonces se calló.

Si la niña de verdad estaba consciente, y aunque estuviera semiconsciente, estaría ardiendo de curiosidad. Estaría ardiendo pero, muy precavida, no abriría los ojos hasta no estar segura de lo que él sabía y de que lo que sabía no le iba a causar humillación y vergüenza. Porque la humillación y la vergüenza la atemorizaban más que un castigo normal. Abriría los ojos sólo si se le aseguraba indirectamente, con alusiones, que nunca más se la humillaría. Nadie volvería a humillar a Nesia, bastante se había humillado ya a sí misma.

Entonces le dijo que si tuviera la oportunidad de encontrarse a un niño así o a una niña, y sobre todo a una niña que supiera observar y recordar todo lo que veía y oía, y encima comprendiera el significado de las cosas, haría todo lo posible porque ese niño, «o esa niña», se apresuró a añadir, hablara con él, y tendría con él una relación de amistad como -y ahí dudó un instante- «como la que tú tienes con Peter». Alguien intentó abrir la puerta pero desistió. Michael observó los pequeños dedos que tamborilearon una vez sobre la sábana, y no sabía si le estaba indicando que siguiera hablando o estaba protestando por la comparación con Peter; a pesar de todo se arriesgó y dijo que si llegara a sus manos por casualidad el tesoro de un niño así, o una niña, reunido en secreto, no se lo enseñaría a nadie, y tampoco hablaría de eso, no le diría ni una palabra a nadie -eso dijo, y los pequeños dedos de Nesia se agitaron-, y aunque hubiera algo que pudiera ayudar a resolver un asesinato, ni siquiera en ese caso se le pasaría por la cabeza compartir ese secreto con nadie.