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– ¿De quién es esta habitación? -preguntó Aarón.

– De Dave -respondió Osnat-. No lo conoces. Un soltero de mediana edad. Un voluntario de Canadá al que hemos aceptado como miembro hace un año. Ahora lo hemos mandado a un seminario en Guivat Aviva.

– ¿Para que encuentre mujer? -dijo Aarón riéndose.

– No tiene gracia. ¿Te parece divertido vivir aquí solo?

– Seguramente será mejor que vivir solo en la ciudad.

– No estaría yo tan segura -replicó Osnat fríamente mientras dejaba las sábanas limpias y almidonadas sobre la cama individual y empezaba a desdoblarlas. Luego se sentó al borde de la cama y entornó los ojos mientras pasaba lentamente las hojas de un libro que había allí.

– Gurdjieff -leyó Aarón torpemente-. ¿De qué trata? -preguntó, tomando asiento a su lado.

– No lo sé, de algo místico. Una vez Dave trató de explicármelo, e incluso me dejó algo para leer, pero ese tipo de cosas no se me dan bien.

– ¿Es uno de esos tipos que están intentando encontrarse a sí mismos? -dijo Aarón sonriendo. Osnat se encogió de hombros-. Quiero preguntarte algo -se sorprendió diciéndole-, ¿querías a Miriam de verdad?

Osnat se tomó su tiempo para responder.

– Más o menos -dijo por fin-. Quiero más a Srulke. Miriam no era nada especial…

– Pero se portó bien con nosotros cuando éramos pequeños protestó Aarón.

– ¿Qué quieres decir con eso? -le espetó Osnat-. ¿Que le pidieron que acogiera a dos niños forasteros y ella aceptó cuidar de ellos? ¿Qué le veías de bueno? No se podía hablar de nada con ella, y siempre prestaba mayor atención a Moish y a Shula que a nosotros. Y aunque la gente decía que era una mujer cariñosa… ¿te besó alguna vez?

Tras un silencio, Aarón reconoció:

– No lo recuerdo.

– ¿Ves? -dijo Osnat-. Si te hubiera besado, lo recordarías. Además, a mí siempre me dio la sensación de que me tenía miedo.

– ¿Sabes una cosa?, hace pocos años que he empezado a darme cuenta de lo mal que lo pasé. Supongo que tú también debías de pasarlo mal. Nunca hablábamos de eso.

– Hablar no era tu punto fuerte en aquellos tiempos -dijo Osnat, y se puso en pie para colocar una manta de lana en la cama.

– ¿Y es el punto fuerte de Yuvik?

Aarón percibió la amargura de su voz. Osnat no le respondió. Él se quedó mirando sus rizos rubios recogidos con una goma en una especie de moño que dejaba bien al descubierto su bello rostro, sin maquillaje, ancho como el de una campesina eslava, con unos labios gruesos y bien perfilados. Los defectos se hacían evidentes al examinar las facciones una a una: nariz demasiado puntiaguda, pómulos excesivamente anchos, ojos empañados, manchitas sobre la piel oscura; pero, en conjunto, el rostro poseía una belleza salvaje y sensual que no compaginaba con la expresión severa que había adoptado Osnat mientras se concentraba en hacer la cama.

– ¿Cómo se vive siendo la mujer de Yuvik, el semental del kibbutz? -preguntó con una crudeza que a él mismo le sorprendió.

Osnat lo miró con gesto de rabia y tristeza, mordiéndose los labios, y al cabo dijo:

– ¿Quieres dejarlo ya, por favor?

Aarón estaba avergonzado, confuso.

– Lo siento -dijo-. Te pido disculpas, me ha salido sin pensarlo. Nunca hemos hablado de eso. Pero me interesa mucho saber cómo estás.

Osnat le dirigió una mirada seria, las comisuras de su boca se estiraron, volvió a entornar los ojos y dijo:

– Bien, estoy bien. Ahora mismo, muy metida en mis estudios.

Sin saber por qué, Aarón tuvo la impresión de que ella no se resistiría si la atraía hacia sí. De pronto lo invadió un hondo sentimiento de soledad y aflicción y, tomándole la mano, entrelazó los dedos con los suyos; cuando volvió la cara hacia él vio su habitual expresión de seriedad, esa con la que pretendía ocultar toda señal de pena o desamparo, era la expresión que siempre lo había conmovido, la que le decía que Osnat era su compañera de fatigas. Sus manos unidas, posadas sobre los pantalones grises de lana que Aarón se había comprado en Londres durante su último viaje al extranjero, se convirtieron en dos manitas cubiertas de rasguños tras una larga jornada de vendimia. Aarón se vio como un niño y a Osnat como una niña, sentados en una cama de la casa de los niños, y recordó cuánto había anhelado tocar la manita de Osnat. Era una imagen del año de su bar mitzvá [6], de unos meses antes de que oyeran por casualidad la fatídica conversación entre Alex y Riva. Hasta aquella noche, nunca había osado tocar a Osnat.

Poco a poco empezaron a entrelazar frases que comenzaban por «¿Te acuerdas de…?», y durante largo rato revivieron sus tiempos de soledad y animosidad contra los compañeros de su edad y contra el kibbutz en general. Y llegó un momento en que a Aarón le resultó lo más natural decir sin sonrojo: «Entonces ni siquiera yo sabía cuánto te deseaba»; a lo que Osnat replicó titubeante: «Pero yo no podía. No sé si quería o no quería, pero no podía». Y como quien toma lo que en justicia le corresponde, sintiéndose más seguro de sí mismo que nunca en su vida, Aarón la atrajo hacia sí y la estrechó entre sus brazos, y lo que antes parecía imposible se volvió natural e inevitable aquella noche, después del entierro de Miriam.

A las dos de la mañana Osnat se levantó de la cama y se vistió silenciosa, a toda prisa. No prestó atención a la indecisa sonrisa de Aarón, y cuando ya estaba en la puerta y él le preguntó si podían volver a verse, ella respondió:

– ¿Para qué? ¿Adónde podría llevarnos esto? Así no.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Aarón; se incorporó y se cubrió con la manta de lana, áspera y desagradable al tacto.

– Quiero decir que no quiero verte en estas condiciones.

– Pero vas a ir a estudiar a Tel Aviv, estarás en la ciudad y…

– No quiero -le atajó Osnat con sequedad-. Si vienes al kibbutz, nos veremos, si no, no nos veremos.

Aarón suspiró y la miró en silencio.

– Y no vayas a pensar que suelo hacer este tipo de cosas -añadió Osnat.

– Vamos, no te lo tomes así -protestó él con impaciencia-. No soy un desconocido.

– No -dijo Osnat, entornando los ojos con hostil gesto de desconfianza-. Quiero que sepas que va en contra de mis principios. No tengo la menor intención de volver a hacerlo. No sé qué me ha podido pasar. He perdido la cabeza.

– Tengo entendido que Yuvik no tiene una moral tan elevada como la tuya. Hoy mismo he oído un comentario sobre él y una volun…

Osnat lo interrumpió en un tono contenido que subrayaba su enfado:

– Yuvik y yo no somos iguales -y, antes de salir pegando un portazo, se volvió hacia Aarón y añadió-: Y tú deberías estar avergonzado.

Aquella escena era la repetición de una pelea que habían tenido muchos años y a la que ninguno de los dos había hecho nunca alusión. Ni siquiera durante la sesión de confidencias que acabó llevándolos a hacer el amor. Antes de que se iniciara la relación de Osnat con Yuvik, una noche se habían enzarzado en una acalorada disputa cuando él le confesó que quería marcharse del kibbutz. Aarón no había olvidado que Osnat le acusó de ser un oportunista y un aventurero; ella era libre, libre de verdad, precisamente porque, a diferencia de él, no anhelaba la engañosa libertad ni las mezquinas aventuras del mundo exterior; sólo la vida en el kibbutz podía ofrecer una libertad verdadera, arropada por la comunidad.

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[6] Ceremonia en la que los varones judíos se incorporan a la comunidad religiosa a la edad de trece años y asumen todas las obligaciones de un creyente adulto. (N. de la T.)