Выбрать главу

– Estás hablando como si tuvieras setenta años… ¡es que no te das cuenta! -recordaba haberle dicho.

– Claro que me doy cuenta. ¡El que no se da cuenta de nada eres tú! -le había replicado ella a voz en cuello.

Ahora Osnat iba a la cabeza del cortejo fúnebre, junto a Havaleh, Moish y la hermana de éste, Shula, venida de Beer Sheva con su marido y sus hijos para el entierro. A diferencia de Aarón, Osnat siempre había sentido que el kibbutz era su casa y, hasta el día de hoy, Aarón no había comprendido cuánto la envidiaba. Osnat nunca le había inspirado celos, ni siquiera cuando le daba la impresión de que Miriam la quería más que a él (que Srulke la quería más a ella era un hecho).

A la cola del cortejo, Aarón, lejos de Moish, Havaleh y Ronit, oía a Fania, del taller de costura, hablando para sí. No distinguía las palabras, pero sí el tono: cruel y rencoroso, al borde del ataque de nervios; era el tono en que se dicen las mayores barbaridades cuando estás decidido a librarte de la carga de amargura acumulada durante años y no te importa envenenar todo lo que te rodea. Palabras funestas que emponzoñan el espíritu y nunca logran olvidarse, como después le diría Dvorka a Fania. Pero, de momento, no había manera de detenerla. Aarón advirtió la emoción que brillaba en los ojos de Bruria, de la lavandería, como si se oliera una escena sensacional, y vio los gestos asustados de Shmiel y Relia, de la sección avícola. Todo el mundo se detuvo pese a que el cortejo aún no había entrado en el cementerio. En el aire flotaba la amenaza de un sacrilegio inminente.

Cuando reanudaron la marcha, ya cerca de la sepultura, Aarón alcanzó a entender los alaridos de Fania:

– Supongo que ahora estarás satisfecha. Lo has matado con mis ideas, con tu bonita palabrería sobre la calidad de vida, las residencias de ancianos y con eso de que los niños duerman con su familia.

– ¡Shh! -chistó una voz.

Y Fania replicó chillando:

– ¡No voy a callarme, nadie me va a tapar la boca! La culpa de todo la tiene la idea de que los niños duerman con sus padres y la de montar una residencia de ancianos, porque no podéis soportar que las cosas sigan siendo como eran antes.

– ¿Dónde está su hermana, dónde está Cuta? -susurró alguien.

– No ha venido. No asiste a los entierros -respondieron.

Al cabo, Osnat se acercó a Fania y la cogió del brazo. Aarón estaba perplejo. Nunca había oído frases tan largas en boca de Fania, que siempre mascullaba medias palabras, sílabas entrecortadas. Nadie prestaba atención a los sonidos ofendidos que emitía en las sijot. Y también era la primera vez que Fania insultaba a alguien. En pie junto a la sepultura abierta, Aarón pensó que Fania se salía por completo del molde de la típica modista de kibbutz. El taller de costura de este kibbutz distaba mucho de ser un semillero de chismorreos. Fania tenía atemorizadas a todas las costureras. Y así como nunca decía nada malo de sus compañeros del kibbutz, tampoco decía nunca nada bueno. Fania era una modista excelente. Todos se hacían lenguas de su toque mágico. Aarón había oído comentar a Relia que Fania «hacía portentos con las tijeras».

Una imagen le acudió a la mente: era un día de fiesta, Ronit y Osnat estaban junto a la puerta de la habitación y Miriam exclamaba admirada:

– Hay que ver las maravillas que hace Fania, cómo piensa en todos los detalles, cómo saca partido de la telas, y ¡qué idea tan original ha sido vestir a vuestra clase con esa tela roja de cuadros! Niñas, ¿a que son bonitos los vestidos?

Y Osnat, recordaba Aarón, respondió con las manos en los bolsillos:

– Sólo ha hecho dos modelos.

– Pero ¿qué querías? ¿Que hiciera doce? -Miriam rió de buen humor-. Ahí está la gracia, en que haya conseguido hacer dos modelos que le sientan bien a todo el mundo, que hacen resaltar lo mejor de cada persona -y al advertir que Osnat fruncía los labios, añadió con la benevolencia simplona que caracterizaba sus relaciones con el mundo en general-. ¿Qué más da? A tu edad se está guapa se lleve lo que se lleve.

Y Aarón, que había estado hojeando el suplemento infantil de Al Hamishmar en un rincón del cuarto sin perderse una palabra, recordaba muy bien cómo la niña se tragó su desilusión y respondió en un tono digno y comedido:

– Dvorka dice algo más, según ella nuestra belleza interior reluce incluso cuando llevamos ropa de trabajo.

Y aun sin comprender del todo lo que sucedía, Aarón notó que el auténtico significado de las palabras de Osnat no había calado en Miriam cuando ésta asintió vigorosamente y exclamó:

– ¡Tiene razón, cuánta razón tiene Dvorka!

La cólera que encerraban las palabras aparentemente inocentes de Osnat le había pasado totalmente inadvertida.

Qué habría dicho Miriam, se preguntaba ahora Aarón, si hubiera sabido que la sección más rentable de la economía del kibbutz llegaría a ser una fábrica de cosméticos confeccionados a base de cactus plantados en el huerto de donde se habían arrancado los ciruelos. ¿Y Dvorka qué opinaría?; Aarón casi sonrió abiertamente pensando en la filosofía de la vida de Dvorka y en sus sermones sobre la simplicidad. Ahora toda aquella prosperidad que había visto en la ceremonia y en el banquete de la víspera se basaba en una fábrica de cosméticos que exportaba sus productos al mundo entero. ¿Dónde había quedado la belleza interior de Dvorka? ¿Y cómo se sentían las mujeres de la generación de los fundadores, que a la edad de Osnat ya tenían el cutis estragado por la exposición a la intemperie, cómo se sentían al ver a las mujeres de la generación intermedia, quienes, en su mayor parte, estaban tan tersas y lozanas como si no hubieran trabajado en los campos ni un solo día?

La noche anterior, durante la cena, Moish le había contado que a Fania se le hacía muy cuesta arriba aceptar la decadencia del taller de costura fundado por ella. La fábrica de cosméticos lo había relegado a un segundo plano y Fania se resistía a introducir cambios. Cuando Moish le propuso convertir el taller en una fábrica moderna, trayendo expertos y cortadores profesionales, y prometiéndole que ella la dirigiría, Fania se puso hecha una furia y montó una pataleta que paralizó todo el kibbutz, con lo que el proyecto se archivó.

Moish también le había contado que cuanto mayor se hacía Fania, más atrevidos y futuristas se volvían sus diseños, más difíciles de convertir en patrones, y más costaba imaginar quién querría lucir tales modelos.

– Escotes pronunciadísimos -había comentado Moish abochornado-, cosas increíbles. Yo no entiendo nada de ropa de mujer, pero la gente lo comenta, y Havaleh me lo ha dicho.

Al final se habían visto obligados a encargar patrones fuera, y ahora muchas mujeres preferían comprarse la ropa en otro lado, con lo que el taller de costura se había centrado en la confección de ropa de trabajo y trajes para los niños.

– E incluso en ese terreno diseña cosas estrambóticas, Dios sabe de dónde saca las ideas. Por ejemplo -había dicho Moish riendo-, diseñó un traje de safari blanco para el bar mitzvá de los niños, como si quisiera convertirlos en pequeños aristócratas ingleses de las colonias, no sabíamos cómo salir del atolladero -otra vez serio, había añadido casi en un susurro-: No ha logrado adaptarse a los cambios, a la producción en masa. Y además es imposible engañarla. Cuando quise ponerla al frente de una especie de boutique de alta costura, no pasó por el aro. Y, después, cuando le propusimos montar una fábrica de muñecas, no sabes qué escena nos hizo. Personalmente, opino que no está en sus cabales.