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Osnat pasó el brazo por los hombros de Fania y los retazos de frases y palabras entrecortadas dieron paso por un instante al sonido ahogado de sollozos. Luego Fania se liberó del cariñoso abrazo de Osnat y empezó a repetir sin pausa:

– Una residencia de ancianos, una residencia de ancianos. Queréis meternos en una residencia, por eso ha muerto Srulke. ¿Qué os habéis creído, que después de haceros el trabajo sucio nos podéis quitar de en medio? Esquimales… salvajes… bárbaros… -y una vez más comenzaron los murmullos ininteligibles.

El cortejo continuó adelante pese a que mucha gente se arracimaba en torno a Fania, queriendo tranquilizarla no sin aprensión y vacilaciones, porque el número azul tatuado en su brazo les hacía rehuir su contacto. Y es que todo el mundo tenía miedo de Fania y de su hermana, aunque Guta no resultaba tan terrorífica, y a veces incluso reía y contaba anécdotas. De pequeño, las dos hermanas inspiraban pánico a Aarón, cuya mirada siempre acababa por posarse en el tatuaje azul de sus brazos, y entonces le daba la sensación de que lo tenían todo permitido, de que cualquier cosa se les disculparía.

A pesar de todo, ambas mujeres eran un verdadero modelo de la ética laboral del kibbutz: nadie negaba su capacidad de trabajo. En una ocasión, cuando estaba en el duodécimo curso, a Aarón le tocó trabajar junto a Guta en la campaña de recolección de melocotones. Guta trabajaba como una posesa, sin detenerse un solo minuto, y las cajas que tenía al lado se iban llenando a velocidad vertiginosa. Era la segunda cosecha del año y las ramas se doblaban por el peso de las rosadas frutas. La recolección se hacía a primera hora de la mañana, antes de que apretase el calor, y, al concluir, todos iban a desayunar al comedor, donde Aarón tampoco conseguía desviar la vista de Guta. Lenta y metódicamente, ensimismada, con el mismo gesto de concentración con que había recogido la fruta, Guta devoró hasta la última migaja de su plato lleno a rebosar. Aarón sintió miedo.

«¿Qué esperabas después de todo por lo que han tenido que pasar?», decía Miriam cada vez que alguien se quejaba de que Guta les había hecho trabajar sin reposo en la vaquería y sin que nada de lo que hacían le pareciese bien. Las vacas lecheras de Guta tenían fama en todo el Néguev. En las piezas cómicas que escribía para las celebraciones del kibbutz, Yoopie solía bromear sobre la relación de Guta con sus vacas, a las que distinguía por su nombre y personalidad. Pero, en privado, la gente decía sin bromear que Guta quería más a sus vacas que a sus hijos, a los que nunca acostaba sin antes haber ido a inspeccionar el establo para ver cómo iba el ordeño. Una mañana Aarón se había quedado dormido y había llegado tarde a su turno, jadeante y muerto de miedo. Guta no había pronunciado una palabra, y ni siquiera había levantado la vista del cubo sobre el que estaba inclinada, pero cuando Aarón fue a buscar heno, le dijo:

– No te preocupes, ya he ido a buscarlo yo. ¿Crees que tengo todo el tiempo del mundo para esperarte hasta que decidas llegar?

Fania era peor que Guta y Aarón la temía aún más. Hacer el turno de cocina con ella siempre era un infierno. Nunca te hablaba, limitándose a mascullar crípticamente, y trabajaba como una lunática, sin tomarse el menor respiro. Cuando la gente terminaba de desayunar y una vez que habían fregado el suelo del comedor, quienes estaban de turno de cocina al fin podían sentarse a tomar café. Fania nunca se unía a ellos, pues siempre encontraba alguna tarea por hacer, como restregar y sacar brillo a un oscuro rincón, y mientras trabajaba profería sonidos intimidantes con los dientes apretados. En el comedor se organizaba entonces un guirigay, pues todos alzaban la voz para ahogar los gruñidos en yidish lanzados por Fania a la vez que frotaba los marcos de las ventanas.

Al igual que su hermana, Fania tenía dos hijos. La hija, que se había marchado a vivir a Haifa, iba de visita al kibbutz raras veces, casi siempre en vacaciones, acompañada de su marido y sus hijos. En esas ocasiones Fania reventaba de orgullo y, cuando llevaba al comedor a su familia, amontonaba en sus platos montañas de comida, dirigiendo miradas agresivas y desafiantes en torno suyo, como si estuviera retando a cualquiera que pusiera en entredicho su derecho a ofrecerles hospitalidad.

De Yankele, su hijo, se decía que era un «problema». Aarón lo había visto en la ceremonia, esbelto y juvenil, aparentando muchos años menos de los que tenía -sólo uno menos que Moish y él-, y, como siempre, luciendo su perenne sonrisa, una contorsión de los labios que parecía petrificada en su rostro y nada tenía que ver con sus sentimientos o estado de ánimo. Yankele vivía solo en la sección de los solteros, en las afueras del kibbutz, junto a los voluntarios extranjeros, y trabajaba exclusivamente en la fábrica de cosméticos, llamada por todos «el complejo». «Es la mejor solución para él; ese tipo de trabajo le va como anillo al dedo», había comentado Moish la noche anterior. Aarón no le preguntó qué quería decir con «solución». El comentario de Moish unido a la sonrisa de Yankele le hicieron estremecerse, pues le trajeron el vivido recuerdo de cómo había ayudado a Moish a ir renqueando a la clínica del kibbutz después de que Yankele le mordiera la pantorrilla.

Nadie se enteró de que Yankele había agredido a Moish. Ocurrió cuando éste regresaba con Aarón de los campos, donde habían estado instalando cañerías de riego, muchos años antes de que se implantaran los métodos modernos de irrigación que, sin duda, habrían terminado con aquellas románticas excursiones nocturnas en jeep y con la maravillosa sensación de ruda camaradería masculina que inspiraban a Aarón. Yankele se había abalanzado sobre Moish y le había clavado los dientes en la pierna cuando regresaban al jeep, jadeantes y bromeando. Había surgido de la nada, como salido de la tierra del algodonal donde estaba tumbado. Aarón nunca logró averiguar si se había quedado allí dormido o si estaba esperándolos.

Fue una dentellada profunda, que desgarró la carne. Después del primer alarido de dolor, Moish no protestó más, pese a que le manaba sangre de la herida. Aarón aún creía sentir agujetas al recordar la fuerza que necesitó para apartar a Yankele de su presa. Pero ni siquiera llegó a pegarle. Algo los llevó a no contarle a nadie la verdad, ni siquiera a Riva, la enfermera, pese a que la marca de los dientes era muy visible y ella no cesaba de repetir: «Puede que haya sido un chacal; tengo que ponerte la antitetánica». Pero Moish insistía: «No, te digo que me lo he hecho en la alambrada. No es un mordisco, ha sido el alambre de espino». E incluso cuando Riva le estaba poniendo la antitetánica, él seguía hablando del alambre de espino. Desde aquel día, Aarón se estremecía cada vez que veía a Yankele con su sonrisa.

Fania se portaba como si no pasara nada. Nunca reconoció, de palabra u obra, que Yankele era un bicho raro. Jamás se refería a sus problemas y, por supuesto, no permitía que el tema se comentara explícitamente. Atribuyó el hecho de que lo eximieran de prestar el servicio militar a los ataques de asma que había sufrido en la infancia; y el alivio con que recibió la noticia se hizo patente en el orgullo con que arrastró a Yankele al comedor y en la atención con que le llenó el plato de comida, escogió los tomates más maduros y los pepinos más tiernos, y le instó con gesto vehemente a comer muchas verduras.

El padre de Yankele, Zjaria, tampoco hablaba de él, pero es que Zjaria no hablaba de nada. Menudo y sumiso, cumplía sus funciones en la sección avícola, junto a Relia, y por las noches seguía a Fania y a su hermana al comedor, y simplemente por su manera de caminar se veía que tan sólo aspiraba a desaparecer, a que nadie lo viera ni lo oyera.

En la guardería, recordaba Aarón, los niños trataban a Yankele con extremado tacto, como si estuviera enfermo o fuese un discapacitado. Y años después, cierto día en que Aarón pasaba de largo ante la granja, adonde los pequeños habían ido a ver un corderito recién nacido, vio que Yankele, que estaba haraganeando por allí, comenzaba a tirar palitos contra la jaula del conejo. Rinat le amonestó, llevándose las manos a las caderas y diciendo, igualita que Lotte, su madre: «Eso no está bien, ésa no es manera de comportarse». Aarón recordaba que incluso en aquel entonces -él tenía doce años y Rinat cuatro- le había hecho gracia reconocer el tono con que Lotte los regañaba cuando dejaban el suelo de las duchas manchado de barro, y también recordaba que Oded, el hijo menor de Yojeved, le había dicho a Rinat en un susurro: «Sé amable con él; si no, Fania te va a hacer la vida imposible».