– No me va a hacer la vida imposible -replicó Rinat con aplomo-. Lotte no le dejará.
– Pero esta noche te asustará, porque le toca ser la guardiana -dijo Oded medroso-. Sé que le toca hoy, porque yo no duermo en la casa infantil cuando está ella de guardia.
– No puedes dormir en otro lado -dijo Rinat en tono inapelable.
– Sí puedo -le aseguró Oded-. Me lo ha dicho Yojeved.
– No te lo ha dicho -replicó Rinat-, y, además, ella no lo decide. Las madres no lo deciden.
Hasta Oded interpretó que la decisión con que había hablado Rinat en el fondo era inseguridad.
– Sí, Yojeved me ha dicho que esta noche puedo dormir con ella y con mi padre, porque cuando está Fania de guardia me da miedo dormirme. Nunca viene a verme si lloro, ¡nunca!
Aarón no acertaba a comprender qué le había llevado a recordar aquel largo diálogo que hasta aquel momento ni siquiera sabía que guardaba en la memoria. Dirigió la vista hacia Fania, que sollozaba sin tregua. «Si lo único que tiene es a sus hijos, ¿cómo es que les deja dormir en grupo en vez de llevárselos con ella?», había preguntado Aarón en una ocasión. Y, sin el menor titubeo, Osnat había señalado que para Fania era algo que se daba por supuesto, un hecho que se aceptaba sin ponerlo en cuestión. Fania había llegado al kibbutz muy joven y sus hijos eran «sabras», como ella decía con orgullo; que durmieran con los demás niños y no con sus padres era un mandato de las alturas, la voluntad de Dios, como también lo era el hecho de que su hija Nejama se hubiera marchado a vivir a Haifa con su marido, sin que de Fania saliera una sola palabra de protesta.
Fania defendía a sus hijos de toda ofensa o palabra ingrata como una fiera que desenvaina las uñas y ellos se acogían a su protección. Había resuelto el problema de la separación nocturna presentándose voluntaria para los turnos de noche en la casa infantil, con lo que tenía aterrorizados a los demás niños del kibbutz, pese a que, en realidad, siempre era amable con ellos. Aquel miedo se lo habían transmitido en parte sus padres, a través de conversaciones o comentarios que los niños oían por casualidad, y en parte derivaba de los sonidos que Fania emitía al recorrer los caminos del kibbutz, de aquel incoherente barboteo hecho de gruñidos y murmullos en polaco y en yidish.
Dvorka no derramó ni una lágrima sobre la sepultura abierta, ni tampoco lloraron los demás ancianos. Los amigos de Srulke, Bezalel, Shmiel y otros supervivientes de la generación de los fundadores, formaban una piña junto a la tumba. Aarón contempló las lápidas de alrededor. Srulke iba a yacer junto a Miriam, en cuya tumba reposaba aún el ramo de gerberas que él había depositado la víspera, justo antes de morir. Aarón sintió un deseo apremiante de cubrirse con aquellos terrones de tierra, seguro de que aquél era el lugar donde quería reposar, entre los esbeltos cipreses, en el silencio sólo roto por los cantos de los pájaros.
Dvorka hizo un elogio de Srulke y Zeev HaCohen también pronunció algunas palabras en su memoria. La ceremonia, pese a ser laica, resultaba sobrecogedora, misteriosa, y, recordando otros entierros a los que había asistido durante los últimos años, en Holón, en Kiriat Saúl y en Jerusalén, Aarón pensó que a Srulke se le había hecho justicia, pues había muerto de repente, sin darse cuenta de nada y mientras se ocupaba en el trabajo que amaba. Y con esa idea trató de consolar a Moish. «El beso de la muerte en un lecho de flores», dijo Osnat cuando todos se reunieron en la habitación tras el entierro. «Todos» eran Moish, Havaleh y los niños, Osnat, Bezalel, de la sección agrícola, Shmiel y Zeev HaCohen. Dvorka se retiró a su habitación con la espalda aún más encorvada que la víspera.
El silencio reinante en la habitación resultaba opresivo. Aarón hojeó los semanarios del kibbutz apilados en una estantería, bajo el televisor, y echó un vistazo a las actas de las sijot. Ya sólo pensaba en marcharse y esperaba el momento adecuado para hacerlo. En los boletines informativos encontró artículos de Osnat, secretaria del kibbutz desde hacía un año y antes directora del instituto regional y representante del kibbutz en el seminario de Guivat Aviva, cargos todos ellos con los que pretendía cumplir su aspiración de «realizarse y cambiar el rostro de los kibbutzim de hoy día», según le había dicho. También había en los semanarios artículos de Dvorka. Mientras Bezalel llenaba la tetera eléctrica, sólo por romper el silencio diciendo cualquier cosa, aunque fuera inoportuna, Aarón preguntó:
– ¿Qué le ha pasado a Fania?
El silencio persistió, como si nadie hubiera oído la pregunta, hasta que al fin, Moish, incómodo bajo la mirada expectante de Aarón, dijo:
– Es duro para ella. Estaba muy unida a Srulke; fue él quien trajo aquí a Fania y a Guta después de la guerra.
– No tenía ni idea -dijo Aarón.
– Srulke no era muy dado a contar cosas.
– ¿Cómo las trajo? -preguntó Aarón- ¿De dónde?
– En Milán había un campo de detención donde los refugiados esperaban que les concedieran permiso para venir a Eretz Israel -explicó Shmiel- Srulke y yo estuvimos allí trabajando para la Brijá… ya sabes, la organización clandestina de rescate montada por la Haganah, la Agencia Judía y el Comité Conjunto de Distribución para traer inmigrantes ilegales al país. Ahora no vamos a entrar en detalles, es una larga historia. Daba pena mirarlas. Les conseguimos los permisos y las trajimos aquí… Shmuel y Rocheleh también vinieron con ellas, y algunas otras personas a las que distribuimos por el país.
– ¿Cuántos años tenían entonces? -preguntó Aarón, aliviado porque se hubiera iniciado una conversación.
– Unos dieciocho o veinte, veintitantos, quizá. No lo recuerdo con exactitud, pero eran jóvenes, muy jóvenes. Y Fania estaba enferma de tuberculosis. Y Guta tenía siempre tanta hambre y tanto miedo a quedarse sin comida que escondía bajo una manta todo lo que le dábamos y lo iba almacenando. Fue horrible. Al verlas hoy, es imposible imaginar todo lo que han tenido que aguantar.
– Es cierto. Pero ¿qué era eso que decía Fania de la residencia de ancianos? -insistió Aarón.
– Tonterías -respondió Shmiel airado-. Nada más que tonterías. Un montón de ideas estúpidas de las que no saldrá nada. Hay gente que prefiere pasarse el día hablando en lugar de trabajar -añadió, lanzando una inquieta ojeada a Osnat.
– En primer lugar -dijo Osnat con serena autoridad-, no es una residencia de ancianos; y, en segundo lugar, no es ninguna tontería.
– ¿Y qué es si no es una residencia de ancianos? -intervino Bezalel furioso-. Estáis hablando de estupideces, de cosas que no se llevarán a la práctica. Haced el favor de no traer aquí esas ideas horribles. ¿Qué tiene de malo la manera en que vivimos ahora? ¿Por qué tenéis que estar cambiándolo todo siempre? ¿Hacia dónde vais tan deprisa?; eso es lo que no comprendo.
– Es toda una filosofía -dijo Osnat con la misma confianza de antes-, y se trata de salvar vidas. Fijaos en los kibbutzim de la zona… ¿Se puede envejecer con dignidad en Mayanot, por ejemplo? Sólo pretendemos hacer lo que sea mejor para todos, ya veréis cómo al final nos dais la razón.
– Ya lo veremos -replicó Shmiel, amenazador-. Ya veremos cómo sale la votación. Gracias a Dios, no todo el mundo piensa como tú.