Osnat no contestó y Zeev HaCohen intervino conciliador:
– No tiene por qué ser algo tan terrible. Tenéis que superar vuestros prejuicios.
– Y tendréis casas nuevas -terció Havaleh de pronto-, y cesarán las murmuraciones sobre las casitas que nos construimos la gente de nuestra generación mientras sólo arreglábamos vuestras habitaciones.
– Pero ¿qué residencia de ancianos es ésa? ¿A qué llama residencia de ancianos? -preguntó Aarón una vez más.
Osnat tosió, se enderezó en su sillón y dijo:
– Tienes que cambiar de terminología, eso lo primero. No estamos hablando de una residencia de ancianos. Se trata de una institución regional basada en el mismo principio que el del colegio regional de los kibbutzim, una especie de centro para la generación mayor, con su fábrica anexa y todo lo necesario. Aún no se ha formulado la propuesta formalmente; de momento, sólo queremos que se vote la creación de una comisión planificadora, y luego todo el mundo podrá votar los planes que presente. Aún no hay nada decidido -dirigió una mirada tranquilizadora a la par que admonitoria a Shmiel-, pero, en principio, la idea es crear alojamientos comunes y una fábrica, una especie de kibbutz para la tercera edad -se cruzó de brazos y miró en torno suyo con expresión grave.
– Pero ¿para qué demonios? -preguntó Aarón sorprendido-. Lo bonito de este lugar es precisamente eso, que todos vivís juntos, los ancianos al lado de los jóvenes. ¿Qué necesidad hay de esa institución?
– Es complicado, muy complicado de explicar -dijo Osnat-, pero créeme si te digo que en el Kibbutz Artzi no les ha parecido mala idea. Es un proyecto nacido de las dificultades económicas del movimiento y de las rigideces estructurales que deben modificarse. No es momento para explicarlo a fondo. Sólo puedo decirte que ya hay kibbutzim donde la gente puede envejecer con dignidad y que algunos kibbutzim de esta zona están en quiebra. ¿No has oído que el Movimiento Unido de Kibbutzim ya ha decidido vender a la gente de la ciudad pisos de esos centros?
Aarón hizo un gesto negativo.
– Así que todavía podemos darnos por satisfechos con lo que ocurre aquí -comentó Bezalel con sonrisa amarga.
– No nos interesan los beneficios -prosiguió Osnat-, y no pretendemos hacer negocio vendiendo pisos a los ciudadanos de edad. Pero -se volvió hacia Aarón- lo cierto es que la idea se ha propuesto; si te interesa, puedo facilitarte material de lectura sobre el proyecto.
– Me interesa -dijo Aarón sin saber por qué. Su propia madre se había ido a vivir a una residencia de Ramat Aviv y parecía encontrarse muy bien allí, pero, aun así, el proyecto le escandalizaba. Pensó en Srulke-. Y a Srulke ¿qué le parecía esta idea? -preguntó quedamente.
– Nunca hizo ningún comentario -respondió Osnat-. Ya sabes cómo era.
– Srulke era un ángel -dijo Shmiel alzando la voz-. Un lamed-vavnik, uno de los treinta y seis hombres justos de su generación. Pero no se sabía cómo respiraba. Era imposible saber qué pensaba. Sobre todo, a partir de la muerte de Miriam.
Havaleh hizo un gesto de impaciencia y dijo:
– Voy a preparar café. ¿Quién quiere?
Nadie respondió.
– La razón es que os estropeamos los planes con nuestros votos -exclamó Shmiel-. Y os creéis que ni de eso nos damos cuenta.
Osnat se volvió hacia Aarón y dijo sosegadamente:
– Entonces, ¿te envío el material?
– ¿Por qué no me lo das ahora? -propuso Aarón vacilante, buscando la oportunidad de estar a solas con ella.
– No, antes tengo que prepararlo -respondió Osnat con un gesto grave que él recordaba muy bien, el mismo gesto que años atrás exhibía durante las actividades de la comisión cultural de su curso y, más adelante, cuando era la encargada de la nueva unidad Nájal del kibbutz.
Al fin Aarón se puso en pie y masculló que tenía compromisos previos y debía volver a casa, confiando en que Osnat saliera a despedirlo, pero fue Moish quien se levantó, ya más entero, y lo acompañó al coche.
– Quería decirte que me has ayudado mucho -le dijo Moish cuando se aproximaban al coche.
Aarón contempló sus plateados mechones, su gesto de dolor, la expresión de dulzura poco habitual en sus ojos grises, los grandes pies bronceados que sobresalían de sus sandalias y el aspecto saludable que irradiaba toda su persona. Pensó en el Alumag y las pastillas de Tagamet que había visto en el cuarto de baño y quiso comentar algo al respecto, pero, por miedo a revelar que había estado curioseando, no dijo nada.
Sintió que el dolor le traspasaba el brazo izquierdo cuando lo agitó a la vez que decía:
– No digas eso, es natural. Me alegra haber estado aquí y haber podido echar una mano. Al fin y al cabo, estoy en deuda con Srulke.
E, inmediatamente, le pareció que en sus palabras había algo inoportuno, aunque no sabía qué. No lograba pensar en Moish como en un hermano o un amigo, y, desde luego, era incapaz de ver en Srulke a un padre. No podría haber dicho nada más afectuoso sin que a él mismo le sonara falso.
Ya eran las siete y media de la tarde cuando llegó a casa, y el brazo seguía doliéndole. Le recibió un piso vacío, donde no podía dejar de pensar en Osnat y en que no había cruzado con ella ni una palabra íntima. Llevado por un impulso que no logró reprimir, marcó el teléfono de su habitación, lo había copiado del directorio del kibbutz que había junto al teléfono de Srulke. Colgó sin haber pronunciado una palabra después de oír la cristalina voz de Osnat.
3
Aarón volvió varias veces al kibbutz durante las semanas siguientes a la muerte de Srulke. Aparcaba junto a la puerta trasera, a espaldas del almacén de semillas de algodón, confiando en que nadie lo viera. Osnat le había dado a entender que debían ser discretos. Solía llegar al anochecer, los jueves, el día en que él no tenía reunión de la Comisión Parlamentaria de Educación ni Osnat de la comisión de enseñanza superior ni de la comisión de desarrollo del kibbutz, encargada esta última del proyecto de que los niños durmieran con sus familias. Un par de veces no encontró a Osnat en casa a su llegada, pero sabía dónde estaba escondida la llave y la esperó dentro. Solían cenar juntos y luego él se quedaba a pasar la noche.
Ambos se habían embarcado en una tentativa de revivir algo distinto de la excitación erótica adolescente, algo similar a la intimidad de los silenciosos paseos de antaño, cuando regresaban a la casa de los niños desde la habitación de Srulke y Miriam. Por las mañanas se despedían con estudiada espontaneidad, y Aarón eludía cuidadosamente toda insinuación de planificar su siguiente cita, consciente de que hablar de eso habría amedrentado a Osnat, quien no habría querido comprometerse. Se iba del kibbutz antes del amanecer, saliendo otra vez por la puerta trasera, que nunca estaba cerrada con candado como debiera. Al llegar y al marcharse, siempre encontraba la pesada cadena colgando de la puerta. Se apeaba para abrirla y, una vez que la había traspasado, para dejarla cerrada.
La primera vez que fue a verla, Osnat le había preguntado, en un tono que quería ser despreocupado, si lo había visto alguien. Él recordó entonces con desasosiego la silueta que había entrevisto tras la hilera de casas, pero hizo un gesto negativo. En cualquier caso, nadie podría haberlo reconocido a la mortecina luz de la única farola situada al final del camino. Personalmente, no estimaba necesario extremar la prudencia cuando iba al kibbutz -siempre podría alegar que iba a ver a Moish-, pero, de todas formas, no dejaba de ponerlo nervioso aquella sombra que asomaba por detrás de las casas siempre que sus pisadas resonaban solitarias en el camino pavimentado con cemento. La cuarta vez que fue al kibbutz alcanzó incluso a distinguir una figura esbelta juvenil, con pantalones cortos, alejándose a la carrera. No sabía si era la misma persona de siempre y nunca le comentó nada a Osnat. No quería despertar los miedos a los que ella aludía cauta e indirectamente cuando insistía en preguntarle, con fingida indiferencia, si no lo había visto nadie. Él no le pedía explicaciones porque Osnat siempre había sido fanáticamente celosa de su intimidad. Incluso de pequeña, en la casa de los niños, siempre prefería la habitación del fondo, la cama del rincón.