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Ahora Osnat corría las espesas cortinas, cerraba las ventanas y encendía el aire acondicionado para que con su ruido no se oyera lo que sucedía en la habitación. Y nunca se olvidaba de cerrar la puerta con llave. Incluso Moish, había advertido Aarón con sorpresa durante su visita con motivo de la fiesta de Shavuot, había cerrado la puerta con llave cuando salieron de la habitación para acudir a la celebración del cincuentenario. Moish respondió a su mirada interrogante encogiéndose de hombros y diciendo: «Ha habido algunos robos, gente de fuera», y un gesto molesto cruzó su rostro mientras metía la llave bajo una piedra del murete que rodeaba el jardín frente a su casa. Pero, antes de que salieran, varias personas habían llamado a su puerta y la habían abierto sin esperar a que Míos les diera permiso. Moish no demostraba en absoluto aquella inquietud de Osnat por salvaguardar su intimidad.

Aarón recordaba muy bien que en la casa de los niños Osnat había perseguido durante días y días a Yedidya, el encargado de mantenimiento, rogándole que le diera «un armarito con llave». Yedidya amontonaba todo tipo de trastos viejos junio al cobertizo de las herramientas y luego los restauraba, haciendo maravillas con ellos. Cuando Osnat al fin consiguió su armarito marrón y lo colocó junto a su cama, Hadas exigió que el tema se debatiera en clase. En aquel entonces tenían doce años, rememoró Aarón sonriendo, y Hadas ya emulaba a los adultos y sus sijot. Durante el debate, Hadas insistió en que debían confiar en los demás. «Osnat sospecha de todo el mundo, no se fía de nadie», había dicho acusadoramente Hadas, echando hacia atrás su larga trenza. Aarón no recordaba nada más de lo que se había dicho, pero sí que Dvorka había mirado a Osnat con afecto y le había pedido, firme y cariñosamente, que diera una explicación al grupo, y que Osnat se encerró testarudamente en el silencio, la vista clavada en el suelo. Y tras una larga pausa, con once pares de ojos fijos en ella, se limitó a decir a la desesperada y en son de desafío: «Lo necesito». Entonces estalló un escándalo y se ordenó que nadie hablara con Osnat, orden que sólo Aarón incumplía, lo que dio lugar a nuevos debates.

Después, una noche, alguien forzó la cerradura del armarito y esparció su contenido por la habitación: papeles escritos a mano, fotografías amarillentas, una flor seca, un frasquito de perfume, una pulsera rota de plateados eslabones metálicos que Osnat nunca se había puesto, fotos en blanco y negro de lugares turísticos de Estados Unidos en desvaídos marquitos de plástico, un minúsculo jabón azul como los que luego Aarón vería en los cuartos de baño de los hoteles y un pequeño sujetador, una tira de tela rosada que habían colgado a modo de bandera de uno de los postes de la cama de Osnat. Como es natural, hubo que hacer examen de conciencia, Dvorka lanzó un ultimátum, y Lotte, la encargada de su curso en la casa de los niños, exhibió durante días una expresión trágica, pero nunca se descubrió al culpable. Antes de que el incidente se relegara al olvido, Osnat se avino a dejar abierto el armarito y Miriam le ofreció un rincón en la habitación familiar, un gesto en el que se veía la mano pedagógica de Dvorka, porque a Miriam nunca se le habría ocurrido hacer algo así.

Las visitas a Osnat siempre se iniciaban con una charla sobre la transformación social de los kibbutzim. Aarón acudió a la primera de sus citas, unas dos semanas después de la muerte de Srulke, cargado con la documentación que ella le había enviado, relativa a los cambios habidos en el movimiento de kibbutzim en general y en su kibbutz en concreto. Sin confesárselo a sí mismo, comprendía que le sería más fácil verla si demostraba interés por el debate sobre lo que ella llamaba «la nueva filosofía». El fanatismo que brillaba en los ojos de Osnat cada vez que hablaba de que los niños durmieran en familia y de los demás cambios propuestos para las instituciones del kibbutz le hacía sentirse incómodo, pero no osaba comentarlo. Aprovechando que pertenecía a la Comisión Parlamentaria de Educación, Osnat le pidió que le llevara revistas especializadas y artículos publicados en el extranjero sobre la estructura familiar. Los leía a fondo y luego charlaba con él de lo que había aprendido y también, con renovada premura, de la necesidad de transformar el kibbutz en un modelo nuevo de sociedad.

Aarón nunca se tomaba en broma ni a la ligera sus palabras. Aunque a él no le interesaba el tema, no podía burlarse, ni siquiera para sí, de la seriedad de Osnat. Había algo conmovedor en la ingenuidad con que se recogía el pelo con una mano y se inclinaba sobre las revistas que él le llevaba, y también en el entusiasmo con que reaccionaba ante sus sugerencias. Aarón adivinaba lo que sentía, como si ella fuera transparente. Sabía que había luchado mucho para quitarse de encima la imagen de frívola que le habían atribuido debido a su belleza animal, de la que ella nunca había hecho caso ni se había aprovechado y que de hecho veía como un obstáculo. Todo el mundo esperaba que tuviera un desliz y demostrara que estaba hecha para el amor y, ella, hasta donde a Aarón le alcanzaba la memoria, siempre se había empeñado en ser una buena organizadora.

Se había encerrado desafiante en la lectura, rehuyendo las charlas banales y los chismorreos. Aarón recordaba las noches que pasaba en vela preparando los exámenes de ingreso, la paciencia con que esperaba, rechinando los dientes, que el kibbutz la enviara a la universidad. Supo por Moish, en una de las raras ocasiones en que se vieron en Jerusalén, que Osnat había ganado la batalla contra la decisión de enviarla a diplomarse en magisterio en lugar de a estudiar una licenciatura. Estudió Gestión Educativa y Sociología y, más adelante, aplicó sus conocimientos a su trabajo en el instituto regional de los kibbutzim.

La precaución que rodeaba sus visitas secretas, la inquietud que se apoderaba de él al ver aquella misteriosa silueta acechando al final del camino, como si estuviera esperándolo, la paciencia con que fingía escuchar los sermones de Osnat sobre el futuro del kibbutz, todo aquello comenzó a pesarle cuando hacía el amor. Aarón no se consideraba un gran experto en el sexo femenino. Hacía años que no se planteaba la posibilidad de mantener una relación sexual estable y los flirteos pasajeros nunca lo habían atraído. Poco después de casarse supo, como ya lo había sabido instintivamente antes, que aquello no iba a funcionar. Sin siquiera tratar de impedirlo, había ido viendo cómo Dafna, su mujer, se volvía cada vez más distante. En los últimos años prácticamente habían dejado de mantener relaciones sexuales, y, cuando lo eligieron parlamentario, le alborozó la perspectiva de quedarse a dormir en Jerusalén. Cada vez que se le presentaba la oportunidad de tener una aventura, sentía que no tenía «nada que ofrecer en ese campo».

Sólo en un par de ocasiones había reaccionado ante las insinuaciones de dos mujeres, más por vergüenza y miedo a rechazarlas que por verdadera necesidad. Y nunca había sido espontáneo, se sentía constreñido e incómodo en su cuerpo, temeroso e inseguro con respecto a lo que se esperaba de él. Siempre se había sentido torpón, desgarbado, y que su cabello raleara le parecía parte del proceso que conduciría inexorablemente, entre otras cosas, a la renuncia definitiva al sexo. No hacía ejercicio y sus músculos estaban flácidos, por lo que evitaba mirarse al espejo. Tampoco le gustaba el reflejo de su cara, con su expresión de obstinada pasividad. En las escasas ocasiones en que le asaltaban fantasías románticas, se apresuraba a rechazarlas esforzándose en pensar en otras cosas. No trataba de recordar sus sueños.

Durante sus primeros años en el bufete de su suegro, se consumía de inquietud antes de cada comparecencia ante un tribunal y no le quedaba tiempo de pensar en nada más. En realidad, estaba agradecido a Dafna por ser tan comprensiva. Se acostumbró a verse como un hombre con necesidades mínimas, y el único deseo que sobrevivió en él fue una añoranza abstracta de Osnat, simbolizada en la imagen de las desvalidas manitas de ambos. Echaba en falta la melancólica soledad que los unía cuando eran niños, la sensación de compartir un mismo destino, sensación que sólo ella le había inspirado. Ahora, cuando salía de la habitación de Osnat al amanecer, tras una noche de insomnio, pues no lograba relajarse y dormir, siempre sentía el regusto amargo de haber perdido una oportunidad. La amargura crecía en su interior, subiendo hasta la boca del estómago, porque no había encontrado lo que iba buscando. Qué era eso que buscaba, no habría sabido decirlo, traducirlo a palabras. Pero sí sabía que las cosas no deberían haber sido así, que la relación que él anhelaba no podía ser tan cauta. Quería sentirse relajado y no estar siempre en guardia para no decir lo que no debía.