La primera vez que fue a verla, tan excitado estaba que casi no podía respirar. Aparcó el coche donde no se viera, sin saber por qué, aunque en realidad seguía las instrucciones de Osnat. Ella le había dicho que llegara tarde.
– ¿Cómo de tarde?
– Si no queremos que nos molesten, será mejor que vengas después de las diez; si vienes antes, tendrías que esperarme.
Aarón había llegado temprano y tuvo que esperarla. Encontró la llave donde ella le había indicado, entró y tomó asiento. Permaneció inmóvil en la butaca, sin atreverse a echar un vistazo a la habitación o a coger un libro de las estanterías. En un cesto, a su lado, había ejemplares atrasados de la revista cultural del movimiento de kibbutzim, Shdemot, y se entretuvo hojeándolos.
Cuando llegó Osnat, vio en su rostro claros síntomas de fatiga y tensión, así como las huellas de la edad. Estuvo sermoneándole un buen rato sobre sus planes para transformar el kibbutz. Pronunciaba muy seria expresiones que él oía a menudo en la Comisión Parlamentaria de Educación, como mantenerse a la altura de los tiempos», «medios económicos» o «anacronismo». Hablaba del «énfasis en lo individual» como condición para que los kibbutzim continuaran existiendo en el siglo XXI. «El ideal del nuevo kibbutz», había dicho citando palabras oídas en un seminario al que había asistido en Guivat Aviva, «es el elitismo igualitario». Hablaba de los «nuevos valores» y repitió varias veces la palabra «filosofía».
Aarón se sentía fatigado y cada vez se aburría más. Las primeras veces que se vieron trató de disuadirla de que llevara adelante el proyecto de la residencia de ancianos, que ella denominaba «kibbutz superregional», pero no tardó en desistir.
– No hay nada que discutir -dijo Osnat-. Me respalda la mayoría, y no sólo de la gente de nuestra edad. Algunos miembros mayores están encantados con la idea. Y, en cualquier caso, es una cuestión de supervivencia. Es imposible realizar cambios en contra de tantas personas que quieren conservar el pasado. Somos trescientos veintisiete miembros y ¡ciento cuarenta son ancianos! Para adoptar una decisión sobre cuestiones tan fundamentales como que los niños duerman en familia, hace falta una mayoría de dos tercios, y casi toda la gente mayor está en contra. Y también parte de la gente joven, por motivos de lo más extraños. No te imaginas qué estrecha de miras puede ser la gente, lo cargada de estereotipos que está.
Aarón trataba de desterrar la inquietud que sentía al oír el tono resuelto de la voz de Osnat. Había algo cruel en los argumentos que esgrimía contra las fuerzas opuestas al progreso, y Aarón sabía muy bien de dónde procedía aquella crueldad. Conociendo y comprendiendo los orígenes de aquel sentimiento, se sentía avergonzado por sus manifestaciones, pero al propio tiempo no podía menos de conmoverse ante la fortaleza de Osnat, ante la pasión con que creía en su visión de futuro. Pasaron varias horas antes de que al fin osara cogerle la mano. Estaba decidido a acostarse con ella esa misma noche. Pero la idea de lo forzado que resultaría tocarla desde el otro lado de la mesa le había disuadido de intentarlo.
Al fin, ajena a toda intención sexual, Osnat fue a sentarse a su lado en el sofá para enseñarle un cuadro de los gastos per cápita del kibbutz. Aarón contempló su nuca cuando ella se inclinó sobre el boletín informativo donde figuraba el cuadro y, al cabo, le cogió la mano. La mano de Osnat, rígida y seca, no se movió. Haciendo un esfuerzo, Aarón reprimió el impulso de preguntarle qué quería que hiciera a continuación. Él no tenía ni idea, tan sólo aspiraba a sentir la intimidad de antaño, a leerle los pensamientos a Osnat. Era difícil creer que la única fuente de su energía emocional fuera la ideología del kibbutz (a sus hijos apenas los mencionaba).
Mientras le acariciaba la mano, pensó en su belleza y en todos los años que había pasado sola desde la muerte de Yuvik. Luego empezó a acariciarle la cabeza, consciente de que tampoco él ardía precisamente de deseo. Sobre todo, sentía miedo de ella. Y de la posibilidad de que lo que iba a suceder le arrebatara hasta sus fantasías. No se podía decir que Osnat se mostrara remisa. Giró la cabeza y el cuerpo hacia él para que la abrazara y le ofreció los labios. Pero se movía sin vitalidad, sin ardor. Aarón se levantó y la condujo al dormitorio, donde el aire acondicionado zumbaba con fuerza; ella dejó que la desnudara y él le fue quitando la ropa desmañadamente, sonriendo con timidez. Su intuición le advirtió que tampoco de eso debía burlarse.
Finalmente, Osnat lo ayudó con movimientos precisos. No llegó a doblar la ropa, pero la fue colocando a los pies de la cama sin dar muestras de ímpetu o arrebato, como quien repite un ritual cotidiano. Sintiéndose ridículo, Aarón se desvistió a toda prisa, consciente de la palidez de su piel, de su flacidez, de que no se había duchado; se dejó puestos los calzoncillos. No cruzaron ni una palabra. El olor de Osnat le resultaba extraño y el miedo a que en cualquier momento ella volviera en sí y se echara atrás lo paralizaba.
Ni siquiera cuando terminaron se atrevió Aarón a decir nada. Ella se levantó y él oyó el agua de la ducha, y, cuando regresó envuelta en una gran toalla, Aarón le preguntó: «¿Te ha gustado?».
Osnat asintió desmayadamente y lo miró a los ojos, en silencio. Lo mismo que le había impedido entrar en el kibbutz por la puerta delantera, o renunciar a la aventura antes de embarcarse en ella, o huir antes de que muriera la última de sus fantasías, le impedía ahora hablar de lo sucedido. Quiso convencerse de que tenía que darle tiempo a Osnat, ser paciente, ver qué ocurría la próxima vez, e ideó otra serie de consuelos con los que no consiguió engañarse. Y aquel desengaño volvió a repetirse una y otra vez; a sus sucesivos encuentros amorosos siempre les faltaba algo. El persistente silencio de ambos, pensaba Aarón, era el precio que habían de pagar para justificar que él siguiera yendo a verla. Ni él mismo comprendía por qué continuaba llamándola por teléfono, por qué repetía aquellas excursiones nocturnas y cerraba la puerta sigilosamente tras de sí. Sin llegar a confesárselo, comprendía que era incapaz de renunciar, contra toda esperanza, a la esperanza de volver a sentir por Osnat algo semejante a lo que había sentido por ella durante tantos años.
Sabía muy bien que Osnat había escogido a Yuvik, cuando este regresó al kibbutz tras tres años de ausencia, porque Yuvik era el hijo de Dvorka, porque tenía la piel bronceada y una espesa mata de rizos, y porque se había licenciado en el ejército con honores. Que Aarón ocupara el importante puesto de encargado agrícola de nada valía. Osnat tenía que consolidar su posición casándose con el hijo de Dvorka, el pilar del kibbutz. Aarón se preguntaba a menudo si Osnat se daba cuenta de sus motivaciones y si sus actos habían sido calculados y hasta qué punto. Y algo le decía que en realidad Osnat no era consciente de su deseo de venganza y que no había saboreado las mieles de la victoria.