Andando el tiempo, cuando ya se había marchado del kibbutz y la afrenta estaba olvidada, Aarón a veces cavilaba si el matrimonio con Yuvik habría reportado a Osnat la paz interior y la seguridad que, aun sin saberlo, anhelaba desesperadamente. Es más, se preguntaba si ella seguiría actuando movida por el odio y la cólera, por el deseo de vengar unas afrentas cuyas causas y manifestaciones él había conocido íntimamente desde su infancia compartida. Y la primera vez que se acostaron, después del entierro de Miriam, cuando Osnat ya era madre de dos hijos, Aarón supo que ella no había cambiado. Bajo la expresión sosegada y eficiente seguía bullendo el odio, y los rumores que atribuían a Yuvik aventuras con las voluntarias extranjeras y con las jovencitas de las unidades Nájal destinadas al kibbutz, de los que había tenido noticia por Havaleh, sin duda no contribuían a reforzar el tenue sentimiento de pertenencia que tanto empeño ponía ella en demostrar, incluso cuando estaban a solas.
Y aun cuando Osnat hubiese logrado adquirir una cierta seguridad, pensaba Aarón, ésta se habría tambaleado con la muerte de Yuvik, cuyas bronceadas piernas relucían a través del cristal de la fotografía colocada sobre el televisor. Cuando Aarón se enteró del nacimiento del primer hijo de Osnat, unos dos meses después de la boda, supo que ella había escogido a Yuvik, cuyo rumoreado regreso había sido el tema principal de conversación en el kibbutz desde semanas antes de su llegada, pensando desde él principio en tener hijos, hijos que serían nietos de Dvorka. Osnat siempre había vivido con miedo a que la expulsaran. Ahora sus hijos eran los nietos de Dvorka. Y ahora Osnat había integrado su expresión grave, el tono resuelto adoptado con el transcurso de los años, en una visión global del mundo, y cuando hablaba de las transformaciones necesarias para «adaptar el sistema a lo que ocurría en el mundo de hoy», se la veía llena de una pasión que se echaba en falta cuando hacía el amor.
De tanto en tanto, Aarón sentía pasajeramente la intimidad de antaño, sobre todo en las raras ocasiones en que Osnat mencionaba a sus hijos, o la noche en que le habló de cómo habían tratado de ligar con ella varias personalidades reconocidas del kibbutz, antes y después de la muerte de Yuvik, y de cómo ella había rechazado todas esas insinuaciones. Y cuando le contó la escena que había montado Tova, la hija de la unión en segundas nupcias de Zeev HaCohen con Hannah Shpitzer (quien se había ahorcado cuando él la abandonó, después de lo cual el kibbutz lo envió en misión especial a Marsella), Aarón vio en sus ojos una mirada de miedo y desesperación, una mirada que le hizo pensar en los tiempos en que Dvorka sermoneaba a Osnat sobre el compromiso personal y la necesidad de que el individuo se sacrificara para allanar el camino de la vida en común. Cierta vez en que, con una ancha sonrisa en los labios, le preguntó a Osnat qué había opinado Dvorka de su actuación como directora del instituto, Osnat respondió muy seria:
– ¿Por qué sonríes? ¿Crees que no he cambiado nada desde los diecisiete? ¿Que Dvorka sigue pensando que tengo la cabeza tan hueca como sospechaba entonces? Permíteme que te diga que ya nadie piensa así. Dvorka sabe desde hace muchos años que no tengo nada que ver con la persona en que temían que me convirtiera.
Aunque él se lo había pedido (sólo una vez, y ella había replicado: «Pero ¿por qué?»), Osnat no desconectaba el teléfono cuando estaban juntos. Mucha gente la llamaba para comentar asuntos del kibbutz, y él escuchaba perplejo el tono de voz que adoptaba en esas conversaciones: juicioso y razonable, colmado de una inquebrantable seguridad en lo acertado de sus opiniones. Y cuando se dio cuenta de que las cuestiones públicas habían consumido sus últimos vestigios de vitalidad, sintió un hondo pesar y un gran pesimismo con respecto a la posibilidad de recuperar la muda intimidad entre dos forasteros que fingían creerse parte de una gran familia, cuando bastaba escarbar mínimamente en sus sentimientos para descubrir la convicción de que nadie había olvidado ni por un instante de dónde procedían.
La tercera o cuarta vez que se vieron, Osnat le preguntó si había considerado la posibilidad de regresar al kibbutz, y él respondió que no. Tentativamente, le preguntó a su vez si podría llegar a plantearse vivir fuera del kibbutz, y cuál no sería su perplejidad al ver que ella no descartaba de plano esa opción.
– En todo caso -comentó Osnat en el curso de esa conversación-, Dvorka nunca me dejará llevarme a los niños.
Y cuando Aarón dijo que los hijos eran suyos, Osnat replicó desviando la vista:
– No sabes lo que estás diciendo. Dvorka se las arregló para arrebatarme a los dos mayores casi por la fuerza y, como tú mismo has visto, es ella la que acuesta a los pequeños por la noche. Siempre me ha dado la impresión de que no confía en mi capacidad para transmitirles unos valores correctos. Nunca me dejaría llevármelos del kibbutz. Ah, y si alguna vez descubre lo nuestro y trata de hablar contigo, no dejes de decírmelo, por favor.
Osnat no había aceptado las insinuaciones de los divorciados ni de los casados del kibbutz. Y cuando Tova, la hija de Zeev HaCohen, le montó aquella escena en el comedor, a la vista de todos, Osnat sintió que se venían abajo sus desesperados y prolongados esfuerzos por librarse de la imagen de belleza frívola.
– Era verdad que había venido a verme unas cuantas veces, y sus intenciones estaban claras, pero lo que dijo Tova era mentira. Yo no tenía el menor interés en él. Nunca he tonteado con hombres casados del kibbutz, nunca he tonteado con nadie -dijo enfadada-. Pero, aunque supieran que no había pasado nada, el escándalo, la mera sospecha, bastaron para echarlo todo a perder -no entró en detalles sobre qué era «todo lo que se había echado a perder», pero Aarón lo sabía sin que se lo explicara.
Él había estado con Osnat aquella noche, junto a la habitación de Alex, cuando tenían unos catorce años y ya no se cogían de la mano. Habían ido allí para hablar con Alex de la visita de los alumnos de octavo de un colegio laborista de Tel Aviv y de la necesidad de posponer la llegada de un grupo del movimiento juvenil Hashomer Hatzair, programada para el mismo fin de semana. Habían surgido problemas con el alojamiento de los visitantes y con la cuestión de si los iban a enrolar en la movilización general del sábado para recoger albaricoques. Aarón guardaba un recuerdo muy vivido de la cabaña que ahora ocupaban los soldados nacidos en el kibbutz y junto a cuya puerta tendían sus uniformes caquis. En aquellos tiempos era la habitación de Alex y Riva. Alex era el encargado de organizar los turnos de trabajo y Riva, la enfermera del kibbutz.
Aarón y Osnat se habían dirigido a la entrada principal rodeando la casita por detrás, pasando junto a las ventanas abiertas de par en par. Hacía bochorno y la cabaña de madera desprendía el calor acumulado a lo largo del día; las paredes crujieron cuando se detuvieron junto a la palmera que crecía al lado de la ventana y que más tarde hubo que talar porque se le pudrieron las raíces, y Osnat se llevó un trémulo dedo a los labios y empezó a apretarle el brazo con fuerza creciente mientras Riva hablaba en el mismo tono agradable y sosegado que le habían oído cuando les ponía inyecciones o cuando, el verano anterior, le había vendado a Aarón el muslo donde le había salido un horrible furúnculo, que le impidió participar en la excursión a Haifa y Galilea, con lo que fue el único que se libró de los posteriores ritos de purificación, cuando Lotte, la encargada de su curso en la casa de los niños, descubrió piojos al volver de la excursión y hubo que quemar los colchones y desinfectar la ropa con queroseno.
Con aquella voz dulce y tranquilizadora, Riva decía:
– Y, como es natural, habrá que tener bien vigilada a Osnat. Dados sus orígenes, no le va a ser fácil encajar. He hablado con el pendón de su madre, y te digo que habrá que vigilarla, porque esas cosas son genéticas y no hay que esperar a que se manifiesten y sea demasiado tarde; esa chica tiene la misma mirada que su madre.