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Aarón recordaba que Alex había respondido en tono razonable y sosegado algo que no alcanzó a oír, y la respiración fuerte y acelerada de Osnat, que le apretaba el brazo hasta hacerle daño, y aún hoy, treinta años después, parecía sentir aquel dolor mientras ella le contaba la escena de Tova.

– Junto a las bandejas, delante de todo el mundo, sin ninguna discreción, sin la menor consideración, y de nada valió que trataran de hacerla callar, fue aún peor, porque se puso a chillar: «Puta, destrozahogares, igualita que tu madre, eso es lo que eres». Daba igual que no hubiera pasado nada. Se veía que quienes aún no sabían nada, como los chavales de la unidad Nájal, enseguida se iban a poner al día sobre mi madre.

A Aarón le dolía el brazo donde años atrás Osnat había sepultado sus dedos; no se había rascado porque tenía las uñas comidas a ras de la carne, pero al día siguiente aparecieron moratones en sus brazos, moratones hechos cuando Riva continuó con su agradable voz, claramente audible desde fuera:

– ¿Qué se puede esperar de la hija de una ninfómana? Su madre es una enferma, ¿no lo entiendes? Es una enfermedad, he leído cosas sobre el tema, y también nos lo explicaron en un curso. Lo que no comprendes es que lo lleva en los genes, y ya está en edad peligrosa; si no la atamos muy corto, pronto estará seduciendo a todos los chicos del kibbutz, y más adelante destrozando familias. ¡Hablas como si nunca hubieras visto cosas así antes!

Osnat no echó a correr inmediatamente. Permaneció inmóvil largo rato, y a Aarón le daba miedo que el rasposo sonido de su respiración jadeante llegara a oírse en el interior de la habitación alegremente iluminada, de donde procedían un aroma a café recién hecho y un tintineo de vasos. Luego Osnat se sentó junto a la palmera, en silencio. Y, al fin, se puso en pie y le soltó el brazo. No le pidió que la acompañara. Echó a andar, en silencio, con paso lento, hacia el depósito de agua de la entrada del kibbutz, y él, que se moría por consolarla, por decirle: «No te preocupes, no tiene importancia, no le hagas caso», no se atrevió a decir nada.

La siguió en silencio, sin tocar su delicado hombro desnudo ni su alborotada melena, y ella no despegó los labios en todo el camino; ni siquiera parecía consciente de su presencia. Se sentó junto al depósito y él a su lado, y al cabo, cuando ya no pudo soportar el silencio, Aarón descubrió que tenía paralizadas las cuerdas vocales, que se negaban a emitir sonidos, y, además, temía hacerla llorar si le hablaba. Le tocó tímidamente el brazo con su mano pegajosa, y ella, que no había dejado de mirar al frente en todo aquel rato, se sacudió su mano violentamente y lo miró; él la besó; sus labios sabían dulces, pero había sido un beso sin la menor lascivia, un beso nacido de un gran deseo de consolarla, de conectar con ella de alguna manera misteriosa sin estropearlo todo con las palabras. Ella así lo comprendió, pero al cabo de unos segundos, como si estuviera oyendo de nuevo las palabras de Riva, se apartó de él y dijo:

– Se van a enterar. Me conservaré virgen hasta que me case. ¡Ya lo verás! -se puso en pie y añadió con voz ahogada, secamente-: Vámonos -mientras regresaban, comentó en tono tenso, comedido-: Y tampoco pienso marcharme. No tengo adonde ir y esto me gusta -y, tras una pausa, tomó aliento y concluyó-: Y aunque ahora no sea feliz aquí, un día llegaré a serlo, y ellos tendrán que aguantarse.

Ahora, mientras la esperaba en su habitación, observando los delicados dibujos a carboncillo colgados en las paredes y el jarrón con flores sobre el televisor, junto a la fotografía de Yuvik, Aarón pensó en el comedimiento de Osnat. En la atmósfera casi ascética de su habitación, con la cocina anexa al fondo. Allí no había ninguna gran nevera como la que anhelaba Havaleh, ni tan siquiera un molinillo de café. Pensó en el gusto austero que Osnat había ido desarrollando con los años, en el mobiliario estandarizado: un sofá de tres plazas, dos butacas marrones a ambos lados de una mesita marrón y una pequeña alfombra beige, y en la limpieza impoluta de todo, como si en esa habitación no hubiera habido niños jugando aquella tarde. Luego recordó que por las tardes los niños solían jugar en la habitación de Dvorka y que Osnat iba a verlos allí.

La pila de acero inoxidable relumbraba y, al llenar la tetera eléctrica para prepararse un café, Aarón vio en ella su reflejo distorsionado, abultado; sabía que Osnat seguía observando el ritual diario de fregar el suelo con aquel frenesí que había llevado a Lotte a comentar en otros tiempos: «Los días en que Osnat limpia la casa de los niños se podría comer en el suelo». Estaba pensando pesarosamente en la severidad con que vestía Osnat cuando la vio aparecer en la pantalla, pues había encendido mecánicamente el televisor y allí estaban los kibbutzniks, ocupando las hileras de sillas dispuestas en el comedor. Recordó que Moish le había contado que retransmitían las sijot por el circuito cerrado de televisión para que las vieran quienes no podían asistir a ellas.

El rostro de Moish se veía pálido y gris en la pantalla, y Aarón recordó sus propias apariciones en los informativos de la televisión durante la huelga del profesorado, y luego durante la huelga de estudiantes, cuando el ministro estaba en el extranjero y no dieron con nadie más que con él, y en cómo lo habían maquillado para que, según le explicaron, no tuviera aspecto enfermizo.

La voz de Moish apenas se oía, debía de haber un fallo de sonido. Aarón subió el volumen al máximo y oyó a Osnat diciendo con claridad y tono de circunstancias: «Procedamos a la votación; quienes están a favor de que se cree una comisión que levanten la mano». Aarón recordó que Osnat era la moderadora de las sijot. El televisor emitió un sonido quejumbroso, como si fuera una decisión demasiado difícil de adoptar. Los miembros de la junta directiva estaban sentados en semicírculo; junto a Moish y a Osnat, Aarón reconoció a Alex, totalmente calvo y encogido por el paso de los años, y a Jojo, el tesorero. No reconoció a los demás miembros, pero vio a Dvorka sentada en un rincón, con gesto impasible; la cámara mostraba su moño de lado, y Aarón contempló el perfil de aquella mujer con reservas inagotables de energía, que, pese al dolor de su reciente viudez, seguía participando en la vida pública de la comunidad.

Frente a la junta directiva estaban sentados los kibbutzniks, que no llegaban a llenar el comedor. Aarón sonrió al divisar a Fania en su sitio habitual, la silla de al lado de la ventana de la penúltima fila, el que llevaba ocupando más de treinta años. Como siempre, también, tejía con furia una prenda inidentificable; claro que el comedor no era el mismo, pues ahora estaba en el magnífico edificio nuevo, con su fuente de agua helada en la planta baja, azulejos decorativos en los lavabos, rampas para sillas de ruedas y cochecitos de bebés, una escalera de anchos peldaños y colgaduras junto a las ventanas.

Moish contó las manos alzadas y le susurró algo a Osnat, que tomó notas en un papel.

– Treinta y un votos a favor -dijo Moish en voz alta-. ¿Votos en contra? -una vez más se alzaron varias manos-. Veintidós votos en contra. ¿Abstenciones? -preguntó mecánicamente, y luego hizo el recuento moviendo los labios-. Ocho abstenciones -anunció al fin. Luego irguió la cabeza y repitió los resultados-. Es importante recordar que esto no es más que el comienzo de un proceso -prosiguió serenamente-. La votación definitiva se organizará de otra forma. Será necesaria una mayoría de dos tercios para dar vía libre al proyecto. Ningún otro kibbutz ha decidido que los niños duerman con sus padres sin contar con una mayoría de dos tercios, y ellos no tenían entre manos el proyecto de una instalación para la tercera edad; como es natural, en nuestro caso se aplicará el mismo sistema, aun con mayor motivo, dada la magnitud de nuestro proyecto.