En la primera fila se alzó una mano y Aarón oyó la voz cascada de una mujer a la que no identificó:
– Sólo quiero decir para que conste en acta que deberíamos pensar en los demás, no sólo en nosotros mismos. Y si algunas personas que han hablado aquí esta noche, cuyos nombres no voy a mencionar, pensaran en los demás, se darían cuenta de que estos cambios van a ser una gran mejora. Podrá resultar difícil adaptarse a ellos, pero lo importante es pensar en el bien común. No voy a repetir lo que ha dicho Zeev, sólo quería señalar que no todo el mundo está de acuerdo con algunas opiniones expresadas aquí esta noche.
– Gracias, Aviva, ya consta en acta -dijo Moish consultando su reloj. Luego se volvió hacia Osnat.
– Nos queda poco tiempo para debatir dos cuestiones que distan mucho de ser sencillas -dijo Osnat-. La primera está en el orden del día: la comisión de enseñanza superior ha rechazado la solicitud de Zviki para hacer un curso en Londres, pero él se niega a aceptar esta recomendación y exige que el asunto se plantee ante la sijá. ¿Puede Zviki exponernos el problema?
Osnat se volvió indecisa hacia Zeev HaCohen, sentado en un rincón. HaCohen opinó que sería mejor que él explicara la postura de la comisión antes de que Zviki expusiera su punto de vista.
– ¿Para qué complicar las cosas con explicaciones y exposiciones? -gritó un miembro de la junta directiva desconocido para Aarón-. La solicitud de Zviki es escandalosa y basta…
– Un momento, espera tu turno de palabra -dijo Zeev HaCohen-. No hay por qué excitarse. Pegando gritos no vamos a resolver nada. Por hoy ya hemos gritado bastante -Aarón miró divertido a Fania, que mascullaba crípticamente para sí-. Decir que es «escandaloso» está fuera de lugar -prosiguió Zeev HaCohen-. Lo que se plantea es si un miembro que ha terminado una etapa de sus estudios aquí, en Israel, puede proseguirlos en el extranjero, y la decisión es una cuestión de principios. Hemos pensado que como se trata del tercer curso que Zviki solicita en los tres últimos años, bien puede posponerlo un par de años.
– ¿Qué curso es esta vez? -preguntó Ayuta, impaciente.
Aarón se felicitó por haberla reconocido; sólo tenía tres años más que él, pero parecía una abuela.
– Cursos, cursos, paparruchas -dijo Guta en voz alta y clara; como siempre, estaba sentada junto a Fania-. Primero que trabajen, que todo el mundo haga el trabajo que le toca. ¡Y luego decís que no hay dinero para que sigamos viviendo aquí! -dijo a voz en grito y Fania hizo un mohín y se inclinó sobre su labor.
Zeev HaCohen alzó la mano pidiendo silencio, y Guta se encaró con él y le espetó airadamente:
– No vas a taparme la boca. Por un lado habláis de eficacia y de ahorro, y por otro…
Por lo visto, ése fue el momento en que Aarón se quedó dormido. Cuando le despertó el dolor de brazo, su reloj marcaba las dos de la mañana y estaba tendido en el corto sofá bajo una manta de piqué con la que debía de haberlo tapado Osnat. La primera idea que le cruzó por la cabeza fue que tenía que dejar de ir a verla. Aquello era absurdo, se dijo mientras se levantaba para ir al dormitorio. Osnat estaba dormida. La tocó en el hombro y ella emitió unos sonidos inarticulados.
– ¿Por qué no me has despertado? -le preguntó, tratando de sofocar su cólera y sin saber por qué susurraba.
– Estabas tan agotado que no me oíste entrar; me diste pena -respondió Osnat y se incorporó en la cama, ya plenamente despierta.
– Tienes la mano muy caliente -dijo Aarón, sorprendido por la ternura con que había hablado, pues su intención había sido decir adiós y marcharse inmediatamente.
– La reunión de hoy ha sido complicada, y, además, creo que tengo fiebre -dijo Osnat.
Aarón le puso la mano en la frente. Ardía.
– ¿Dónde tienes el termómetro? -preguntó; y a continuación lo trajo del cuarto de baño-. Treinta y nueve y medio -leyó asustado-. ¿No debería llamar a alguien?
Osnat meneó la cabeza testarudamente. Pero se tragó las dos aspirinas y el vaso de agua que él, obediente, le trajo. Luego, mientras bebía el té con limón que Aarón le había preparado, sus dientes castañeteaban contra el vaso; le dijo temblando:
– Ahora es mejor que te vayas. No sé qué me pasa, a lo mejor es contagioso. Además, es tarde y necesito dormir.
Aarón asintió, preguntó si quería otra taza de té, le tocó la frente, que seguía abrasando, y al final dijo vacilante:
– Está bien, me marcho. Te llamaré mañana. No dejes de ir al médico -y salió.
El despejado cielo veraniego estaba tachonado de estrellas, pero su luz no bastaba para iluminar el camino. Habían apagado la farola y Aarón estuvo a punto de caerse al tropezar contra el bordillo cuando giraba en dirección a la puerta trasera. Y cuando una figura en pantalones cortos apareció de repente detrás de la casa, como si hubiera estado apostada bajo la ventana de Osnat, el corazón le pegó un brinco. De pronto comprendió que quizá había estado allí escondida todo el rato. Se planteó por un instante perseguirlo -había llegado al convencimiento de que era un hombre, un hombre alto-, pero el dolor de brazo lo paralizó, y su aversión al dramatismo le disuadió de intentarlo. Echó a andar a buen paso hacia su coche.
4
Hasta que su hijo Moti comenzó a darle problemas, Simjá siempre había sido capaz de superar todas las dificultades. Si hubiera oído que alguien la calificaba de «desfavorecida», habría mirado perpleja a esa persona, incapaz de comprender de qué estaba hablando. Simjá había criado sin ayuda a sus seis hijos y había sido la única que traía dinero a casa desde que Albert tuvo un accidente de trabajo y la espalda comenzó a dolerle tanto que apenas se levantaba de la cama, salvo para sus visitas mensuales a las oficinas de la Seguridad Social, donde recogía su menguada pensión de discapacitado, y para sus diarias excursiones al centro de la ciudad, donde veía a sus conocidos y bebía café turco y, a veces, áraq rebajado con agua. A pesar de que trabajaba fuera de casa todo el día después de haber recogido, limpiado y cocinado para su familia, de que cuidaba a los hijos de las vecinas cuando se lo pedían y escuchaba a sus cuñados, cuñadas y a los hijos de su hermana pequeña cuando iban a contarle sus problemas, a pesar de todo esto, Simjá siempre irradiaba una actitud de aceptación del destino combinada con una expresión de satisfacción e incluso de alegría.
Sin contar con el entierro de su madre y su tercer parto, en el que su hijo nació muerto, sólo había estado una vez al borde de las lágrimas. Fue cuando le quitaron la escayola de la mano izquierda, fracturada al caerse persiguiendo a los hijos de una vecina, y le dijeron que necesitaría hacer rehabilitación porque la mano se había quedado rígida. El doctor del ambulatorio que la atendió le preguntó: «¿Dónde trabaja usted, señora Malul?», y una vez que se lo hubo explicado, se interesó por el empleo de su marido, por sus hijos, y, finalmente, le preguntó sin rodeos cómo conseguía llegar a fin de mes. Simjá describió sus ocupaciones diarias, y, cuando hubo terminado, él la miró y suspiró, y ella dijo: «¿Qué le voy a hacer?», y después: «Es duro, doctor, muy duro», y sintió que se le agolpaban las lágrimas en los ojos, no por las dificultades de la vida, sino por la mirada que él le dirigió, colmada de impotencia y compasión. Si se lo hubieran preguntado, Simjá no habría sabido decir por qué aquella mirada había hecho que se le saltasen unas lágrimas que ni ella sabía que guardaba dentro. Tan sólo podría haber dicho que en lugar de aquel joven médico de ojos azules habría preferido al doctor Ben Zakán, quien, como siempre, la habría examinado superficialmente y le habría hecho una receta sin preguntarle nada. Pero el doctor Ben Zakán estaba de vacaciones y le había sustituido aquel médico desconocido, que le dio un mes de baja.