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No lograba desprenderse de la impresión de que bastaría retirar las banderas azules y blancas del tractor de oruga para que la ceremonia cobrase un aire arcaico y extranjerizante, como si estuviera celebrándose en una granja colectiva de la Unión Soviética. Y, sin embargo, reflexionó mordisqueando una pajita, parecía que el tiempo se hubiera detenido, era como si estuviera viendo un documental sobre los inicios del sionismo. Pero aquella ceremonia agrícola se había convertido en una farsa en un lugar donde la agricultura prácticamente estaba en bancarrota; aquel kibbutz, o comunidad agrícola sionista, obtenía sus ingresos de una fábrica que producía cosméticos, ni más ni menos, y había dado su nombre a una marca internacional de crema facial que eliminaba las arrugas y rejuvenecía las células dérmicas, anunciada en los periódicos con un par de fotografías de la misma mujer «antes» y «después». Nadie más daba muestras de advertir el absurdo de un rito agrícola allí donde sólo era posible seguir trabajando la tierra gracias a la producción y venta de una crema facial. Tal vez ése era el motivo de la ausencia de Srulke. Cuando Aarón lo estuvo buscando en vano en el comedor para saludarlo, Moish le había asegurado que asistiría a la ceremonia, «aunque sólo sea para inspeccionar lo que han hecho con sus flores», había añadido con una sonrisa.

Mientras miraba en torno suyo con el supuesto propósito de descubrir a Srulke y con el deseo secreto de avistar a Osnat, Aarón llegó a la conclusión de que al menos un sector de la economía del kibbutz estaba en pleno apogeo: había tantísimos niños que a un forastero bien se le podría haber excusado que se preguntara de dónde sacarían tiempo para dedicarse a otras cosas. Los frutos de aquella intensa actividad reproductora correteaban por todas partes y la aparente satisfacción y alegría de las familias numerosas le inspiraron vagos anhelos. Pero su otra voz se apresuró a reprimirlos. El diablillo que llevaba dentro se burló de aquel deseo suyo de pertenencia, y su vena escéptica, muy acentuada con el paso de los años, se hizo dueña de la situación y evocó la imagen de un rebaño de plácidas vacas holandesas, echando a perder sin remedio su ánimo festivo. Para ahuyentar la sensación de que aquella calma era de algún modo entontecedora, rememoró la ira que solía dominarle en otros tiempos y que hoy había vuelto a asaltarle mientras se dirigía al comedor con Moish a la hora del almuerzo.

La distancia entre el comedor y la habitación de Moish era escasa, pero tardaron siglos en recorrerla al tener que ir saludando a todas las personas con quienes se cruzaban y a las que Moish retenía para recordarles una pequeña tarea tras otra; luego hicieron un alto en las casas de los niños para ver si se había reparado un grifo que goteaba y si habían cambiado la arena del arenero de la guardería; a continuación se detuvieron en la secretaría con objeto de averiguar si se había recibido una llamada que estaban esperando, y después de que Moish estudiara los avisos del tablón de anuncios, recogiera el periódico de su casillero, leyera las notas que allí le habían dejado y cogiera el teléfono que sonaba en el gran vestíbulo de la planta baja del edificio del comedor, después de todo eso, al fin subieron al comedor, situado en la planta de arriba.

Moish se entretuvo en la puerta observando la escena y transcurrió una eternidad hasta que cogió una bandeja. Tanta despaciosidad e indolencia acabaron por cansar e impacientar a Aarón, que lo esperaba junto a los carritos de las bandejas. Aarón llegó a la conclusión de que, desde el momento en que ponías el pie en el comedor, tus reservas de oxígeno descendían y tu productividad declinaba; aquella calma flemática, aquella lentitud, eran como para volver loco a cualquiera. Se refugió en un juego de adivinanzas: quién era quién y de quién era hijo cada cual. Logró identificar a las personas de tres o cuatro generaciones reunidas en grupitos, los niños pequeños cabalgando a hombros de sus padres. No supo distinguir a los nacidos en el kibbutz de los adheridos mediante matrimonios, pero un simple vistazo le bastó para saber quiénes estaban allí en calidad de invitados, como él mismo.

Ahora la ceremonia al fin daba comienzo. Aarón aún no había visto a Osnat, pero no se atrevía a buscarla abiertamente. Los primeros en subir a la tarima fueron los trabajadores del huerto de frutales y hortalizas. Dos niños y dos hombres vestidos de azul oscuro depositaron junto al muro de heno un par de grandes cestos llenos de ofrendas y se situaron al lado del micrófono. En una breve alocución sobre la cosecha de aquel año, mencionaron frutas tan exóticas como los mangos, los aguacates y los kiwis, e incluso los caimitos y las piñas, pero nada se dijo de uvas o albaricoques. Aarón volvió a sentirse traicionado. Los desbordantes cestos parecían recién sacados del escaparate de una elegante frutería de la calle Ben Yehuda de Tel Aviv o de un centro de mesa de una habitación de hotel. ¿Qué sentido tiene presentar así este tipo de frutas?», se preguntó pensando en lo anacrónicos que resultaban aquellos (estos, muy similares a los de los carteles en que se representaba a los antiguos pioneros.

Luego les llegó el turno a los cultivadores de algodón y, a continuación, a los trabajadores del taller de costura y de la fábrica de ropa, «vestidos con nuestros últimos modelos», anunció Moish señalando a Fania, la anciana directora del taller de costura, que se había situado a cierta distancia del micrófono. Los trabajadores de los campos subieron después a la tarima, seguidos de los jardineros. Srulke no estaba entre éstos y una vez más Aarón caviló sobre su paradero, ya que, pese a su avanzada edad, nadie había osado poner en entredicho su prestigiosa posición de padre de la horticultura del kibbutz. Pero Aarón no tardó en desechar esas cavilaciones ante la visión de un gran cesto lleno de tarros de crema facial; sujetando en alto uno de ellos, presentado dentro de una caja de plástico transparente decorada con una cinta dorada, Moish anunció: «¡Rocío eterno!». Tal era el nombre poco inspirado de la crema facial que había reportado al kibbutz beneficios de centenares de miles de dólares en los últimos años. Un dibujo del cactus con el que se confeccionaba la crema adornaba el cesto, y Aarón observó divertido aquella planta de grueso tallo y aspecto anodino y vulgar.

Antes de que los grandes tractores comenzaran a rodar en formación, los niños encargados de cuidar a los animales de la pequeña granja desfilaron ante la concurrencia escoltando a un potrillo pardo y a un burrito de un mes que lucía una guirnalda de geranios. Una niña con un vestido blanco llevaba sobre el hombro un sedoso conejo blanco y una parejita de niños transportaba un pollo en una cesta.

Cerraban el desfile once mujeres que marchaban ante el muro de heno llevando en brazos a los niños nacidos aquel año mientras el público aplaudía una vez más, mecánicamente, sin que el ruido de fondo se acallara. A continuación se pusieron en marcha las máquinas agrícolas y, mientras avanzaban lentamente, varias muchachas esparcían desde los engalanados vehículos confeti y estrellitas plateadas.

Hacía calor, pero no bochorno; era el típico calor seco del norte del Néguev. Bajo un sol que aún parecía próximo a su cénit pese a que ya eran las seis de la tarde, los niños correteaban muy animados entre la polvareda levantada por las grandes máquinas. Todo el mundo se puso en pie para recular, cogiendo a los pequeñuelos de la mano para que no se acercaran demasiado. Los hijos de los encargados agrícolas iban sentados en las cabinas junto a sus padres. Un adolescente de pecho desnudo y bronceado conducía la gran cosechadora con gesto inexpresivo, casi indiferente, como ajeno a la impresión que estaba causando en los niños y las adolescentes del kibbutz, algunas de las cuales vestían trajes blancos que realzaban su lozanía y belleza.