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Simjá no se tomó la baja, tenía miedo de que buscaran una sustituta, porque ¿cuánto tiempo podrían dejar a las otras auxiliares a cargo de la enfermería del kibbutz? Tras muchos años trabajando en la limpieza, primero en casas particulares de Kiriat Malaji y luego en el hospital de Asquelón, donde no había mucho trabajo pero las enfermeras eran estrictas, los pacientes sufrían mucho y los largos desplazamientos en autobús la agotaban, Simjá había hecho algo que hasta entonces nunca se le había ocurrido hacer: animada por la enfermera jefe del servicio de medicina interna, donde trabajaba, había solicitado un curso de auxiliar de enfermería para cuidados domiciliarios. El curso duró seis meses y, al concluirlo, hacía un par de años, había conseguido trabajo en el kibbutz.

Y ahora, a los cuarenta y nueve años y ya abuela de cinco niños, a veces podía tomarse un respiro en su lugar de trabajo. De no ser por Moti, podría haber vivido en paz, porque hacía malabarismos con el dinero y se contentaba con comer pollo los viernes e improvisar empanadas vegetales y potajes el resto de la semana y preparar unas deliciosas tortitas con los alones del pollo de los viernes. Pero el problema de Moti le robaba la paz y la tranquilidad.

Moti no tenía más que doce años, pero Simjá sabía que se echaría a perder sin remedio si no lograba alejarlo del barrio cuanto antes. Moti era el menor de sus hijos, y aparte de él sólo seguía viviendo en casa Limor, una niña de trece años, obediente y de buen carácter, que se portaba bien y echaba una mano en las tareas domésticas. Simjá había reconocido enseguida las señales de alarma en Moti: las había visto muchas veces en otros chavales del barrio y siempre había acertado desde el principio. Sabía todo lo que había que saber sobre visitas nocturnas de la policía, gritos, familias deshechas, robos, y también conocía a los chavales en cuestión, que pasaban el día matando el tiempo en el centro comercial, tirando de las palancas de las máquinas tragaperras, o tumbados en casa, mirando el techo con los ojos en blanco. Y más de una vez había acudido en auxilio de Jeannette Abukasi para enfrentarse a su hijo mayor cuando le iba a exigir dinero. Simjá no quería indagar en los motivos de la situación de Moti, pero algo le decía que estaban relacionados con el comportamiento de Albert, y también con su propia debilidad, pues los años habían menguado sus fuerzas. Ya no insistía tanto como antes en decirle a Moti que hiciera los deberes, y cuando lo regañaba por no ir al colegio, su voz no transmitía la misma autoridad que había empleado con sus hermanos mayores.

La palabra «drogas» nunca había salido de sus labios. Y, cuando la asistente social del colegio la citó para hablar con ella, la escuchó con la cabeza gacha y asintiendo. Resistió a la tentación y no pronunció ni una sola vez esa frase que había oído decir a muchas madres desvalidas: «¿Qué puedo hacer?». Una vez que la asistente social, que iba tocada con un elegante pañuelo azul por motivos religiosos, hubo terminado de hablar, Simjá se quedó en silencio y, al fin, dijo: «Sí, lo comprendo»; incluso se había sentido superior a la asistente social, quien no alcanzaba a entender la gravedad del problema. Porque la asistente social, que con gesto nervioso no paraba de recogerse un mechón de pelo bajo el pañuelo, seguramente no era capaz de reconocer a esos jóvenes a quienes Simjá llamaba para sí «los condenados»; Moti aún no estaba irrevocablemente condenado, bastaba con que lo alejara de su pequeña ciudad.

Simjá comentó un par de veces el problema con su hermano mayor y, éste, tras varios intentos infructuosos de hablar con Moti, que siempre se quedaba mirándolo sin decir palabra, le aconsejó que lo enviara al kibbutz. A Simjá le resultaba más que conocido el gesto de desesperación de su hermano tras los intentos de hablar con Moti. También ella había acabado desesperándose por el retraimiento de Moti cada vez que trataba de hablar con él. A medida que hablaba notaba que la pasión iba desapareciendo de sus palabras y que su hijo cada vez se le escapaba más y más de las manos. Cuando intentaba regañarlo los días en que hacía novillos, cuando sus ojos la miraban sin verla, le venía a la memoria la imagen del bebé rellenito que nunca lloraba de noche y la del niño siempre pegado a sus faldas cuya mayor alegría era verla regresar del trabajo. Ahora, al mirar esos ojos inexpresivos, se sentía abrumada por una sensación de fracaso hasta entonces desconocida.

– ¿Dónde está el problema? -le había dicho su hermano-. Trabajas en el kibbutz, puedes conseguir que lo acepten.

Y Simjá lo estuvo meditando durante largo tiempo.

Todas las mañanas, después de prepararles a sus hijos unos bocadillos y enviarlos al colegio, Simjá salía corriendo para coger el autobús que salía de Kiriat Malaji a las ocho y diez, se apeaba en la parada de la autopista y desde allí le quedaban veinte minutos de paseo por la estrecha carretera del kibbutz. De vez en cuando, si tenía suerte, pasaba un coche y la recogía. A las nueve menos cuarto llegaba a la enfermería para relevar a la auxiliar de noche. Por lo general, el doctor Reimer también se presentaba a esa hora para oír el informe de la auxiliar de noche. Luego no volvía a aparecer hasta última hora de la tarde, cuando Simjá ya se había marchado.

Cada vez que veía al doctor, se proponía consultarle si podrían acoger a Moti en el kibbutz, pero en el último minuto la vergüenza se lo impedía. Desde el principio, desde que pisó el kibbutz por primera vez llevando consigo las referencias de la última familia para la que había trabajado, Simjá había pensado en Moti. Aun cuando entonces los síntomas todavía no estaban claros, su madre ya advertía en él una peculiar debilidad, una carencia que una persona más culta quizá habría denominado falta de ambición. Ella no le ponía nombre, pero observaba con inquietud los actos y la conducta de su hijo, así como a los amigos que elegía.

Ahora estaba decidida a actuar, y si antes no sabía cómo abordar al doctor Reimer, al fin se había enterado de que era necesario presentar una solicitud a la junta directiva del kibbutz, y así lo iba a hacer, acallando su miedo y su vergüenza con la idea de que allí todos la trataban con gran amabilidad. En los dos años que llevaba trabajando en el kibbutz no había recibido una sola reprimenda, y, cuanto más tiempo pasaba, mayor era la estima en que la tenían, estima que se manifestaba en miradas amistosas y elogios explícitos, en regalos de fruía y otros detalles en las fiestas. Siempre que hablaban de ella, tanto Rickie, la enfermera, como los pacientes y sus familiares le prodigaban halagos. Los propios pacientes le hacían regalos a veces, y también los hijos de los ancianos ingresados en la enfermería.

Al despertarse aquella mañana preocupada por Moti, Simjá pensó en todo esto y llegó a la conclusión de que el único problema era dar el primer paso. Cómo iba a ir a la oficina, se preguntó desesperada, si tenía que estar en la enfermería a las nueve de la mañana y salir corriendo por la tarde para coger el autobús de las tres y media, o bien esperar tres horas y media hasta que llegara el siguiente autobús, lo que supondría dejar solos a los niños hasta muy tarde. Eso sin tener en cuenta que aquella tarde la iban a dejar al cuidado de sus nietos mientras su hija y su marido asistían a una boda en Kiriat Shmonah. En la enfermería no contaba con ninguna ayuda y estaba prohibido dejar solos a los pacientes, norma que nunca había infringido. Se lo habían dicho muy claro desde el principio y ella nunca salía del edificio hasta que llegaba el cambio de turno.

El trabajo no presentaba mayores dificultades. Nunca solía haber más de un puñado de pacientes, algunos en cuarentena, con enfermedades infecciosas, y otros ancianos. De tanto en tanto ingresaban soldados enfermos que preferían quedarse en el kibbutz en lugar de ir al hospital militar. Hasta el momento la enfermería nunca había estado vacía, y eso le confería seguridad y confianza en que las cosas seguirían así para siempre y ya no tendría que preocuparse de buscar empleo en casas particulares.