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Desde que comenzó a trabajar en la enfermería, siempre había tenido a su cargo, cuando menos, a un anciano. Algunos pasaban allí meses enteros, y ahora, mirando a Félix y cavilando cómo lo iba a despertar para lavarlo, Simjá pensó en lo triste que era estar allí tumbado esperando pacientemente que te llegara la muerte, sin luchar, como su abuela, que había fallecido pocos años después de que la familia emigrara a Israel desde Marruecos y que había pasado los dos últimos años de su vida en la cama.

– Pobrecitos míos -dijo en voz alta mientras preparaba una palangana con agua caliente.

Zahara, la hija de Félix, acudía a verlo un par de veces al día, pero él ni le dirigía la palabra, era como si no la reconociera. También sus nietos iban a verlo a veces. Lo habían estado cuidando en su habitación durante mucho tiempo, pero, según le había explicado el médico a Simjá, ahora Félix requería vigilancia durante las veinticuatro horas del día.

En aquellos momentos sólo había dos ancianos ingresados y Simjá cuidaba de ambos. Físicamente no era difícil; lavarlos era lo único que a veces resultaba fatigoso. Sobre todo lavar a Félix, a quien había que convencer con mucha paciencia y firmeza. Se negaba a colaborar como un niño cabezota. Simjá sabía por experiencia que tenía los días contados. Cada vez que lo alimentaba a través de la nariz, en los ojos de Félix fulguraba una airada desesperación, y ella sabía que aquélla era una de las señales del principio del fin. Después vendría el más absoluto abandono. Aquella desesperación, así como el tono amarillo grisáceo de su rostro y la piel que le colgaba flácida y arrugada de los huesos resecos, indicaban que el final estaba próximo. Pero, como es natural, Simjá no decía nada. Cuando miraba a Félix solía pensar en Moti y en que no se atrevería a pedirle consejo al médico. Sobre todo porque el médico siempre estaba en tensión, apremiado, con prisas por irse corriendo a otro lado.

Aquel día estaba resuelta a ir a la secretaría. Iba a solicitar que admitieran a Moti en el kibbutz aunque al hacerlo perdiera el autobús de vuelta. O, quizá, podría marcharse un poco antes de que terminara su turno, antes de que llegara a relevarla la auxiliar de la tarde, pensó, asustándose de esa ocurrencia.

A Simjá le gustaba su trabajo. Al ver la ropa de cama sucia apilada en un rincón y al paciente bien aseado después del lavado matinal, tumbado entre las sábanas limpias y almidonadas, sentía una satisfacción semejante al agradable cansancio de los viernes por la noche, de aquellos momentos de bienestar en que toda la familia se reunía en torno a la mesa en la casa recién arreglada. Ahora, al sumergir un paño suave en el agua tibia de la palangana, no pudo menos de chasquear la lengua y suspirar. Félix estaba cada vez más distante, menos dispuesto a colaborar, se resistía más y más.

– Van a salirle escaras de estar siempre en la cama, la higiene es muy importante -le repetía al anciano, quien, tumbado en posición fetal, se negaba a moverse-. Le hará sentirse mejor, ya verá qué bien le sienta -le dijo a la vez que retiraba las sábanas de sus hombros-. Zahara vendrá enseguida a traerle el periódico, y luego también vendrán los niños. ¿No le da vergüenza que lo vean así? -murmuró mientras escurría el paño en la palangana-. ¿No le da vergüenza? -repitió.

No conseguía desterrar de sus pensamientos la palabra «vergüenza», pero ya no pensaba en la higiene, sino en la vergüenza de ser tan viejo y estar tan desvalido. No era de su incumbencia idear otras soluciones y recibía sin rechistar las instrucciones del médico con respecto a la alimentación forzosa, pero a veces, cuando veía una mirada de desesperación en los ojos del viejo mientras volcaba cuidadosamente el puré por la sonda, sentía una inmensa lástima, un poderoso deseo de no verlo en aquella situación deshonrosa.

Después de atender a Félix le tocaba el turno a Braja. Aunque tampoco hablaba, Braja era más dócil. Ambos ancianos ocupaban habitaciones contiguas, separadas por un par de grandes puertas plegables que sólo se cerraban cuando la situación era crítica en uno u otro lado. Si había más de dos ancianos ingresados, se veían obligados a compartir habitación, pese a que la intención original había sido concederles intimidad, pero Simjá a veces se preguntaba para qué la necesitaban dado que vivían ajenos a lo que los rodeaba, encerrados en sí mismos, en el más íntimo de los mundos.

Había otra habitación, más pequeña y aislada, destinada a los pacientes en cuarentena. El último ocupante había sido un soldado aquejado de una hepatitis infecciosa, pero ya le habían dado el alta para reincorporarse al servicio activo y ahora la habitación estaba vacía. ¡Qué jaleo se había montado la semana en que estuvo en la enfermería!, pensaba Simjá. Siempre había gente entrando y saliendo, y también música. Lo cierto es que había resultado muy agradable y que ahora volvería a reinar el silencio hasta que de nuevo ingresara algún joven.

Simjá calentó el puré de Braja, comprobó la temperatura metiendo un dedo en el cuenco, y cuando al fin la estimó correcta, incorporó a Braja, la recostó sobre una gran almohada, extendió una toalla limpia sobre la manta y le dio de comer. Retiraba cuidadosamente los grumitos de puré que se le pegaban a las comisuras de la boca y le hablaba sin pausa. En el curso de auxiliar de enfermería le habían enseñado que convenía hablar a los pacientes. Aun cuando no reaccionaran, era importante que sintieran el contacto humano. Simjá seguía las instrucciones al pie de la letra y parloteaba con Braja, sin que le resultara difícil, porque Braja le gustaba. Una vez que hubo limpiado el suelo y el armario de la cocina, levantó la vista hacia el gran reloj de pared y vio que ya eran las doce; pronto traerían la comida y, a continuación, se recordó, iría a la secretaría.

Oyó ruidos, no el sonido habitual del carrito de la comida, sino voces; luego entraron el doctor Reimer y Rickie, la enfermera, con una nueva paciente, una mujer joven. Simjá la reconoció como la hermosa rubia a la que había visto hablando por teléfono en la oficina el día que la entrevistaron para el puesto de trabajo. Aun ahora, pálida y con los ojos cerrados, se la veía hermosa. La llevaron medio en volandas a la habitación para cuarentenas. Simjá se hizo a un lado, dispuesta para ayudar, y se preguntó si sería otro caso de hepatitis, pero se quedó a la espera del carrito de la comida sin decir nada.

Cuando llegó el carrito, el doctor Reimer y la enfermera Rickie aún estaban en la habitación para cuarentenas y Simjá, ocupada en calentar la comida y separar las porciones de Félix y de Braja, apenas si oía lo que ocurría allí. Al cabo, el doctor salió y le dijo:

– Simjá, acabamos de traer a Osnat, va a pasar aquí unos cuantos días. Tiene una neumonía muy grave y quiero que se quede en la enfermería. Sólo tendrá usted que preocuparse de que beba mucho, de tomarle la temperatura y, si ella quiere, de ayudarla a lavarse. Ahora está muy débil, pero en un par de días mejorará y podrá salir. Rickie le va a poner una inyección ahora mismo.

Simjá asintió y preguntó sobre la dieta de Osnat, y el médico le respondió que sin duda no querría comer nada, pero que era importante que bebiera mucho.

– ¿Tal vez el jugo de la compota? -sugirió Simjá vacilante.

El doctor Reimer asintió y respondió:

– Lo que le apetezca, siempre que beba mucho. Como está consciente se lo puede consultar a ella.

Y, con esto, el médico y la enfermera se fueron y volvió a hacerse el silencio. Simjá entró sigilosa en la habitación para cuarentenas. La paciente no era tan joven como le había parecido en un principio, pero tampoco era mayor. Y, desde luego, era una belleza. Parecía adormilada. El doctor Reimer había dicho que Rickie volvería inmediatamente para ponerle la inyección. Simjá decidió pedirle permiso para ir a la secretaría mientras ella se quedaba de guardia. Cuando Rickie regresó, Simjá estaba fregando los platos con la vista pegada al reloj. La enfermera entró en la habitación y Simjá oyó murmullos y retazos de frases que no trató de comprender. No podía dejar de pensar en Moti y en la asistente social y en lo que Limor le había preguntado esa misma mañana: «¿De dónde vas a sacar el dinero para pagarle a Víctor, el del ultramarinos? Dice que no piensa fiarnos más hasta que hayamos saldado las cuentas».