– Ya está, le he puesto la dosis de penicilina de hoy -dijo Rickie saliendo de la habitación-. Esta tarde me pasaré a verla otra vez; cuando venga Yafa, no se olvide de decirle que le dé mucho de beber.
– Sí, sí, no se preocupe -dijo Simjá, y no se atrevió a preguntar nada más.
Rickie se fue. Los dos ancianos dormían. Simjá se asomó a la habitación para cuarentenas, donde Osnat estaba tumbada con los ojos cerrados. Vaciló un instante, mirando el reloj y a la paciente, y al fin se acercó a ella y le puso la mano en la frente. Osnat abrió los ojos y sonrió, Simjá le devolvió la sonrisa y le preguntó si quería beber algo. Y después de que Osnat bebiera unas cuantas cucharadas del jugo de la compota de Braja y cerrara los ojos de nuevo, diciendo con dificultad que le gustaría dormir un rato, Simjá dejó el platito de compota en la mesilla de noche, se quitó la bata y salió del edificio. La secretaría estaba en el otro extremo del kibbutz y recorrió casi todo el camino a la carrera; pero, al llegar, se encontró la puerta cerrada, con un cartel pegado donde se notificaba que había reunión en el club social.
Suspiró y volvió sobre sus pasos. En todo el tiempo que llevaba trabajando allí nunca se había detenido a mirar a su alrededor, ni siquiera de camino al autobús, pero ahora, pese a que tenía tanta prisa, reparó en los edificios, las flores, la tranquilidad, oyó el canto de los pájaros, y pensó en lo agradable que era allí la vida y en lo bien que le sentaría a Moti, o a cualquiera, educarse en el kibbutz.
Regresó a la enfermería tan deprisa como se lo permitieron las piernas, que no fue mucho, y al entrar en el pequeño edificio blanco echó un vistazo al reloj de pared y vio que ya eran las dos, había estado fuera media hora. Desvió la vista del reloj, tomó aliento y, ya repuesta del susto, enseguida advirtió que la puerta que daba a las habitaciones de ambos ancianos estaba cerrada; al abrirla vio que alguien había cerrado asimismo la puerta divisoria y el corazón se le aceleró pensando que en su ausencia había sucedido algo. Pero al abrir la puerta vio a los dos ancianos dormidos, como de costumbre, y a nadie más. La puerta de la habitación para cuarentenas también estaba cerrada; alarmada, Simjá quiso recordar, mientras se ponía la bata que había dejado en la silla de la cocina, si había sido ella quien la había cerrado al salir; mientras titubeaba junto a la puerta, extrañamente atenta a los cantos de los pájaros, oyó gemidos y entró.
La paciente tenía la cabeza colgando por el borde de la cama y respiraba aceleradamente, emitiendo un sonido ronco y silbante. Paralizada en el umbral, sin saber si lo mejor sería telefonear inmediatamente a la clínica, Simjá vio que la paciente estaba a punto de caerse de la cama, corrió hacia ella, la enderezó y, haciendo un gran esfuerzo, logró decir:
– Aquí estoy, cariño, tranquila.
Luego Osnat empezó a vomitar mientras Simjá le sostenía la cabeza. La enferma tenía los ojos cerrados; era imposible saber si estaba semiconsciente o totalmente inconsciente. Continuó vomitando espasmódicamente en el regazo de Simjá mientras ésta le sujetaba la cabeza con mano firme, el oído atento a su respiración estentórea. Cuando le pareció que los vómitos habían cesado, le acarició la cabeza, retirándole el cabello sudoroso de la frente, y se dispuso a ir a por agua y toallas. Pero entonces Osnat emitió una especie de gruñido a la vez que la cabeza se le vencía hacia atrás.
Simjá había visto suficientes muertos en su vida para saber sin sombra de duda lo que se negaba a creer: que aquella mujer había expirado. Se quedó muy quieta, tratando de averiguar si respiraba, pero los labios de Osnat, torcidos en un rictus de dolor, no se movían, y cuando Simjá acercó la oreja al rostro contorsionado, no oyó nada.
Sabía lo que debía hacer. Fue corriendo al teléfono y marcó el número de la clínica, situada al otro lado del kibbutz, donde Rickie estaría en ese momento administrando medicamentos, vendando heridas y ocupándose de las demás tareas que tenía a su cargo cuando el médico no estaba en el kibbutz. Rickie llegó resollando y, al cabo de un instante, apareció un hombre que se precipitó hacia la habitación para cuarentenas, desde donde Rickie lo llamaba a voces:
– ¡Moish, Moish, ven aquí!
Simjá permaneció en el umbral observando cómo la enfermera Rickie hacía la respiración boca a boca y masajeaba el pecho a la paciente, a quien Simjá ya llamaba mentalmente «la difunta» o «la pobrecilla», porque era obvio que no había manera de devolverla a la vida, aunque a la mujer de Ben Yaakov, el carnicero, sí habían logrado reanimarla golpeándole el pecho tal como ahora Rickie se lo golpeaba a aquella pobre mujer, pero aquello sucedió después de que la mujer de Ben Yaakov se ahogase en el mar y no después de estar enferma con una fiebre tal vez de cuarenta grados.
Entretanto, el hombre a quien la enfermera Rickie llamaba Moish había salido a telefonear y Simjá le oyó gritar:
– ¡Mordie, trae la ambulancia inmediatamente, Osnat está muy mal! -y después-: ¡No, no, Eli Reimer va de camino al hospital, salió hace un cuarto de hora, es imposible dar con él!
La ambulancia llegó al instante y, entre todos, trasladaron a Osnat al vehículo. En el último momento, la enfermera Rickie regresó a la habitación para cuarentenas, rebuscó en la papelera y sacó la ampolla y la jeringa que había empleado para ponerle la inyección.
Déme una bolsa de plástico -le pidió a Simjá.
Luego salió corriendo y montó en la ambulancia, cuyas ruedas rechinaron sobre la estrecha carretera, y de pronto se hizo un silencio absoluto; hasta entonces Simjá no se dio cuenta de que debería haberles dicho que había salido un rato de la enfermería; tenía la certeza de que Osnat estaba muerta, nada podría devolverle la vida, y ahora le echarían a ella la culpa, pues si hubiera estado presente todo el tiempo quizá podría haber avisado a la enfermera Rickie a tiempo para que la salvara. Ojalá hubiera estado allí para informar a la enfermera inmediatamente, en cuanto Osnat se sintió mal. La idea de que tendría que haber confesado que había dejado solos a los pacientes para ir a la secretaría la llenó de pánico: una vez hecha esa confesión ya se podía ir despidiendo de su empleo en el kibbutz y de la posibilidad de que aceptaran a Moti.
Miró a Félix, quien, como si nada hubiera sucedido, continuaba tumbado contemplando la pared con los ojos muy abiertos, en la misma posición fetal en la que llevaba todo el mes. Por su parte, Braja dormía apaciblemente, como era su costumbre después de comer, y Simjá sabía que no se despertaría antes de que llegase su relevo. Puesto que nadie sabía que había salido, tal vez no iba a ser necesario que dijese nada y lo echara todo a perder.
Se enjugó el rostro, se quitó la bata azul manchada de vómito, entró en la habitación para cuarentenas y, en un arranque de fuerza nacida de la angustia, quitó la ropa de la cama, lavó las manchas de vómito de las sábanas y de su bata y las echó en el cesto de la ropa sucia. Luego frotó bien el colchón, le dio la vuelta, volvió a hacer la cama con sábanas limpias y fragantes y fregó un par de veces el suelo. Cuando hubo terminado y la habitación se veía tan pulcra como antes de que todo comenzara, se sintió aliviada. La angustia remitió y se dijo que aun cuando hubiera estado allí todo el rato no habría podido ayudar a Osnat, porque ¿qué habría sido capaz de hacer por sí sola la enfermera Rickie si la hubiese avisado con más tiempo? Pero otras voces interiores le advertían que eso no era necesariamente cierto. Limpió los restos de vómito que le habían manchado el vestido a través de la bata mientras una profunda inquietud se apoderaba de su ánimo; las piernas le flaqueaban cuando roció la habitación con el atomizador del cuarto de baño para eliminar los últimos vestigios de mal olor. Se sentó junto a la mesita de la cocina, reclinó la cabeza en los brazos y se quedó a la espera.