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Michael Ohayon no paraba de revolverse en la silla. Tan pronto cruzaba los brazos como los descruzaba y ponía las manos sobre la mesa. Pero ni los cigarrillos que fumaba en cadena ni el comedimiento de Emanuel Shorer, director del Departamento de Investigación Criminal, lograban relajar la tensión y la cólera que despedía el inspector Majluf Levy. Vestido de uniforme, Levy alisaba incesantemente una arruga invisible de sus pantalones y, de vez en cuando, se enjugaba la frente con un pañuelo que se sacaba del bolsillo con mucha ceremonia, operación para la que tenía que incorporarse un poco, y a continuación doblaba con cuidado el pañuelo antes de devolverlo a su sitio. Cada vez que rompía a hablar clavaba la vista en un punto del suelo mientras manoseaba el grueso anillo de oro que ceñía su fino y pulido meñique, tiraba compulsivamente la ceniza de su cigarrillo en el cenicero y, sólo entonces, levantaba la mirada hacia el hombre que tenía enfrente.

Michael Ohayon arrojaba la ceniza en su taza de café vacía, sobre los turbios posos donde se habían ido apagando una colilla tras otra con un breve chisporroteo.

El general de brigada Yehuda Nahari, jefe de la Unidad Nacional para la Investigación de Grandes Delitos o UNIGD, era el único de los presentes a quien no parecía importarle lo que ocurriese con el caso que tenían entre manos, como si no le concerniera. Incluso se le veía aburrido a ratos, y cuanto más se prolongaba la reunión, más breves se hacían los intervalos entre las ojeadas que echaba a su reloj; al final, sus dedos iniciaron un agitado y rítmico tamborileo sobre el borde de la mesa, que sólo se detuvo cuando apoyó el codo en la mesa y recostó la barbilla en la mano.

Cuando Michael se permitió suspirar, liberando con una pequeña explosión el aire que tenía comprimido dentro, Shorer dijo:

– Como ya he dicho antes, tenemos dos posibilidades, y, también repitiendo lo que he dicho, transferir el caso a la UNIGD no ha sido decisión mía sino del comisario jefe, así que no hay nada que discutir. Ahora bien, también existe otra posibilidad, en mi opinión la más adecuada, consistente en incluir en el equipo a alguien del subdistrito de Lakish, si es que estamos todos de acuerdo.

Por cuarta vez en la reunión, Levy dejó oír su voz, diciendo en un tono deferente cargado de orgullo herido y cólera reprimida:

– ¿Todo esto a causa de la carta? ¿Aunque no haya en ella nada incriminador? -Shorer se abstuvo de decir nada-. Todos sabemos que no se trata sólo de la carta -continuó Levy, alzando por primera vez la voz-. Si lo que tuviéramos entre manos fuera un caso de aquí mismo, de Asquelón, a nadie se le habría ocurrido transferírselo a la UNIGD aunque se hubiesen descubierto dos cartas en lugar de una. ¿A qué viene esta sarta de embustes? Olvidémonos de quién va a conseguir el caso, pero al menos seamos sinceros.

En lugar de devolver la mirada ofendida a Levy, Michael fijó la vista en Shorer, cual discípulo leal y obediente.

– No debería tomárselo de una manera tan personal -dijo Shorer, conciliador.

– Entonces ¿cómo quiere que me lo tome? Dígame cómo tengo que tomármelo, vamos, dígamelo -protestó Levy, pegando un golpe sobre la mesa con su mechero de oro-. ¿Qué se han creído, que aparte de la UNIGD nadie domina el trabajo policial? Hay casos importantes y casos sin importancia, ¿se supone que tenemos que pasarnos la vida ocupándonos de rateros, ladronzuelos y putas? ¿A quién pretende engañar? El motivo no es la carta, sino el kibbutz. Por lo menos diga la verdad.

La gran ventaja de aquel estallido, pensó Michael Ohayon, cuidándose mucho de no desviar los ojos de la pared y de no mirar a los pálidos ojos de Levy para no atraer su ira sobre sí, la mayor ventaja era que todas las corrientes subterráneas que rebullían desde el principio de la reunión habían aflorado a la superficie. Majluf Levy tenía el valor de llamar las cosas por su nombre y era imposible hacer caso omiso de sus palabras. El arrebato que acababan de presenciar era un espectáculo inusitado en aquel foro. Las diferencias de rango y el hecho de estar reunidos en el cuartel general de la policía nacional deberían haberle hecho reprimirse.

– No le comprendo -dijo Shorer, ensayando otro enfoque-. Está hablando como si ya hubiéramos decidido que el caso requiere un equipo especial de investigación. Aún no hemos decidido nada. Y si llegamos a la conclusión de que se ha cometido un crimen, ¿tiene idea de lo que supone llevar a cabo una investigación en un kibbutz?

– ¿Qué más da? -replicó Levy echando chispas-. ¿Dónde está la complicación? ¿Es que no respondimos bien cuando hubo que investigar los robos del kibbutz Mayanot? ¿O es que no supimos investigar aquel otro asunto de drogas? De golpe y porrazo, ¿ya no valemos para realizar una investigación interna? Pero ¿qué está pasando? Si me permite que se lo diga, señor, con el debido respeto, somos nosotros quienes mejor conocemos el terreno. El subdistrito de Lakish es nuestro territorio natural y, además, no somos unos novatos. Y me gustaría saber cuál fue la última vez que la UNIGD entró en un kibbutz -echó en torno una mirada de triunfo, todavía cabalgando sobre su inicial oleada de osadía.

Pero Shorer permaneció en silencio, con expresión impasible, y Levy bajó la vista. Nahari suspiró y miró al techo con desesperación, y el comandante Shmerling, oficial del Departamento de Investigación del distrito meridional, miró cansinamente a Majluf Levy y estaba a punto de decir algo cuando Shorer repitió:

– No ha sido decisión nuestra, y, de todas formas, no me parece a mí que este caso vaya a saltar a los titulares. Para ser franco le diré que lo veo como un caso perdido, y, yo en su lugar, me alegraría de no tener que ocuparme de él. El comisario jefe adoptó la decisión después de que usted informase sobre la carta, y, como muy bien sabe, la UNIGD existe precisamente para contingencias como ésta. No le comprendo -dijo suavemente, como si se dirigiera a un niño-, sabe perfectamente que cuando se presenta un caso de los denominados de interés público, en el que está implicado un parlamentario o cualquier otra personalidad pública, y no sabemos en qué aguas cenagosas vamos a meternos, siempre recurrimos a la UNIGD. Ya le han felicitado por la presteza de su actuación y, ciertamente, se ha hecho merecedor de los mayores elogios.

Majluf Levy no parecía haber asimilado aquellas alabanzas. Por el contrario, tenía el aire de quien se sabe vencido y ha optado por tomárselo lo mejor posible. Por su expresión se veía que estaba apelando a su razón para que dominase sus sentimientos. Suspiró.

– De acuerdo, se lo transferiré -dijo-, pero deberían darse cuenta de que no nos gusta que nos traten como a ciudadanos de segunda. Nosotros también estamos preparados para llevar a cabo investigaciones especiales, contamos con técnicos de laboratorio y todo lo necesario. Me gustaría que no lo olvidaran -y, con repentina animación, añadió-: Pero aún no hemos llegado a la conclusión de si se trata de un asesinato o de una muerte natural… ¿Por qué demonios hay que realizar una investigación reservada?

– No sé a qué se refiere con eso de «conclusión» -dijo Nahari-. Llegar a eso lleva su tiempo. Dentro de unas horas recibiremos el informe forense y conoceremos la causa de la muerte. De momento sólo estamos en alerta, porque si al final murió de neumonía resultará ser una falsa alarma. Así que ¿a qué estamos jugando? ¿A qué viene tanto jaleo cuando ni siquiera sabemos cómo se van a desarrollar las cosas? ¿A qué tanta susceptibilidad? ¿Qué más le da que Ohayon lo acompañe o que, por el contrario, se vaya al Instituto Forense? ¿No tenemos otros motivos de preocupación que el de restañar vanidades heridas?