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Nahari se volvió hacia Shorer, que repasaba una vez más los papeles que tenía delante. Shorer meneó la cabeza y se quitó sus minúsculas gafas de leer, una nueva adquisición que había hecho aparecer una sonrisa perpleja en la cara de Ohayon cuando aquella mañana se las vio puestas por primera vez. La montura dorada rectangular se perdía en el ancho rostro de Shorer, que se justificó diciendo: «¿De qué te ríes? Me costaron cuatro dólares en Hong Kong, y tengo tres pares». Ahora, Shorer se quitó las gafas y dijo:

– Por mi parte no hay ninguna objeción, creo que la colaboración será útil. Por lo que a mí respecta, podemos ponernos manos a la obra.

– ¿Tomamos antes un café? -preguntó Ohayon, a la vez que abría la carpeta que tenía ante sí.

Shorer consultó a los demás con la mirada.

– Yo preferiría algo frío -comentó Nahari-. Hace mucho calor en este Jerusalén; yo diría que no se está mejor que en Pétaj Tikvá.

– Pero aquí por lo menos es un calor seco, no como el de la llanura costera -señaló Shmerling-. Esto se parece más al Néguev, no se suda tanto como en Tel Aviv -añadió, buscando el asentimiento de Levy con la mirada.

Pero Levy continuó dando vueltas y más vueltas a su anillo, y se limitó a asentir con la cabeza y a decir: «Sí, gracias», cuando Shorer le preguntó si quería un refresco.

Cuando llegaron los cafés y las botellas de zumo, todo el mundo estaba absorto en la documentación de las carpetas. Shorer ofreció leche y azúcar a quienes tomaban café. Él mismo volcó tres cucharadas de azúcar en el café solo de Michael Ohayon y lo revolvió histriónicamente antes de tenderle la taza con gesto de asco, diciéndole:

– Aquí tienes tu veneno, no sé cómo nadie puede beber este almíbar.

Durante los siguientes minutos sólo se oyeron los ruidos que hacían al beber y al pasar las páginas. El aire acondicionado se había estropeado y el ventilador que zumbaba en un rincón no refrescaba la habitación, cada vez más cargada, limitándose a lanzar ráfagas intermitentes de aire caliente sobre los reunidos en torno a la mesa.

Shorer dejó ante sí la carpeta y partió en dos una cerilla quemada que había sacado de la caja de fósforos de Michael.

– Majluf -dijo-, ¿por qué no nos cuenta la historia completa? Conocemos los hechos, pero no los hemos oído en este foro, y podría decirse que ahora este foro está comenzando a funcionar como un equipo. ¿A qué estamos? ¿Hoy es siete de julio? Y ocurrió hace dos días, ¿verdad? -miró a Nahari, que asintió apurando su vaso de zumo.

– Eso es, déme un cigarrillo -le pidió Nahari a Michael Ohayon.

Michael le tendió el paquete de Noblesse por encima de la larga mesa y luego ofreció la cerilla encendida a Majluf Levy, que se arrellanó en su silla preparándose para lanzar una perorata.

El gesto de concentración de Majluf Levy revelaba su esfuerzo por sobreponerse al disgusto, y Michael sintió vergüenza ajena al ver así reflejados aquellos sentimientos. Después de la reunión, de la que salió con las piernas entumecidas, comprendió que más que vergüenza ajena lo que había sentido era una absoluta identificación con la inquietud demostrada por el inspector Majluf Levy, que en ningún momento se había ajustado a las ideas preconcebidas de Nahari sobre cómo había de ser un investigador del provinciano subdistrito de Lakish. Las cejas de Levy se fruncieron sobre sus pálidos ojos grises. Bajó la vista para luego alzarla hacia el techo, hinchó los carrillos inspirando a fondo, exhaló el aire lentamente por entre sus estrechos labios y, entonces, al fin posó las manos sobre la mesa y arrancó a hablar.

Michael se preguntó si alguno de los presentes estaría tan tenso como él, pero un cuidadoso escrutinio de los rostros que lo rodeaban no reveló señales de incomodidad ni expectación comparables a las suyas. Se dispuso a escuchar con atención, tratando de no hacer caso de las palpitaciones que sentía al mirar a Levy a la cara y ver el sorprendente parecido que tenía con su tío Jacques, el hermano menor de su madre, fallecido repentinamente años atrás de un ataque apopléjico mientras desempeñaba una misión de espionaje en Bruselas. Michael había estado muy unido a él. Era la persona a la que recurría cuando tenía cualquier problema. Ahora casi sonrió al recordar la conversación que habían mantenido en vísperas de su boda con Nira y las bromas que, tiempo después, Jacques le había contado para aliviar la tensión previa al divorcio.

Jacques era un solterón cuyos éxitos con las mujeres se habían vuelto legendarios en la familia. Él mismo nunca alardeaba de ellos. Acudía a las comidas familiares y demás ocasiones festivas llevando cada vez a una mujer distinta, y nunca se permitía un guiño cuando la presentaba como si fuera la primera mujer que nunca lo hubiera acompañado. De él había aprendido Michael a inclinarse sobre las mujeres y posar en sus ojos aquella mirada anhelante que les derretía el corazón. («Pero tienes que desearla de veras», le había advertido Jacques. «No se trata de actuar, aunque quizá sí de tener descaro.») Y siempre que Michael emprendía una nueva aventura amorosa, por pasajera que fuera, cuando le cedía el paso en una puerta a la mujer en cuestión, o escuchaba atentamente lo que le contaba, en sus oídos reverberaba el eco de algunas frases de Jacques. «Lo más inteligente que he oído en la vida», decía Jacques, citando a un popular cómico israelí, «es: "Sé un hombre, humíllate". Sigue ese consejo, Michael, y no te equivocarás. Con esos ojos, ese cuerpo esbelto y esos bonitos labios que has heredado de tu padre, llegarás lejos. Sólo tienes que aprender a humillarte, pero sin pasarte». Y, llegado a ese punto, Jacques lanzaba una de sus estruendosas carcajadas, y en esto, decidió Michael, no se parecía en absoluto a Majluf Levy, que no se había reído espontáneamente ni una vez y en cuyos ojos no se veía el menor destello de malicia. «Humillarte significa no tomarte en serio a ti mismo, al menos no todo el tiempo», le había explicado Jacques en más de una ocasión.

Jacques también lucía un anillo de oro en el meñique de su mano derecha, un anillo con el que solía juguetear principalmente cuando le leía la cartilla a Michael. El padre de Michael había fallecido siendo él un niño, y su madre solía recurrir a su hermano para que ejerciera de padre en las raras ocasiones en que había que llamar al orden a Michael; como cuando se negó a comer durante varias semanas tras la muerte de su padre, o cuando se empeñó en ir a un internado en Jerusalén, o cuando estuvo un par de días desaparecido y lo encontraron en Elat.

Jacques falleció un año después del divorcio de Michael. A lo largo de su vida de casado se habían visto una vez al mes, los dos solos, en un restaurante de Jaffa especializado en pescado del que Jacques era cliente habitual. Jacques nunca criticaba a Nira y trataba a sus padres, Yuzek y Fela, con respeto y cortesía. Había conquistado a Fela la primera vez que se vieron cantando muy serio las alabanzas del pescado relleno que les sirvió y repitiendo de la compota de la que ella tanto se enorgullecía. Pero lo que realmente hizo que se ganara a Yuzek y a Fela, que también albergaban sus dudas con respecto a su yerno Michael, fue la serenidad que emanaba, su desenvoltura y sus perfectos modales. Desde la primera visita a su casa, Jacques se comportó como si hubiera cenado en innumerables ocasiones en casas de acaudalados comerciantes de diamantes de origen polaco. Y cuando fue a ver a Michael y a Nira con ocasión del nacimiento de Yuval, cuatro meses después de la boda, trató a Nira como si fuera la niña de sus ojos. Jacques era el único pariente de Michael que conseguía que Nira sonriera de placer y a veces incluso se ruborizara. Flirteaba descaradamente con ella a su manera sutil, nunca se presentaba sin un ramo de flores y nunca prolongaba excesivamente sus visitas.