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Jacques vivía solo en un piso del centro de Tel Aviv desde donde emprendía sus viajes secretos. La madre de Michael temía por su seguridad, e incluso ahora, años después de que falleciera su madre, Michael aún parecía oír sus lamentaciones por su hermano pequeño, tan sólo dieciséis años mayor que Michael, que «no tenía una mujer que lo cuidara». Michael lo quería y estaba orgulloso de él.

Yuval tenía siete años cuando murió Jacques, y siempre que se sentía triste le pedía a su padre que le contara más cosas del tío Jacques. A veces decía: «Vamos a recordar al tío Jacques», sacaba de la cómoda del dormitorio el álbum de fotos, iba pasando las páginas y exclamaba alegremente: «Ésta es de cuando el tío Jacques fue a esquiar al monte Hermón, y aquí está haciendo windsurf, y aquí…». A veces Yuval daba rienda suelta a las lágrimas aprisionadas en su interior utilizando de excusa al tío Jacques.

En cierta ocasión en que estaba burlándose de su abuelo materno, Yuval, que a la sazón tenía catorce años, le comentó a Michaeclass="underline"

– Pero ¿sabes una cosa?, ni siquiera él tiene nada que decir en contra de Jacques. Y tampoco suspira cuando habla de él. Incluso sonríe.

Yuval había suspirado mirando la fotografía en blanco y negro donde se veía a Michael en el asiento trasero de una enorme motocicleta, abrazado a la cintura de su tío, los ojos brillando con la misma felicidad que reflejaba su ancha sonrisa.

– Es una pena que haya muerto -dijo Yuval con tristeza, inclinado sobre la foto-. Nunca te he visto tan feliz como cuando estabas con él -dijo en alta voz, mientras dirigía una mirada reflexiva a su padre.

– Lo quería de verdad -le dijo Michael-, pero a ti te quiero igual -se apresuró a añadir sin tomar aliento, devolviéndole la mirada a su hijo con aire culpable.

Jacques fue la única persona que jamás se burló de los desvelos de Michael por su hijo. Pocos días después de que naciera Yuval, Jacques fue de visita llevándole un gigantesco y mullido oso de peluche. «Es algo que nunca me he atrevido a hacer, tener un hijo», le susurró a Michael mientras ambos contemplaban al niño en su cuna. «No he tenido el valor necesario. No entiendo cómo se les puede mantener a salvo. Me parece un milagro increíble», y acarició el pie desnudo del bebé. «Cuídalo mucho», dijo a modo de despedida, y desapareció.

Ahora, contemplando las tensas manos de Majluf Levy y oyendo la fragilidad de su voz, Michael llegó a la conclusión de que el parecido con su tío era casi inapreciable. Jacques también había sido la única persona que lo había apoyado cuando decidió abandonar la universidad, perder la beca para Cambridge, rechazar la brillante carrera académica que todos le auguraban, y así poder cuidar de Yuval tras su divorcio. También había sido Jacques quien le había presentado a Shorer. «Un gran amigo mío», le dijo a Michael mientras éste le estrechaba la mano al jefe del Departamento de Investigación Criminal. Y Michael sabía que tenía que agradecerle a Jacques el afecto que Shorer le demostraba, aquella relación tan especial entre jefe y subordinado que era la envidia de sus compañeros.

Cuando, hacía unas semanas, trasladaron a Michael Ohayon a la Unidad de Grandes Delitos y comenzó a desplazarse a Pétaj Tikvá todos los días, no había imaginado ni por un instante que el primer caso que le asignarían iba a ser investigar un asesinato en un kibbutz. Reaccionó con asombro cuando le comentaron por primera vez que se sospechaba que se había cometido un asesinato.

– ¿Ha habido alguna vez un asesinato en un kibbutz? -preguntó.

– Se han dado dos casos -replicó Nahari, haciendo una mueca-, pero no como éste. Uno hace no mucho tiempo, provocado por un arrebato pasajero de locura, y otro en los años cincuenta. Pero este último no fue más que un extraño intento de asesinato -prosiguió, consultando sus notas-. Una pobre mujer que perdió la cabeza y trató de matar a alguien que no le había hecho ningún daño. Toma, lee tú mismo la sentencia -y le tendió a Michael una fotocopia del fallo judicial.

Michael comenzó a leer para sí: «La demandante contra el Fiscal General y la sentencia recurrida en apelación ante el Tribunal Supremo en sus funciones de sala de lo penal». En marzo de 1957, los jueces habían deliberado durante diez días sobre el caso de la acusada, sentenciada a dieciséis meses de cárcel, condena recurrida por el Fiscal General por su lenidad. Al pensar que desde entonces habían transcurrido treinta años, Michael sintió que tenía en las manos un documento histórico. Tras leer las primeras líneas, se olvidó de Nahari, y se embebió por completo en la lectura:

La demandante, una mujer que pertenecía al kibbutz M., se encontraba en el comedor del kibbutz la noche de autos. En aquel momento, un maestro del kibbutz, el señor A., estaba allí cenando solo, pues los demás miembros aún no habían acudido. Al terminar de cenar, la demandante se aproximó al señor A. y le ofreció un cuenco de budín de chocolate. Esto sorprendió al señor A. por diversos motivos: en primer lugar, le extrañó la presencia de la demandante en el comedor dado que había concluido su turno de trabajo a primera hora de la tarde…

La voz de Nahari lo sobresaltó:

– No pretendía que lo leyeras ahora mismo de cabo a rabo; te lo puedes llevar. Sólo quería demostrarte que no es la primera vez que sucede algo así.

Michael dobló el documento y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Tenía intención de leerlo aun cuando no le transfirieran el caso. Ahora volvía a pensar en aquel documento mientras Majluf Levy recitaba los hechos que todos los presentes conocían.

– El día 5 del mes en curso -dijo Majluf en un tono de circunstancias que hizo que Michael sintiera vergüenza por él; Majluf distaba mucho de ser un imbécil, pero no era en absoluto consciente de las diferencias, tan predecibles como para ser estereotipadas, que lo separaban de sus colegas y se revelaban en sus ademanes y en su forma de hablar- recibimos en la comisaría de Asquelón una llamada telefónica de la doctora Guilboa, del hospital Barzilai. Respondió a la llamada…

– No se preocupe de esos detalles -lo interrumpió Nahari con impaciencia-. Vaya directamente al grano.

Majluf Levy se ruborizó ante aquella insolencia mientras Michael se reprochaba haber visto la menor semejanza entre aquel hombre y su tío Jacques.

– Déjele que lo cuente a su ritmo -intervino Shorer, ahorrándole a Majluf la necesidad de protestar-. ¿Qué nos importa que tarde unos minutos más? Nos vendrá bien oír toda la historia una vez -a continuación se volvió hacia Majluf-: Cuéntela a su ritmo, con todos los pormenores -dijo con una autoridad que nunca dejaba de sorprender a Michael aunque la conociera, porque se manifestaba en momentos imprevistos.

– En fin, para resumir una larga historia, el sargento Kochava Strauss y yo fuimos al hospital, donde ella, es decir, la doctora Guilboa, nos lo explicó todo. Que habían llevado allí el cadáver de una mujer de cuarenta y cinco años, Osnat Harel, que aparentemente había fallecido de una reacción alérgica a una inyección de penicilina que le habían puesto en el kibbutz. La enfermera del kibbutz la había trasladado en una ambulancia cuando ya había fallecido y lo único que restaba por hacer era averiguar la causa de la muerte. Y en la sala de urgencias se montó un buen alboroto porque trataron de reanimarla, pero vieron que era una causa perdida, y la médico de guardia, la doctora Guilboa, una mujer bastante joven pero muy buena en su profesión -aseguró Majluf Levy-, la he visto trabajar en unas cuantas ocasiones -añadió, y tal vez se planteó entrar en detalles para demostrarles la competencia profesional de la doctora Guilboa, pero un vistazo a la expresión de Nahari y a sus dedos, que tamborileaban sobre la mesa con visible impaciencia, le disuadió de hacerlo-. Sea como sea -prosiguió-, la doctora explicó a la familia y al director general del kibbutz que tenían que practicar una autopsia y para ello había que trasladar el cadáver al Instituto de Medicina Forense de Abu Kabir.