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– Haga el favor de recordarnos -intervino Shorer en tono paternal-, haciendo un esfuerzo por ser preciso, en qué consistía el problema y por qué no estaban en condiciones de asegurar que la causa de la muerte hubiera sido una reacción a la penicilina. Ohayon aún no ha oído la explicación de sus labios, sólo la ha leído en su informe -y lanzó una mirada admonitoria a Nahari, que dejó de tamborilear sobre la mesa, se examinó los dedos, chasqueó sus nudillos uno a uno y, al fin, apoyó la barbilla en la mano.

– La cuestión es como sigue -dijo Majluf Levy, mirando de frente a Michael, quien encendió otro cigarrillo sin retirar de el la vista-. Hay que empezar hablando de la enfermera del kibbutz, una enfermera contratada. Las jóvenes del kibbutz no quieren hacerse enfermeras, está pasado de moda, y, por eso, cuando se marchó la enfermera que tenían antes se vieron obligados a contratar a una persona de fuera, siendo la primera vez que un forastero ocupaba un puesto en el kibbutz, y algunas de las personas mayores comentaron que aquello era el principio del fin. La enfermera en cuestión va a dejar su puesto pronto, a finales de mes, es una mujer de treinta y cuatro años llamada Rivka Maimoni, pero todo el mundo la llama Rickie. Tiene mucha experiencia; antes trabajaba en el hospital Barzilai y conoce a todo el personal de ese centro. De manera que esta enfermera explicó así lo sucedido: dijo que la difunta sufría una grave neumonía, diagnosticada por el médico del kibbutz, el doctor Reimer, que también trabaja en el hospital Soroka de Beer Sheva, pero vive en el kibbutz como médico a sueldo. La neumonía que le diagnosticó la noche de la víspera era grave y él quería ingresarla en el hospital el lunes, pero ella se opuso.

– ¿Quién se opuso? -preguntó Michael-. ¿La paciente?

Majluf Levy asintió con la cabeza y luego le corrigió:

– La difunta, Osnat Harel, se opuso a que la ingresaran. La enfermera, Rickie, me contó que era una mujer testaruda y de ideas propias, un tipo de persona difícil de manejar. Y él, el médico, no sabía de qué tipo de neumonía se trataba… Hay dos tipos, una es infecciosa y la otra no, ahora no recuerdo los nombres -se excusó, y miró a Michael, que se encogió de hombros como diciendo: «A mí no me lo pregunte».

– Vírica y bacteriana -dijo Nahari con voz cansina-, y el problema no es si es infecciosa o no, sino si el tratamiento con antibióticos puede curarla. No tiene importancia, continúe.

– La ingresaron en la enfermería y la enfermera, siguiendo instrucciones del médico, le administró una inyección de penicilina, tal como dice en el informe incluido en la carpeta.

– Penicilina procaína, seiscientas mil unidades -dijo Nahari, mientras se rascaba la puntiaguda y bien rasurada barbilla-. ¿Por qué no le dio la penicilina por vía oral?

– Lo decidió el doctor, ¿cómo quiere que lo sepa yo? -repuso Majluf Levy encogiéndose de hombros-. Fue el tratamiento que decidió darle, y él es el médico, ¿no es así?

Nahari hizo un gesto de asentimiento, pero todos se dieron cuenta de que algo le preocupaba. Aquella sensación reavivó la tensión que parecía haberse aliviado. Otra persona cualquiera lo habría dejado correr, pero no Emanuel Shorer. Con la franqueza y la aversión a los rodeos que lo caracterizaban, preguntó abruptamente:

– ¿Qué es exactamente lo que le preocupa?

Michael tenía miedo de que Shorer estallara y amonestara a Nahari por su evidente necesidad de hacerse el listo y quedar por encima de los demás.

– Lo que me preocupa es que, por lo que yo sé, si no me traiciona la memoria -dijo Nahari con una falsa modestia que a nadie engañó-, desde hace dos o tres años se ha prescindido de las inyecciones de penicilina como tratamiento habitual de la neumonía y se prefiere administrarla por vía oral. Por eso me gustaría averiguar qué ha pasado en este caso.

– Muy bien, no clarifiqué ese punto y la doctora Guilboa no comentó nada al respecto -dijo Majluf Levy agresivamente.

– Tome nota de que hay que enterarse de eso -ordenó Nahari a Michael, quien empuñó el lápiz amarillo que descansaba junto a la documentación y que había estado mordisqueando hacía un momento y anotó de mala gana que debían verificar ese extremo.

– Un momento -dijo Nahari-. Antes de continuar, querría comprender una cosa. El médico del kibbutz, el que prescribió la inyección…, ¿no ha hablado usted con él?

– No -respondió Majluf Levy-, no lo conseguí, tenía guardia en el hospital hasta la noche siguiente, y luego se marchó directamente a cumplir sus deberes de reservista y no conseguí dar con él.

La expresión de Nahari rayaba en el desprecio y en su voz resonó una leve nota de triunfo, como si le agradara que se hubiesen cumplido sus previsiones. El inspector Majluf Levy había tenido un desliz.

– El ejército no está en la luna -comentó con indiferencia, levantando la vista hacia el techo y bajándola a continuación para dirigir una mirada sardónica a Shorer.

– ¿Puedo continuar? -preguntó Majluf Levy; encendió un cigarrillo y dejó el mechero junto a la carpeta de documentación a la que echaba una ojeada de vez en cuando.

– Continúe, continúe -le animó Shorer.

– Así que le pusieron la inyección y la enfermera Rickie se quedó a su lado unos veinte minutos, comprobando que todo iba bien. Luego se marchó, porque su presencia se requería en la clínica, que está en el otro extremo del kibbutz.

– Y el médico, ¿dónde estaba? -preguntó Michael.

– Ésa es la cuestión -replicó Majluf Levy-, tenía mucha prisa porque le tocaba guardia en el hospital de Beer Sheva. Ya lo he dicho antes, que trabaja en el Soroka.

– ¿La dejaron sola en la enfermería? -inquirió Shorer sorprendido.

– No, señor -le corrigió Majluf Levy-, no la dejaron sola, tienen contratadas a auxiliares de enfermería, personas de fuera. Hacen turnos las veinticuatro horas del día, porque en la enfermería están ingresados un par de ancianos que no se valen por sí mismos. Y los atienden las auxiliares de enfermería, porque allí no meten a los ancianos en residencias ni asilos.

– Así que se quedó en la enfermería con los dos ancianos y la auxiliar -dijo Nahari-. ¿Y después?

– A los ancianos no hay manera de sacarles la menor información -dijo Majluf Levy con un suspiro-, tienen un pie en el otro mundo -hizo una breve pausa, como embebido en sus reflexiones, volvió a suspirar y prosiguió-: Los dos están totalmente idos. Les hablas y no te contestan. La vieja sí habla, pero desvaría, y el viejo sencillamente no dice nada. Así que, según el relato de la auxiliar, sobre las tres de la tarde oyó ruidos procedentes de la habitación donde estaba la difunta y entró, y vio a la difunta vomitando y ahogándose, y luego emitió un estertor y murió.

– ¿Quién es esa auxiliar? -quiso saber Shorer, que ojeaba la documentación; luego dijo como para sí-: Aquí la tenemos, su declaración firmada -leyó rápidamente el documento-. Según lo que dice aquí -explicó lentamente a sus colegas, pasando las páginas-, a continuación telefoneó a la enfermera, que se presentó en la clínica, trató de reanimarla y luego llamó a una ambulancia. Continúe, por favor -le dijo a Majluf Levy, que respiró hondo y prosiguió con su informe.

– La llevaron al hospital Barzilai, y de allí nos telefonearon a la comisaría de Asquelón, y me personé con el sargento Kochava Strauss y nos expusieron los hechos. Y la doctora Guilboa me dijo que era necesario realizar una autopsia para precisar la causa de la muerte.

Majluf Levy dio un sorbo de la botella de zumo que tenía delante mientras escuchaba atentamente una pregunta de Nahari:

– Si no he comprendido mal, ¿era la cuestión temporal lo que desconcertaba a la doctora Guilboa? -preguntó retóricamente; y Levy hizo un gesto de asentimiento todavía con la botella en los labios a la vez que alzaba la vista.