– Sí -confirmó una vez que hubo vaciado la botella-, dijo que, según su experiencia y como todo el mundo sabe, las reacciones alérgicas a la penicilina se manifiestan de inmediato y no al cabo de dos horas, como sucedió esta vez.
– Entonces, ¿cuál es su opinión? -preguntó Nahari en tono apaciguado.
– La doctora opinaba que no podía ser una alergia a la penicilina. Eso es lo que dijo, y así figura en el informe.
– ¿Y qué suponía que había ocurrido?
– Ésa es la cuestión, no lo sabía; dijo que había que trasladar el cadáver a Abu Kabir. Y la enfermera Rickie no paraba de decir que había que trasladarlo de inmediato porque no quería tenerlo sobre su conciencia ni que la gente pensara que la difunta había fallecido como consecuencia de la inyección que le había puesto.
– Así pues, la situación es que el cadáver está en Abu Kabir y hay que ir a presenciar la autopsia. ¿Por qué ha tardado tanto en llegar allí? -preguntó Shorer, hojeando la documentación-. ¿En qué perdieron medio día?
– En fin, son cosas que pasan -repuso Majluf Levy-. La suegra estaba en el hospital, una mujer muy mayor, y la hija, la hija de la difunta, una joven de veintidós años, y el director del kibbutz, y no es gente a la que se le pueda decir lo que tiene que hacer. No estaban de acuerdo. Llevó su tiempo convencerlos con buenas palabras. Yo quería conseguir el mandamiento cuanto antes y, según me ha enseñado la experiencia -prosiguió, mirando en son de desafío a Nahari-, si se consigue convencer a la familia y el ambiente es amistoso, si se logra que cooperen, el juez emite el mandamiento en el acto. Y, en efecto, así fue.
– ¿Por qué no estaban de acuerdo? -preguntó Michael.
– Porque la hija dijo que quería hablar con su hermano, que está haciendo instrucción con su regimiento, y la vieja dijo que hay que dejar en paz a los muertos, y sólo Rickie, la enfermera, y el director del kibbutz opinaban que era necesario practicar la autopsia de inmediato. La familia…, lleva su tiempo convencerlos con buenas palabras. No hay que olvidar que son sus parientes y que están muy afectados -prosiguió disculpándose-. Pero, al final, no les quedó más remedio que pasar por el aro; a fin de cuentas, son personas inteligentes.
– Y lo que ocurrió entretanto fue que usted encontró la carta -dijo Michael.
– Sí, por eso informé al comandante Shmerling, que a su vez informó al comisario jefe, y ése es el motivo de que el mandamiento para llevar a cabo la autopsia se emitiera en Pétaj Tikvá, en su jurisdicción -concluyó Majluf Levy en tono sombrío y quejoso.
– Está bien, prosiga, ¿qué pasó después? -preguntó Nahari-. Veo aquí que la enfermera llevó al hospital la jeringuilla y la ampolla y que usted las remitió inmediatamente al Instituto Forense. ¿Estaba todo en orden… la jeringuilla, el medicamento? ¿No había nada sospechoso?
– No -confirmó Majluf Levy-, y elogiamos a la enfermera por haberlos guardado en una bolsa de plástico y haber aprovechado el viaje al hospital para llevarlos; a continuación, estuvimos discutiendo la cuestión con la familia y luego nos dirigimos al lugar de los hechos -examinó atentamente su anillo de oro-. Fue una pena que no pudiéramos conseguir una muestra del vómito en la enfermería. Lo intentamos por todos los medios, pero la auxiliar había hecho su trabajo a conciencia. Había lavado la bata sobre la que vomitó la difunta y había limpiado toda la habitación. De todas formas, recogimos todo para que lo examinaran en el laboratorio, incluso la alfombra.
– ¿Qué le llevó a decidir recoger muestras del vómito? -preguntó Shmerling, del Departamento de Investigación Criminal del distrito meridional.
– Bueno, era obvio que había que hacerlo, ¿no le parece? -repuso Majluf Levy, agitando la mano en el aire-. Nos acompañó un técnico del laboratorio desde el principio; al fin y al cabo había vomitado, ¿o no?
– No era una crítica, sencillamente me ha sorprendido.
– ¿Por qué? ¿No habría hecho usted lo mismo? -protestó Majluf Levy.
– Sí, desde luego -dijo Shmerling-. No se trata de eso, es que…
– Es que está esperando que meta la pata -siseó Levy desafiante-. Esperando que meta la pata -repitió.
– Hágame el favor de tranquilizarse, Majluf -dijo Shorer con desaliento.
– Sea como fuere -continuó Majluf Levy con voz queda-, es evidente que nos habría ahorrado problemas encontrar restos del vómito, pero como tienen el contenido del estómago tampoco importa demasiado.
– ¿Y cómo y cuándo descubrió usted la carta? -inquirió Nahari, mirando a Levy con inusitado interés, como si hubiera descubierto en él algo que no se esperaba.
Majluf Levy, absorto en sus reflexiones, no advirtió aquel cambio sutil, la inflexión distinta del tono de Nahari.
– Al principio, en la enfermería, en el lugar de los hechos, no encontramos ningún indicio incriminador -dijo.
– Discúlpeme -intervino Michael Ohayon-, yo aún estoy pensando en la enfermería. Cuando la registraron, ¿no encontraron nada? ¿Ni un vaso lleno, un plato, nada de nada?
– Nada. Absolutamente nada. Estaba todo tan limpio como el culito de un bebé y todas las huellas dactilares correspondían a personas con derecho de acceso al lugar.
– Claro -terció Nahari-, ése es el problema en un kibbutz; que todo el mundo tiene derecho de acceso a todas partes.
– No, lo que quería decir es que, cuando las cotejamos, vimos que todas eran de las personas a quienes habíamos visto allí, la auxiliar de enfermería, los parientes de los ancianos…
– ¿Y quién estaba en la enfermería? -preguntó Nahari, arrastrando su silla hacia atrás y cruzando las manos tras la nuca.
– ¿Cuándo? ¿En el momento de los hechos?
– Yo qué sé; antes de la muerte, ¿había alguien allí?
– Ya lo he explicado antes -respondió Majluf Levy-. La auxiliar dice que el médico y la enfermera llegaron con la paciente, y luego el médico se marchó y la enfermera se quedó a ponerle la inyección y después también se fue. Luego, como he dicho antes, la auxiliar oyó ruidos y…
– ¿Cómo es que fue a parar a la enfermería? -preguntó Michael.
– ¿A qué se refiere? -replicó Levy desconcertado.
– ¿Qué procedimientos siguen? ¿Cuándo comenzó a sentirse mal?
– El sábado por la noche le subió la fiebre y se metió en la cama, y el domingo tenía previsto ir a Guivat Aviva, según creo, pero no se encontró con fuerzas para levantarse, y por la tarde también se quedó en la cama, atendida por su hija, mientras la abuela cuidaba de sus dos hijos pequeños, y el lunes por la mañana llamó al médico, que ya estaba en el kibbutz, y él fue a verla y la trasladó inmediatamente a la enfermería.
– ¿Y quién sabía que estaba allí? -preguntó Michael Ohayon, examinando el lápiz que tenía en la mano.
– ¿Qué quiere decir? -dijo Levy aturdido.
– Muy sencillo, ¿quién sabía que estaba en la enfermería, aparte del médico y la enfermera?
– No lo sé, la verdad -repuso Levy, mirando desvalidamente a Michael, quien anotó algo en el margen del papel que tenía delante.
– Bueno, ¿cuándo encontró usted la carta? -preguntó Nahari, consultando su reloj-. No podemos pasarnos aquí toda la vida escuchando la historia desde el principio. Ya son las doce. Llevamos reunidos tres horas y media y aún no hemos llegado a ningún lado.
– Ustedes me han pedido que se lo explicara, señor -contraatacó Levy, poniendo énfasis en cada una de las palabras-. Yo me he limitado a contarles lo que querían saber.
– Basta ya de piques infantiles -les increpó Shorer-. Continúe, Majluf.
Y Majluf Levy continuó con su relato preciso y exhaustivo de cómo habían registrado la casa de la difunta, sin encontrar nada sospechoso, y de cómo había ido con Moish al comedor, donde el director del kibbutz le había indicado cuál era el cajetín del correo de Osnat; allí, entre la correspondencia, habían encontrado la carta en cuestión y el director había identificado la letra, el nombre, todo. Y fue así como había salido a la luz la implicación del parlamentario Aarón Meroz, miembro de la Comisión de Educación y subsecretario del partido, y sus relaciones íntimas con Osnat, que dejaron pasmado a Moish, quien, según Majluf, repetía: «Qué lástima, qué lástima».