– ¿Cuál? ¿Que no te gusta venir por aquí? ¿A vernos trabajar con los fiambres? ¡Venga, hombre!
Michael sonrió sin decir nada.
– Así que la UNIGD es algo serio, nada de casos divertidos -Hirsh lo miró risueño y continuó-: No me hagas caso, estoy desahogándome. Estamos desbordados de trabajo y por aquí no hay muchas personas con las que se pueda bromear.
– Ya que has empezado a hablar de casos, ¿qué me dices de éste? ¿Cuándo piensas contármelo?
– Dentro de un momento -repuso Hirsh, adoptando una actitud seria-. Quiero que te lo explique Kestenbaum, porque el mérito es suyo.
Michael echó un vistazo a la gran habitación, austeramente amueblada. Las paredes estaban cubiertas de estantes de una madera ligera y había tres grandes mesas, además del escritorio detrás del que estaba sentado el doctor Hirsh, que ahora, teléfono en mano, pedía unos cafés y que enviaran al doctor Kestenbaum a su despacho. La ventana enrejada de detrás del escritorio daba a una amplia extensión de césped que separaba el pequeño edificio blanco de la bulliciosa calle.
Cuando aún no había llegado el café, entró un hombrecillo delgado que también lucía un anillo de oro, aunque en el anular en lugar de en el meñique, y además no era tan grueso como el de Majluf Levy. Michael recordaba haberlo visto en un par de reuniones, siempre callado y en un rincón.
– Los dejo solos -dijo Hirsh-. Tengo que practicar otra autopsia. Dígale el diagnóstico -añadió dirigiéndose a Kestenbaum, sonriente-. No se lo puede imaginar.
Tomaron asiento a ambos lados del escritorio de Hirsh y André Kestenbaum colocó entre ellos un alargado paquete de Kent Lights y un fino mechero negro.
Por encima de su bata blanca asomaban el cuello de una camisa azul de nailon y una corbata, y sus manos, que jugueteaban con el mechero sobre la mesa, estaban cubiertas de manchas delatoras de su edad avanzada, inapreciable en sus movimientos engañosamente ágiles. También tenía la tez cubierta de manchas, y el ralo cabello, peinado hacia atrás al estilo de los actores de las viejas películas de Hollywood, dejaba al descubierto una frente ancha y arrugada, que daba a su rostro una expresión mitad de sorpresa mitad de enfado. Sus ansias de hablar resultaban conmovedoras. Arrancó tan pronto como se hubo sentado y no hizo más pausas que las necesarias para escuchar las escasas preguntas que Michael logró colar en su monólogo.
– En el extranjero yo no sólo era forense, también médico investigador; y, como médico y detective a la vez, se puede decir -comenzó diciendo.
Michael asintió y preguntó cortésmente de dónde era.
– De Transilvania -repuso Kestenbaum-. Estoy aquí ocho años, pero antes trabajo para policía de Hungría -Michael se dispuso a escucharlo con paciencia-. Antes de decirle resultados -dijo Kestenbaum-, escuche por favor explicación de método de investigación en general.
Y, a continuación, se embarcó en una perorata sobre cómo en el extranjero, a diferencia de Israel, el cadáver no se trasladaba de la escena del crimen al Instituto de Medicina Forense, sino que se avisaba al médico encargado de investigar el caso para que acudiera al lugar de los hechos y no se tocaba nada hasta que llegaba; el médico era el auténtico mandamás.
A pesar de su marcado acento húngaro-rumano, a pesar de su extraño uso del hebreo, y pese a los detalles irrelevantes con relación al tema tratado o a cualquier otro, Michael Ohayon estaba decidido a no perderse ni una palabra y colocó su grabadora sobre el escritorio, entre ambos. El doctor André Kestenbaum no puso ninguna objeción, y el encogimiento de hombros con el que pretendía demostrar indiferencia dejaba ver a las claras que estaba disfrutando siendo el centro de atención; tenso y expectante, Michael era dolorosamente consciente de que Kestenbaum rara vez tendría la satisfacción de saber que sus palabras poseían verdadero interés para su interlocutor.
– Vamos a ver -dijo Michael-, ¿podría decirme, por favor, de qué murió?
– Paratión -respondió el forense, mirando fijamente a Michael-. El informe aún no he podido escribir.
– ¿Paratión? -exclamó Michael dando un respingo-. ¿Está seguro?
– He examinado contenido del estómago, hígado, huesos. He encontrado paratión.
– Comprendido -dijo Michael anonadado-. Pero ¿cómo es que se le ocurrió buscar restos de paratión? ¿Por qué iba nadie a…? -recobró la compostura, dominó su voz y prosiguió en un tono más contenido-: Según tengo entendido, el paratión sólo se descubre con una prueba específica. ¿Cómo se le ocurrió realizar esa prueba?
– Si desea, esto puedo explicar -prometió Kestenbaum con mayor animación.
– Claro que lo deseo -aseguró Michael-. Es una suerte que lo haya descubierto, ¿verdad? ¿Había algún síntoma indicativo de que podía ser un envenenamiento con paratión?
Kestenbaum sacudió la cabeza varias veces.
– Si no se busca, no hay síntomas. Además, mujer llegó aquí demasiado tarde -esto desencadenó otra conferencia sobre los métodos de investigación en el extranjero; luego Kestenbaum se enjugó la frente y dijo-: Cuestión de experiencia. Tengo mucha experiencia de muertes en zonas agrícolas, motivo ese de la busca de paratión. Y, además, ya tuve un caso similar, muchos años antes.
Ambos guardaron silencio y, al cabo, Kestenbaum lo rompió, contemplando con falsa modestia la punta de sus zapatos:
– He escrito libro sobre este tema, libro de texto que se estudia en facultad de Derecho.
– ¿No me diga?
– Sí, sí -aseveró con firmeza-, en Hungría, para ser sincero.
– ¿Cómo se produjo el envenenamiento? ¿Ha podido averiguarlo?
– Naturalmente -repuso Kestenbaum, tranquilizando a Michael con un ademán-; hay varias posibilidades. No creo que a través de piel, porque si se pone paratión sobre piel, en cantidad correcta, la muerte es instantánea. Pero también había en estómago. Creo que bebiendo, o comiendo ciruelas, quizá.
– ¿Quiere decir que fue un suicidio? -preguntó Michael, manoseando el botón de la grabadora, que Kestenbaum observaba complacido.
– Todo estará en el informe que enseguida voy a escribir -prometió-. No sé si fue suicidio, accidente o asesinato. Eso ya es trabajo suyo, cuando tenga datos.
– ¿Y dice que ya tuvo un caso parecido en el pasado? -preguntó Michael-. ¿Podría quizá servirme de orientación?
Kestenbaum se encogió de hombros con gesto candoroso.
– ¡Tengo muchos casos, huy, muchos, muchos! Pero una vez tengo uno de neumonía, se lo puedo contar.
– Cuéntemelo, por favor -pidió Michael.
Y Kestenbaum dio una larga calada y dijo dirigiéndole una mirada de advertencia:
– Lo contaré como una historia, ¿de acuerdo?
Y empezó a hablar sin esperar el consentimiento de Michael, que asintió en silencio, se cruzó de brazos, se arrellanó en la silla y estiró las piernas hacia delante sin retirar la vista del narrador.
– Un día, a finales de mes de diciembre, recibo llamada, siendo médico forense, porque niño de tres años ha muerto por tratamiento de penicilina en hospital público; el diagnóstico: neumonía. La madre lleva niño a clínica para que enfermera de guardia le ponga inyección de penicilina. Está de guardia porque es veinticinco de diciembre, cumpleaños de Jesucristo -miró inseguro a Michael y preguntó vacilante-: ¿Sí? ¿Se dice así?
– Sí, sí -confirmó Michael en tono alentador, y el rostro de Kestenbaum recobró el gesto dramático con que había comenzado el relato.
– Aunque oficialmente no es fiesta, es fiesta. Veinticinco minutos después de inyección de penicilina, mientras la madre charla de tonterías con enfermera, oyen un ruido y encuentran el niño a punto de morir; unos minutos más, y muere en hospital público -aquí Kestenbaum hizo una pausa, como para que su interlocutor digiriese la información recibida, y Michael se sintió obligado a mascullar un «ah» de comprensión y agradecimiento para mantener la apariencia de un diálogo.