«Nuestros graneros desbordan de trigo, nuestras cubas rebosan de vino. Nuestros hogares están llenos de niños», cantaba el coro, y Aarón pensó que nunca se habían pronunciado esas palabras con mayor motivo. Los signos de la abundancia se veían por doquier. Nada dejaba entrever las dificultades económicas que atravesaba el movimiento de kibbutzim y que en los últimos tiempos habían saltado a los titulares de la prensa y habían sido objeto de debate tanto en la Knéset [2] como en la Comisión de Educación. Tan elevados eran los beneficios de la fábrica de cosméticos, le había explicado Moish de camino a la ceremonia, que bastaban para financiarlo todo, e incluso para ayudar a otros kibbutzim agobiados por las deudas. Los miembros de este kibbutz todavía se podían permitir viajes al extranjero, y la propuesta de establecer casas unifamiliares donde los niños durmieran con sus padres, en lugar de en las tradicionales casas infantiles, no había sido rechazada por problemas presupuestarios sino por decisión del Kibbutz Artzi, el consejo nacional de la rama más tradicional del movimiento de kibbutzim, a la que ellos pertenecían.
Mientras pasaba la vista sobre la multitud tratando de distinguir a Osnat, Aarón vio a Dvorka, sombreándose los ojos con la mano no muy lejos de él. Tenía cogido de la mano a un niño de unos cinco años. Aarón comprendió, sobresaltado, que debía de ser el hijo de Osnat, el menor de los nietos de Dvorka. Aun desde lejos pudo apreciar que Dvorka estaba más encorvada que antes. «Ya debe de haber pasado de los setenta», le había comentado a Moish durante la comida; y Moish asintió sonriendo: «Tiene setenta y dos años. Pero sigue siendo una apisonadora. Tendrías que oírla en la sijá [3]. La misma voz, la misma energía. Es un auténtico monstruo».
Desde la última visita de Aarón al kibbutz habían pasado casi ocho años. Y también esta vez había aceptado la invitación a la doble celebración de Shavuot y del cincuentenario del kibbutz pensando en Osnat. Hacía años que no la veía. Trató de calcular con exactitud cuántos, preguntándose si su hijo Arnon ya habría nacido en aquel entonces y recordando vagamente que Dafna todavía estaba embarazada. Aun después de haberse convertido en una figura pública, aun después de haber sido nombrado parlamentario, la inquietud seguía apoderándose de él cada vez que pensaba en el kibbutz. En sus referencias autobiográficas solía mencionar que en otros tiempos había pertenecido a un kibbutz, y algunos periódicos habían sacado mucha tajada del hecho de que lo hubieran acogido en un kibbutz del que se marcharía al terminar sus estudios. Alguien había llegado a decir sin rodeos que Aarón había cursado sus estudios a expensas del kibbutz para luego abandonarlo. «Uno de los grandes desengaños del movimiento de kibbutzim», lo había llamado en cierta ocasión un periodista en un artículo donde ofrecía una explicación psicológica de «la indignada oposición del parlamentario Meroz a la propuesta de aliviar las deudas que pesan sobre el movimiento de kibbutzim».
El miedo a sentirse incómodo y la sensación opresiva que se abatía sobre él cada vez que pasaba de largo ante la entrada del kibbutz lo disuadían de visitarlo. Cada vez se le hacía más difícil ir allí, «en lugar de al contrario», había pensado aquella mañana mientras se dirigía al kibbutz y trataba de sacudirse el abatimiento que iba apoderándose de él. Moish le había dicho por teléfono: «Ten corazón, cincuenta años, no es algo que suceda todos los días… ¿no puedes hacer un esfuerzo?». En realidad no había nada que le impidiera ir al kibbutz. Incluso podría haber hecho de la ocasión una visita oficial, un ejercicio de relaciones públicas; mas, por algún motivo, presumiblemente relacionado con Osnat, pensaba ahora mientras volvía a mirar en derredor con la esperanza de verla, había preferido visitarlo a título personal y no había comunicado a nadie adonde iba salvo a su hija, y eso especificando que «tal vez iría». Había concertado una cita con el director del Departamento de Educación del Ayuntamiento de Asquelón a primera hora de la mañana y, una vez despachado ese asunto, sin llegar a tomar una decisión consciente («lo intentaré, pero no te prometo nada; ya sabes cómo son estas cosas», le había dicho a Moish por teléfono), había girado bruscamente el volante en el último minuto cuando pasaba en coche ante el kibbutz.
Esta vez traspasó la entrada sintiéndose como el héroe conquistador que retorna a su antiguo hogar. La última vez que había estado allí ya era un abogado de éxito, pero su fama aún no había llegado al kibbutz; ahora ni siquiera ellos podrían desdeñar su tarjeta de visita. Pero el malestar y la angustia de siempre seguían agobiándole a pesar de ese sentimiento de triunfo. Quería librarse de las imágenes desagradables del pasado, de los sentimientos de pesadumbre, de soledad, de vergüenza. Sobre todo de vergüenza. Pero las imágenes aparecían vivaces ante sus ojos a la vez que un dolor punzante le torturaba el brazo, ese dolor que lo había impulsado a dejar de fumar.
Mientras aparcaba junto a la sección de Los Narcisos, donde vivía Moish, reparó en dos chicos que charlaban y lo miraban con curiosidad ociosa, indiferente. Vestían monos azul oscuro y uno llevaba un gran taladro en la mano. Aarón estaba seguro de que lo habrían reconocido por las fotografías publicadas en la prensa y por sus apariciones televisivas -últimamente se le había visto mucho en la pequeña pantalla-, pero no dijeron nada, y él no supo si atribuir ese silencio a que no lo habían identificado o a que estaban demasiado embebidos en sus asuntos para prestarle atención.
Cuando al mediodía abordó a Dvorka en el comedor, atrincherándose tras su flamante confianza en sí mismo contra el malestar que siempre lo asaltaba al pensar en ella, le sorprendió ver que lo miraba con aire de despiste. Sospechó por un instante que no lo había reconocido. Dvorka esbozó un saludo con la cabeza y le tendió una mano dura y callosa, pero su apretón fue bastante flácido y no le sonrió. Antes de volverse hacia otro lado, le dijo: «¿Qué tal estás?», en un tono que no invitaba a responder, y cuando él aludió a las fiestas del jubileo, Dvorka asintió mecánicamente y echó una mirada en torno suyo como si estuviera muy interesada en encontrar a alguien. Aarón carraspeó y dijo:
– Me gustaría verte más tarde; querría consultarte unas cuantas cosas.
Sólo entonces le dirigió Dvorka aquella mirada luminosa y penetrante que tan bien recordaba y que lo hizo sentirse de nuevo como un niño, absolutamente transparente.
Dvorka lo contempló así durante un rato y, luego, como si ya hubiera hecho una recapitulación de todo lo visto en su interior, respondió:
– Te espero esta noche, si es que vas a quedarte a dormir -Aarón le prometió pasar a verla-. Después de las actuaciones -añadió ella-, cuando hayamos cenado. Tenemos mucho de que hablar.
Aarón asintió sumiso y tragó saliva. Estaban charlando ante el mostrador de los segundos platos, bandejas en mano, aunque Aarón había tenido que dejar la suya para estrecharle la mano a Dvorka; a esas alturas ya se había formado una buena cola tras ellos. Por el rabillo del ojo Aarón vio a Moish junto al surtidor de zumos del rincón, llenando una jarra mientras se inclinaba hacia una mujer a la que escuchaba con atención.
– Hacía mucho tiempo que no venías a vernos -le dijo Froike desde detrás del mostrador-. Hoy estoy de turno de cocina -añadió en tono de disculpa; aunque tal vez no había pretendido disculparse sino simplemente transmitir una información que Aarón había interpretado como una disculpa.
Dvorka había sido la primera profesora de Aarón en el kibbutz, le había dado clases en sexto. Aarón recordaba su cabello recogido en un moño, con hebras blancas salpicando su trenza morena, el olor a jabón que despedían sus manos, su ropa oscura, su elevada estatura y su voz cargada de pasión. Recordaba que le había corregido cariñosamente cuando la llamó «señorita» y la precisión con que pronunció su nombre, «Dvorká», acentuando la última sílaba. Al verla ahora en el comedor en pleno verano, era como si estuviera oyendo el rumor de sus pisadas en aquellas mañanas frías y lluviosas en que calzaba botas negras de goma, y aún oía la voz pletórica de vitalidad con que les recitaba los poemas de Raquel. Al estrecharle la mano hacía un momento, le había venido a la memoria el vivido recuerdo del horror de las duchas comunes, de la vergüenza que pasaban los chicos y las chicas al tener que vestirse y desvestirse juntos. Recordó también la seguridad con que, en verano, Hadas se enfundaba los pantalones cortos azules rematados por elásticos en sus piernas morenas, aquellos bombachos hechos de una tela tan dura que parecía encerada, y, en invierno, los pantalones largos azules. La ropa limpia y planchada llegaba a la casa infantil en un gran montón donde estaban las escasas prendas que Aarón había llevado consigo al kibbutz. De vez en cuando Uri se ponía la camisa de cuadros de Aarón. Poco a poco, los límites se fueron difuminando y también él comenzó a hacer como los demás y a coger lo primero que encontraba en la pila de ropa limpia sin preocuparse de buscar las prendas que en otro tiempo fueran suyas.