– En el extranjero -respondió Michael, preguntándose adonde querría ir a parar el forense.
– Pero no en Europa del Este -afirmó Kestenbaum.
– No, no -confirmó Michael-, en Marruecos.
– Ajá, por eso no lo sabe. Explico. Allí, en Hungría, en Rumania, en Polonia, no hay refrigeradores, sino un cuarto pequeño.
– ¿Una despensa? -inquirió Michael.
– ¿Cómo? ¿Cómo se dice? -repitió la palabra con esfuerzo y retomó el hilo de su relato en el tono de quien está proporcionando una información intrascendente entre paréntesis-. Y además de lápices, plumas, tintas, también me llevé eso, hice inventario de todo. En laboratorio policial comparamos tinta con tinta de dirección escrita en paquete y el resultado: ¡negativo!
Michael enarcó las cejas y chascó la lengua, y Kestenbaum le sonrió como quien sonríe a un niño y dijo:
– Un minuto, no es el final.
– ¿Qué hizo entonces? -preguntó Michael.
– Reunimos más de treinta niñas de colegio que conocen a la familia, porque sabemos, desde punto de vista psicológico, que la dirección fue escrita por chica joven, no por un hombre. Allí -se inclinó hacia delante y prosiguió con expresión socarrona y despectiva-, en mi país, investigaciones se llevan a cabo diferentemente -y, con esto, concluyó por el momento sus críticas al Instituto de Medicina Forense y al país en general, y sin esperar la reacción de Michael, continuó-: Las treinta escriben dirección exacta, treinta veces total. Desde punto de vista grafológico, ninguna correspondía.
Se desembarazó del cigarrillo dejándolo en el cenicero y descargó un golpe sobre el cristal que cubría el escritorio con un gesto que decía: «Así como se lo cuento, parecía un caso perdido». Elevó inmediatamente los ojos hacia el rostro atento de Michael y, satisfecho de ver que lo escuchaba con la debida curiosidad, continuó:
– Entretanto envié papel encontrado en… ¿cómo se dice?… ¿tespensa?
– Despensa -le corrigió Michael, y Kestenbaum hizo un gesto de asentimiento.
– Para examinar junto con borde de papel de paquete -cogió un folio de encima del escritorio, lo desgarró en dos y demostró cómo encajaban las mitades-. Pues bien, ya sabe cómo son esas pruebas, hacen fotografías microscópicas de estas cosas, trabajo muy difícil.
Michael podría haberse ahorrado el gesto de asentimiento, porque Kestenbaum prosiguió sin desviar la vista del folio:
– Dos semanas después recibo resultados diciendo que borde de papel encontrado encaja al cien por cien con papel de paquete, ya sabemos que paquete fue enviado desde casa de marido.
Kestenbaum suspiró como si hubiera revelado el quid del asunto. Michael encendió un cigarrillo y ofreció el paquete a su interlocutor, que lo miró desdeñosamente y comentó:
– Desde huelga en fábrica de cigarrillos de Dubek sólo fumo tabaco importado.
– ¿Qué sucedió después? -preguntó Michael.
Kestenbaum volvió a suspirar.
– Desde punto de vista legal, era imposible demostrar que ellos enviaron paquete. Pero nosotros ya sabíamos que papel de paquete venía de allí. Nuestra última carta para demostrar en juicio que ellos enviaron paquete era carta psicológica. Pero ahora surge problema básico, principal, ¿cómo sé que chocolate comido por niño venía de ese paquete? Podía haber otro chocolate. La madre nos dijo que después de inyección dijo a su hijo: «Si dejas que enfermera te pone inyección, te daré chocolate». En el laboratorio toxicológico del Instituto de Medicina Forense, di una tableta de chocolate a ratones, una de tres barras Ran de paquete. Los ratones comieron y no pasó nada. Di todos los barquillos y todos los dulces de Navidad a otro grupo de ratones… Ratones sobreviven. Sólo quedan dos tabletas de chocolate con envoltura original -hizo una breve pausa para mirar a Michael con evidente regocijo y luego continuó, haciendo hincapié en todas las palabras-: En presencia de fiscal doy a grupo de siete ratones una tableta, esperamos tres horas… Ratones cien por cien sanos. Queda una tableta. Digo a fiscaclass="underline" «Probemos ésta». Él examina envoltura, tan original como si nunca abierta, y me dice: «¿Por qué esperar tres horas?, yo la como ahora mismo».
Kestenbaum dirigió a Michael una sonrisa traviesa y Michael le sonrió a su vez.
– Abro papel de fuera. Veo chocolate tapado con papel de plata original. Después de quitar éste también, sobre superficie de chocolate, donde está escrito Ran, veo línea gris, el resto brillante. Damos un trocito de línea gris a un ratón, muerto inmediatamente. Damos a resto de ratones más chocolate… Todos muertos. Al examinar sangre de ratones muertos descubrimos paratión. Al examinar huellas de substancia en chocolate, paratión. Ahora todo el mundo sabe que chocolate con paratión enviado por marido -concluyó Kestenbaum con la expresión triunfante de quien escribe «Q.E.D.» al final de un teorema.
Michael asintió y dijo:
– Buen trabajo, enhorabuena.
Kestenbaum bajó la vista modestamente, como si no le hubiera oído, y dijo:
– Espere, no es el final.
– Ya me lo imagino -dijo Michael, cruzando los brazos y estirando las piernas.
– Día siguiente, sé que marido trabaja conduciendo autobús. Sé en qué estaciones para. Junto con director de estación de autobuses, a las dos en punto exactas, voy a autobús, cojo a marido, lo meto en jeep y lo llevamos a tribunal donde espera fiscal. Antes, arrestamos a amante y la dejamos en pasillo, y cuando llegamos con marido él ve amante allí, entre dos policías, arrestada.
– Hum -gruñó Michael reflexionando.
– En primer interrogatorio realizado en despacho de fiscal decimos: «Escucha, tu amante nos ha contado todo. Si quieres ser testigo del Estado, tu condena será menor… Ella nos ha contado todo». Y él dijo: «Por esa bruja maté a mi hijo».
El tono de Kestenbaum se volvió casi indiferente, como si a partir de ese momento sólo restara contar la parte anodina de la historia. Como en una novela de detectives, pensó Michael. Lo emocionante es el proceso y no el predecible final.
– Y dice que esa mujer quiere echarlo de su casa porque de su sueldo está obligado a pagar un tercio para pensión de su hijo. ¿Qué puede hacer?, matar a su hijo. Entonces ella le dice cómo matarlo. Ha hablado con técnica de laboratorio sobre pesticida, sabe qué cantidad provoca muerte. Esa misma noche fueron a ver a esa técnica, ella puso paratión en dos tabletas de chocolate Ran con ayuda de pipeta y, luego, joven técnica escribió dirección. En habitación de enfrente otro equipo cuenta a amante misma historia: «Si confiesas…». Arrestamos a técnica.
– ¿Por qué los ayudó la técnica de laboratorio? -preguntó Michael.
Kestenbaum lo miró perplejo y, como si nada pudiera ser más obvio, respondió:
– Por dinero, claro -luego prosiguió como si no hubiera habido interrupción alguna-: Cuatro horas después aproximadamente ya estaban claros cargos contra los tres por provocar muerte con paratión. Marido, diecinueve años de condena. Amante, dieciocho años. Técnica, seis años.
– Enhorabuena, buen trabajo -repitió Michael, meneando la cabeza para subrayar su admiración.
– Algo le digo -dijo el patólogo, haciendo caso omiso de los elogios-. Ocho años antes vengo aquí, no tenía criterio para juzgar. Pero ahora sé que trabajo aquí es pesado, muy pesado. En mi país somos investigadores. Cuando vengo aquí y conozco a gente de Instituto de Medicina Forense, se los digo, tenemos que estar en la escena del crimen. Y ésta no es más que una historia pequeña, muy pequeña. Tengo otras, muchas, ¡ah, cuántas historias tengo! Durante días se las puedo contar.