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– Estoy convencido de ello -replicó Michael, echando un vistazo a su reloj-. Me encantaría escucharlas. Tal vez podamos quedar otro día, si usted quiere.

– ¿Por qué no? -respondió Kestenbaum con una indiferencia que no logró disimular su entusiasmo, y Michael se sintió culpable por su propio éxito profesional, por su relativa juventud, por estar perfectamente adaptado a aquel país y a aquella cultura, por lo fácil que le resultaba la vida; y casi hubo de reprimirse para no darle una palmadita al doctor Kestenbaum, aunque ya le había demostrado todo el aprecio que era posible demostrar sin caer en la exageración, sin parecer irónico (y el excéntrico hebreo del forense, unido a su expresión de suficiencia, ciertamente se prestaban a ironizar). ¿Por qué tenía que sentirse culpable y privilegiado ante aquel hombre, que tenía un buen puesto de forense en el Instituto? Para aliviar la sensación opresiva derivada de sus remordimientos, y también porque realmente le interesaba saberlo, solicitó una explicación sobre cómo actuaba el paratión.

– Explico, explico todo -dijo Kestenbaum como quien se dirige a un niño impaciente-. También le muestro todo inmediatamente -prometió; y, alzando la vista al techo, dijo rápidamente-: Paratión es veneno para colinesterasa química, usado en guerras químicas de mundo entero. Acetilcolina causa acción sobre músculos, incluyendo cardiacos y respiratorios, afectando sistema nervioso central, deprimido, y sigue la muerte. Venga conmigo, ahora le muestro.

Se puso en pie y Michael hizo lo propio y caminó tras él por los anchos pasillos hasta una sala donde Kestenbaum descolgó una llavecita de un tablero y abrió la habitación contigua, adonde Michael lo siguió obedientemente.

En aquella habitación, el forense se detuvo ante un armario metálico gris cerrado con un gran candado, que abrió con la llavecita; señalando un estante, dijo:

– Aquí, aquí tiene todo -en el estante se alineaban frascos y botellas y la habitación desprendía un desagradable tufo a ratones y productos químicos. Kestenbaum se reclinó contra la pared y dijo-: Por favor, puede ver todo, lo que dice en botellas, todo.

– ¿Quién se ha llevado la llave? -oyeron decir a alguien en la habitación contigua.

– Yo, aquí, yo la he llevado, no te preocupes -respondió Kestenbaum, y dijo a Michael en un susurro-: Doctor Cassuto, nuestro toxicólogo.

Un par de segundos después entraba un hombre vestido de bata blanca que, sin ser joven, no llegaba a la edad de Kestenbaum. Cassuto recordaba el cargo de Michael y el propósito de su visita, pero no su nombre.

Michael se presentó al toxicólogo y dijo:

– Enséñeme dónde está el paratión en esta cueva de Alí Babá que tienen aquí.

– Aquí lo tiene -dijo el doctor Cassuto con acento de israelí de nacimiento, sacando un frasquito metálico plateado-. Incluso sujetarlo en la mano es peligroso -advirtió.

Kestenbaum, que se había hecho a un lado, asintió con la cabeza y masculló:

– ¡Ajá!

Michael observó el frasco y leyó con interés la etiqueta -FOLIDOL E 605.45,7 %-, y al mismo tiempo advirtió que Kestenbaum se encogía en su rincón, como un niño tímido tratando de ocupar el menor espacio posible.

– ¿Es así como se presenta en el mercado? -preguntó Michael-. ¿Lo venden en un frasco así?

– Este frasco procede de Alemania -explicó Cassuto en tono indiferente y seguro-. Contiene la sustancia sin diluir. Para usos agrícolas se diluye. Y también hay que disolverla. En una sustancia especial, que no se disuelve en agua. Aquí, en Israel, se supone que no se puede comercializar sin un permiso especial.

– Tonterías -exclamó Kestenbaum desde su rincón-. En territorios encuentras esto por todas partes.

– Sí -convino Cassuto-, en los territorios ocupados es fácil de encontrar, y además también le dan un mal empleo. Usan el paratión en los asesinatos para limpiar el honor de la familia y otros asuntos suyos, pero yo me refería a la prohibición de usarlo.

– Eso no es correcto tampoco -le refutó Kestenbaum-, no es correcto en absoluto. ¿No te acuerdas de caso de niña con queroseno?

Se volvió hacia Cassuto con ademán acusador y éste, momentáneamente vencido, dijo:

– Sí, fue un caso terrible; una niña se lavó el pelo con queroseno para despiojarse y el queroseno estaba mezclado con paratión, con lo que nunca más salió del baño. Murió instantáneamente.

– ¿Y abuela? ¿Qué dices de abuela? -inquirió Kestenbaum.

– Sí, hubo otro caso de una abuela que quiso quitarle los piojos a su nieto y se repitió la historia. Queroseno mezclado con paratión y muerte instantánea.

– Hay montones de historias -dijo Kestenbaum en tono levemente desdeñoso-, montones, todas las que uno quiere. Ayer mismo colega de aquí me dijo que quiere fumigar seto contra… da igual… contra algo, y su mujer trae producto de farmacia y cuando lee etiqueta, detrás, donde pone composición, ¿qué ve? ¿Qué ve? -se dirigió a Cassuto con franca expresión de reproche-: ¡Ve que pone paratión! -dijo triunfante-. ¿Por qué dices que contra ley?

– No he dicho que fuera ilegal. En ningún momento he dicho que estuviera prohibido en Israel; simplemente he comentado que el Ministerio de Agricultura ha dejado de utilizarlo -replicó Cassuto, displicente.

– ¡No mueva así! -exclamó de pronto Kestenbaum, y se precipitó a quitarle el frasco a Michael, que estaba dándole vueltas entre las manos.

– ¿Hasta qué punto puede ser peligroso un frasco así? Está cerrado herméticamente, ¿no? -se disculpó Michael, y los dos médicos lo miraron con lástima.

Kestenbaum devolvió el frasco a su lugar en el armario metálico y lo regañó:

– ¿Sabe cómo es fuerte? Tres gotas sobre piel, ¡y se va a otro mundo!

– No está diluido, ¿sabe?, aquí lo tenemos concentrado casi al cincuenta por ciento -dijo Cassuto-. Para usarlo hay que disolverlo y diluirlo.

– ¿Recuerdas historia que te conté con manta? -preguntó Kestenbaum al toxicólogo-. Cuenta, cuenta.

– Sí -respondió Cassuto con gesto de aburrimiento-, el doctor podría contarle un caso de muerte por contacto con una manta de lana que antes cubría a un caballo al que despiojaron con paratión. Y el hombre que usó la manta a continuación murió.

– ¡Y murió cómo! -exclamó Kestenbaum alegremente-. Estaba en medio de hacer el amor y de pronto ¡muerto! -sonrió para sí y luego se puso serio-. Ése también caso que investigué en el extranjero.

– Lo siento, no lo sabía -se excusó Michael, y luego preguntó-: ¿Cuál es la dosis letal del paratión?

– Veinte miligramos por sesenta kilos dosis letal -respondió Kestenbaum con seguridad.

– No estoy seguro de que sea la dosis correcta -comentó Cassuto incrédulo.

Kestenbaum se ruborizó y alzó la voz:

– Lo digo yo, lo sé.

– ¿Por qué tenemos que saberlo si podemos buscarlo y calcularla con exactitud? -preguntó Cassuto, cerrando el armario y comprobando que el cerrojo había quedado bien echado antes de dirigirse hacia la sala contigua, donde colgó la llave en su sitio y luego extrajo un grueso volumen de la estantería; lo hojeó murmurando «paratión, paratión», y se volvió hacia Michael para preguntarle-: ¿Lee usted alemán?

– Ya quisiera yo -replicó Michael.

– Es una lástima, porque podría haberle dejado mucho material de consulta -dijo Cassuto, todavía pasando las páginas.

– Una pérdida de tiempo -masculló Kestenbaum-. Ya he dicho que veinte por sesenta kilos. ¿Por qué no me crees?

– Dentro de un minuto lo veremos, en cuanto lo encuentre aquí -repuso Cassuto con impasible tranquilidad, y luego exclamó-: Aquí lo tengo. Paratión, dosis letaclass="underline" un tercio de miligramo por kilo, eso es.