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– Veinte miligramos por sesenta kilos, como dije, ¿o no?

– O lo que es lo mismo, menos de un cuarto de cucharita de café, que tiene una capacidad de cinco centímetros cúbicos -dictaminó Cassuto, haciendo caso omiso de la exclamación victoriosa de Kestenbaum, que lo miraba con odio no disimulado.

– Acabamos aquí, ¿verdad? -le dijo a Michael, casi cogiéndole de la mano.

– Sí -respondió Michael. Echó una ojeada al reloj y vio que eran las seis de la tarde-. Entonces -le dijo a Kestenbaum mientras éste lo acompañaba al aparcamiento cubierto, donde sólo quedaban dos coches-, ¿en los kibbutzim siguen usando paratión?

– Oficialmente no. Oficialmente no, pero agrónomos de vieja generación gustan de fumigar con este veneno. Quizá tienen un poco de paratión, ¿por qué no? Pueden encargar a Alemania.

Antes de arrancar el coche, Michael estrechó la mano que Kestenbaum volvía a tenderle; parado junto a la ventanilla, los ojos clavados en el suelo y en voz baja, el forense dijo:

– Si tiene oportunidad, por favor, menciona que yo descubrí…

– ¡Claro, ni que decir tiene! Se llevará usted todos los honores -le aseguró Michael, y arrancó el Ford Fiesta.

7

– ¿Cuánto tiempo llevas en la UNIGD? -preguntó Majluf Levy cuando se desviaron de la autopista por la carretera que conducía al kibbutz.

– No mucho, un par de meses -respondió Michael incómodo.

– Has llegado allí en un tiempo récord, o al menos eso he oído comentar -señaló el inspector Levy, apoyando el brazo en la ventanilla abierta.

Michael no dijo nada.

– Podrían haberte destinado aquí, de comisario del subdistrito de Lakish -continuó Levy pensativamente.

– Sí, pero optaron por la Unidad de Grandes Delitos -zanjó Michael, observando las explanadas verdes y doradas que se extendían a ambos lados de la estrecha carretera. Por su mente cruzaron los viejos tópicos sobre la paz y la tranquilidad del campo, sobre la calidad de aquella luz crepuscular que bañaba los ondulantes campos. Estaba tenso, y de pronto recordó a su cuñado Ami, el marido de Yvette, su hermana mayor, que en su día había cumplido sus deberes de reservista en el cuartel general de la región, durante la guerra del Líbano.

Ami era el tercero de un equipo compuesto además por otro oficial y un médico, equipo que había desempeñado las funciones de lo que desde la guerra de Yom Kippur se llamaba un «escuadrón de la muerte», pues se encargaba de notificar a las familias la muerte de los caídos en el campo de batalla. Durante toda aquella época, al volver a casa de noche, Ami se iba directamente al dormitorio, sin haberle dirigido la palabra a nadie, sin cenar ni darse una ducha, y se encerraba para tumbarse en la cama y pasar las horas mirando la pared. Cuando lo licenciaron quedó incapacitado para todo. Iba al taller que tenía en sociedad con su hermano menor, tomaba asiento en la oficina, tras su mesa, y se quedaba contemplando fijamente las facturas y los libros de cuentas.

En uno de sus momentos de desesperación, Yvette había dejado a los niños al cuidado de su suegra para ir a comer con Michael en Jerusalén. Tan excepcionales eran esos encuentros que Michael tardó un par de días en escoger el lugar adecuado. Cuando al fin se encontró sentado frente a su hermana en el restaurante chino de la calle Helene Hamalká, ella, sofocada por las lágrimas, le había contado la historia de sus últimos años de matrimonio. Le habló de las pesadillas de su marido, del humor negro de sus chistes macabros, de la absoluta falta de interés por ella o los niños, y también había aludido, muy avergonzada, a que no tenían vida sexual.

– Habla con él -le rogó-. Alguien tiene que hablar con él -y después, apartando el plato de verduras, Yvette, que era una amante de la comida china, añadió-: Aunque te saca diez años, te respeta. No sé por qué tiene tan buena opinión de ti, pero tienes que hablar con él -y rompió de nuevo en llanto.

Michael, el apetito perdido por completo, pagó la cuenta y se llevó a su hermana a dar un paseo hacia Mea Shearim. Ella continuó hablando a lo largo de todo el camino y él la escuchó en silencio. De vez en cuando le pasaba afectuosamente el brazo por los hombros y al final, cuando su hermana ya no tuvo nada que decir, se sentó con ella en un pequeño café y le dijo:

– Si quieres que hable con él, lo haré, cómo no. Pero necesita algún tipo de ayuda profesional; te das cuenta de que una charla no va a resolver nada, ¿verdad?

– No te lo puedes imaginar -le dijo Ami cuando se vieron al día siguiente-. Los peores son los que no se alteran, los asquenazíes, la gente con clase. No chillan, no dicen nada. Una vez me pasé la noche en el coche, con el médico, esperando a que se hiciera de día para dar la noticia. Sentado en el coche, mirando la casa y esperando que amaneciera, que fueran las cinco de la mañana, sabiendo que dentro de aquella casa la gente dormía plácidamente y que yo era como el Ángel de la Muerte, que estaba a punto de destrozarles la vida -y Ami sepultó el rostro entre sus manazas.

Majluf Levy irrumpió en los pensamientos de Michaeclass="underline"

– ¿Y qué tal te va? -inquirió.

– Parece que todo va bien, sin problemas -respondió Michael, girando el volante de golpe para esquivar una roca que estaba en medio de la carretera-. ¿Qué es esto? ¿Hasta aquí ha llegado la Intifada? -preguntó para cambiar de tema.

– Esto no queda muy lejos de Gaza… y, claro, tenemos nuestros problemas. Y con el asunto ese de Ashdod, y los registros para dar con el soldado secuestrado, la cosa está que arde. Trabajo no nos falta, eso desde luego.

– Yo tengo un hijo que ahora mismo está en el ejército -dijo Michael sin saber por qué.

– ¿Ah sí? -dijo Levy con interés-. ¿Dónde?

– En una unidad Nájal. Lo han destinado a los territorios, a Belén. Tiene para largo, porque se ha incorporado con un año de retraso -explicó espontáneamente Michael.

– ¿Por qué ese retraso? -preguntó Majluf Levy con recelo.

– Porque antes pasó un año con su grupo en Bet Shan -dijo Michael en tono de disculpa-, y luego se incorporó al ejército regular, así que en conjunto es un servicio prolongado. Acaba de cumplir los veinte.

– Yo tengo un par de hijos en el ejército -dijo Majluf Levy suspirando-. Uno en la brigada Golani y otro destinado en esta región, en Julis, cerca de casa. ¿Tienes más hijos?

Michael hizo un gesto negativo.

– Sólo ése.

– No es bueno ser hijo único, es duro. Yo tengo cinco hijos. Familia numerosa.

– ¿Todos chicos? -preguntó Michael cuando ya llegaban a la gran verja metálica del kibbutz.

– Cuatro chicos y una chica -repuso Majluf Levy a la vez que se asomaba por la ventanilla mientras Michael se detenía junto al guarda-. Hemos venido a ver al director general del kibbutz -dijo, y mostró su placa.

El guarda, un joven vestido de azul oscuro y con botas militares, echó un vistazo al coche y asintió sin palabras. Oprimió un botón y la verja se abrió lentamente.

– ¿Siempre tienen un guarda en la entrada? -preguntó Michael.

– Siempre -contestó Levy distraído-, pero no siempre cierran la puerta de día, sólo de noche. Ahora, debido a… las circunstancias, son más estrictos -suspiró.

– La Intifada -musitó Michael, volviendo a sentir el peso de la responsabilidad por estar a punto de alterar la bucólica tranquilidad de aquel lugar, con sus verdes céspedes, tiernos y mullidos, y la gente caminando por los caminos bien trazados, como aquellas dos ancianas que tiraban de sendos carritos de golf y habían hecho un alto para charlar a voces, todo ello mientras un coche policial rodaba lentamente hacia la oficina del kibbutz. Todo quedará aniquilado en un instante, pensaba Michael, se resquebrajará y se desplomará en cuanto abramos la caja de Pandora. Luego se llamó al orden, volviendo a recordarse que tal vez sólo se trataba de un suicidio, y de eso había varios precedentes en el movimiento de kibbutzim.