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– Según tengo entendido, se crió con su familia -dijo Michael.

– Sí. Nosotros, mis padres, fuimos su familia adoptiva. Llegó al kibbutz a los siete años.

– Así que ¿vivían juntos? -inquirió Levy.

– Vivir, vivir, no. Vivíamos en la casa de los niños y todos los días, a las cuatro de la tarde, íbamos a la habitación de mis padres. Aarón Meroz, el parlamentario, también. Nos criamos todos juntos, para mí eran mis hermanos.

– ¿Cuáles eran los antecedentes familiares de la difunta? -preguntó Michael.

Levy tomaba notas en un cuaderno naranja que se había sacado del bolsillo.

– Sus antecedentes familiares -repitió Moish. Se levantó, se dirigió a la nevera y se sirvió un vaso de agua de una jarra de plástico azul-. Sus antecedentes familiares eran una mierda -dijo al fin con una voz cargada de rabia. Sorprendido, Majluf Levy alzó la vista del cuaderno naranja.

– Llegó a este país a los tres años, con su madre, venían de Hungría. Su padre había muerto, o quizá nunca tuvo padre. Se llamaba Anna, pero nosotros le cambiamos ese nombre por el de Osnat. No tenía padre; si vieran a su madre, sabrían a qué me refiero.

– Creía que no tenía familia fuera del kibbutz -comentó Michael sorprendido.

– No la tenía. No tenía a nadie, ni a un perro que le hiciera compañía. Su madre murió cuando Osnat tenía catorce años, y entonces ya estaba aquí con nosotros, claro. ¡Y de qué manera murió! En un accidente de coche. La atropellaron. Cruzó la calle sin mirar. En las afueras de Netania. Pero a Osnat no se lo contaron así en aquel momento. A mí tampoco me contaron que había sido atropellada. Mi padre no me lo explicó hasta hace pocos años.

– ¿Tíos? ¿Tías? ¿Otros parientes? -inquirió Michael.

– Nadie -dijo Moish, sorbiendo por la nariz-. Todos habían muerto en el Holocausto -el color comenzaba a volverle al rostro-. La única familia que tiene está aquí. Éste es su hogar.

– Según creo -dijo Michael suavemente-, también era viuda de guerra, ¿verdad?

– Sí. Además eso. Yuvik murió… ¿Cuántos años han pasado desde la guerra del Líbano?

– Tres -calculó Majluf Levy.

– Tres años -confirmó Michael.

– Entonces estaba viuda desde hace cuatro años y medio -concluyó Moish-. Estaba casada con Yuvik Harel. Puede que hayan oído hablar de él -miró a Michael, que asintió con la cabeza.

– ¿El teniente coronel? -preguntó para cerciorarse.

– Sí.

– El de la Marina -añadió Levy.

– Sí -volvió a confirmar Moish-. Cuatro hijos -dijo después-, y Dvorka, la madre de Yuvik, también es viuda de guerra. ¿Y me dice que el suicidio es la posibilidad menos terrible?

– A la larga, tomando en consideración las circunstancias.

Moish callaba.

– En primer lugar -dijo Michael delicadamente-, querríamos descartar el suicidio. En todo caso -continuó, y miró directamente a Moish, que tenía la vista fija en la pared; dudando que le hubiera oído, Michael repitió con énfasis-: en todo caso, tenemos que saber todo lo que haya que saber sobre ella, y usted debe ayudarnos.

Moish seguía callando.

– Ya sabe -prosiguió Michael- que tendremos que hablar con sus parientes, con sus amigos, con cualquiera que tuviese contacto con ella, de manera que todo el mundo se va a enterar de lo que está pasando.

Moish persistía en su silencio.

– ¿Cuántos miembros tiene el kibbutz? -preguntó Michael.

– Trescientos veintisiete -repuso automáticamente Moish con voz ronca.

– ¿Adultos? -preguntó Michael.

– Miembros. Trescientos veintisiete miembros; eso es lo que me ha preguntado. Aparte están los niños, los trabajadores a sueldo, los padres.

– Un gran kibbutz -dijo Levy admirativamente, pero nadie reaccionó ante su comentario.

– Pues bien -dijo Michael tras una pausa-, me temo que no hay alternativa. Es imprescindible hablar con la familia.

– Yo no quiero estar presente -dijo Moish con la voz quebrada.

– No tiene por qué estarlo -lo tranquilizó Michael-, pero antes de empezar con ellos, me gustaría hacerle a usted algunas preguntas.

Moish se llevó las manos al estómago sin decir nada. Se le contrajo el rostro en un rictus de dolor y Michael le preguntó:

– ¿Se encuentra bien?

Moish asintió y dijo:

– Se me pasará enseguida -y volvió a inclinarse sobre su maletín para extraer el frasco de líquido blanco, del que pegó otro trago.

– ¿Qué es eso? -preguntó Levy mientras Moish devolvía el frasco a su sitio.

– ¿Qué me quería preguntar? -dijo Moish dirigiéndose a Michael y haciendo caso omiso de la pregunta de Levy.

– Todo. Quiero saberlo todo sobre ella. Y, en primer lugar, analizar con usted la posibilidad del suicidio.

– El suicidio está descartado. Conozco a Osnat como…, no sé cómo expresarlo, como a mí mismo. No hay ni que pensar en un suicidio, está fuera de lugar. Sé todo lo que hay que saber sobre ella. Nunca se habría matado.

– ¿También sabía que mantenía una relación con Aarón Meroz? -aventuró Michael.

Moish guardó silencio. En sus ojos apareció una mirada titubeante y al fin dijo:

– Digamos que no lo sabía, pero que no me ha sorprendido. Sé cómo comenzó. A él también lo conozco como la palma de mi mano.

– Entonces, ¿qué había entre ellos? -preguntó Michael.

– Eran como hermanos, siempre juntos. Hasta… hasta que Yuvik regresó de la marina de guerra y Osnat se fue a vivir con él, momento en el que Aarón se marchó del kibbutz. En mi opinión ése fue el motivo de que se fuera, aunque él asegura que fue porque quería estudiar.

– ¿Se mantuvieron en contacto a lo largo de los años?

– No lo creo… -dijo Moish vacilante-, no, seguro que no. Él ni sabía a qué se dedicaba Osnat. Y ni siquiera vino cuando murió Yuvik.

– Entonces, ¿cómo se reanudó su relación?

Moish se encogió de hombros.

– ¿Cómo quiere que lo sepa? Se reanudó, sin más. Aarón estuvo aquí en Shavuot, precisamente cuando falleció mi padre, de un infarto.

– ¿Por qué no se lo contó Osnat? Estaban muy unidos, ¿no es así?

Moish callaba, mirándose las uñas. Se revolvió en la silla y al fin dijo:

– Estábamos muy unidos, pero todo depende de cómo interprete esa expresión. Nunca hablábamos de ese tipo de cosas.

– ¿Qué tipo de cosas? -preguntó Michael.

– Las cosas de ese tipo -insistió Moish pertinaz-. Nunca hablábamos de cuestiones personales.

– ¿De qué hablaban entonces?

– De todo menos de eso. Yo qué sé, de los proyectos, del trabajo y de todo lo demás.

– En ese caso, no será mucho lo que sabe de ella en ese campo -persistió Michael.

– ¿Por qué? -replicó Moish airadamente-. ¿Cree acaso que la gente sólo se entera de las cosas hablando de ellas? Yo sé muchas cosas sin necesidad de que nadie me las haya dicho, y le estoy diciendo que Osnat… tenía sus proyectos. Se había ido labrando una buena posición, paso a paso… No se mató, imposible.

– Supongamos por un momento -dijo Michael, sin prestar atención al gesto de impaciencia de Moish-, supongamos que sí se mató; ¿habría dejado escrita una nota?

– Sí, por supuesto, Osnat es una persona responsable -a sus labios afloró una especie de sonrisa al oír sus propias palabras-. Nunca se habría suicidado. Tiene cuatro hijos, que ya son huérfanos de padre. Es impensable. Y, por otro lado, Osnat acababa de embarcarse en un proyecto que, según me dijo ella misma, era lo más importante que había hecho en la vida.

– ¿Qué proyecto? -preguntó Michael con curiosidad.

– Es complicado -repuso Moish a regañadientes-. Está relacionado con la estructura del kibbutz, con implantar la norma de que los niños duerman con sus padres y cuestiones de ese estilo.