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– Está bien, está bien -titubeó Moish-. Osnat, creo yo, era la más… Era muy guapa, y eso siempre hiere susceptibilidades. Y estaba casada con Yuvik. Y Dvorka es su suegra, y todo el mundo admira a Dvorka, así que ése es otro motivo de envidia. Yo qué sé -dijo, volviendo a llevarse la mano al estómago-, en los kibbutzim siempre hay muchos rencores, y éste no es la excepción. Hay mala voluntad -dijo con el rostro convulso-, no digo que no -y volvió a encerrarse en sí mismo.

– ¿Puede facilitarme nombres?

– ¿Para qué? -preguntó Moish receloso, y luego dijo con firmeza-: Por ahí no estoy dispuesto a pasar. Le digo que está usted loco. Quiere que le facilite los nombres de las personas que… ¿qué? ¿Que querían matarla?

Michael no dijo nada.

– Eso no es así ni lo ha sido nunca -declaró Moish-, ¡ni nunca lo será! Les digo que ustedes no comprenden el significado de la palabra «kibbutz». Es como una gran familia. ¿Cómo puede decir una cosa así?

– Usted mismo ha dicho que aquí hay muchos rencores -le recordó Michael con tacto.

– Rencores, sí. Cómo no los va a haber, somos seres humanos. Pero no hay violencia. Y, desde luego, no el tipo de violencia a la que usted se refiere.

– Está bien, intentemos abordar la cuestión desde otro ángulo -sugirió Michael-, concentrémonos en el paratión.

– ¿Qué quiere saber del paratión? -preguntó Moish más calmado.

– Según tengo entendido, el Ministerio de Agricultura ha prohibido el uso de paratión -aseveró Michael.

Moish asintió con un gesto, y, por primera vez, sonrió. Fue una pequeña sonrisa, que reveló dos filas de dientes blancos y bien formados e iluminó, cual rayo de sol en un día lluvioso, su cara angustiada. Michael pensó en la pasmosa capacidad del ser humano para adaptarse a las nuevas situaciones, en la velocidad con que su interlocutor se había repuesto y había esbozado una sonrisa espontánea, a la vez que en sus ojos se insinuaba un centelleo travieso.

– Sí, es cierto, y no nos tendría que haber hecho falta que lo prohibieran -se disculpó Moish-, porque aquí tuvimos un accidente con paratión en su día, y, de hecho, el afectado fue Aarón Meroz, que era el encargado agrícola. En aquellos tiempos fumigábamos con paratión protegiéndonos con máscaras antigás; estoy hablando de hace treinta años, no, veintitantos; y la máscara de Aarón estaba agujereada, o se le cayó la válvula o algo así, no lo recuerdo con exactitud, pero el caso es que sufrió un grave envenenamiento por paratión. Se quedó tendido en los campos, según me contó mucho tiempo después, y vio la muerte cara a cara. Estaba convencido de que había sonado su hora. Pero pasado un rato largo logró levantarse y desaparecieron todos los síntomas, el mareo, las náuseas, todo; y fue a contárselo a Srulke -el centelleo travieso y la sonrisa se extinguieron en su rostro-. Srulke era mi padre, y el encargado del diseño de jardines -explicó-; Aarón se lo contó todo y Srulke se asustó muchísimo. Por lo general era un tipo muy tranquilo, pero en esa ocasión se puso frenético, fuera de sí, y llevó corriendo a Aarón a ver a la enfermera, Riva era la enfermera en aquel entonces, ya ha fallecido. Y mi padre también -Moish suspiró y se cubrió el rostro con las manos-. En fin, no fue necesario aplicarle ningún tratamiento porque había eliminado el veneno de forma natural, y desde entonces se dejó de usar paratión para fumigar los algodonales. Pero… -hizo una pausa bajando la vista hacia la mesa.

– ¿Pero? -le instó Michael.

– Pero Srulke, mi padre, guardaba unos cuantos frascos de paratión para los rosales y otras plantas. Según él no había nada como el paratión.

– ¿Dónde los guardaba? -preguntó Michael, oyendo el rasgueo de la pluma con que Majluf Levy iba tomando diligentemente nota de todo, y el crujido de las páginas que pasaba con el dedo humedecido, sin acordarse de la pequeña grabadora que Michael llevaba en el bolsillo.

– Los guardaba bajo llave en el cobertizo de los productos venenosos, un lugar seguro. Para prevenir accidentes en general, y sobre todo por los niños -explicó Moish.

– ¿Dónde está ese cobertizo? -quiso saber Michael.

– Se lo puedo enseñar. Cerca de los límites del kibbutz, no muy lejos del granero de semillas de algodón. Por eso se toman tantas precauciones para que siempre esté bien cerrado, porque a los chavales les gusta deslizarse por el grano. En el granero se guarda un buen montón hasta que se lo llevan, y los chavales se divierten mucho tirándose encima desde el altillo.

– ¿Y quién tiene acceso al cobertizo? ¿Quién está a cargo de él?

– El encargado es Yoopie, él tiene la llave, ahora es el E. A.

– ¿E. A.? -preguntó Michael.

– El encargado agrícola -explicó Moish-. Cebada, algodón, girasoles… Pero mi padre también tenía una llave -añadió con una nota de animación-, y Yoyo tiene otra ahora porque se ha hecho cargo del diseño de jardines provisionalmente.

– ¿Y quién de ellos tenía trato con Osnat?

– Sobre todo mi padre, y Yoyo también, porque, en su calidad de secretaria, Osnat… Da igual, no hace al caso. También trataba con Yoopie, pero no es una relación digna de comentario. A Osnat no le gustaba su sentido del humor. Yoopie es un personaje peculiar.

– ¿Y Osnat? ¿Ella no tenía una llave?

– ¡No! ¿Para qué iba a tenerla? -comentó Moish-. Con el debido respeto, no tenía ni idea de las labores del campo. Llevaba años dedicada a la enseñanza y, salvo cuando se hacían movilizaciones generales y todo el mundo participaba en los turnos de trabajo en el momento álgido de la temporada, para la recogida de albaricoques o melocotones, pongamos por caso, Osnat ni pisaba los campos. Ni tampoco se ocupó nunca de su jardín privado; se lo cuidaba mi padre.

– ¿Y su padre guardaba paratión en casa? -preguntó Michael con repentino interés.

– No, no lo creo -dijo Moish-. ¿Para qué iba a guardar paratión en casa? Era muy cuidadoso, incluso se podría decir que puntilloso. Yo nunca he visto paratión en casa, pero puedo comprobarlo. Los llevaré al cobertizo una vez que… -su rostro se ensombreció- una vez que hayan hablado con Dvorka y Shlomit y Yoav, están todos en la habitación de Dvorka, esperándolos, y no quiero que… Vamos, los acompaño hasta allí -exhaló un hondo suspiro.

Michael sentía una tensión creciente, que se iba agudizando a medida que se aproximaban a la «habitación» de Dvorka. Era una casa de dos habitaciones en una zona relativamente nueva del kibbutz. Por el camino vieron otras zonas de construcción aún más reciente.

– Son las casas de la gente mayor -explicó Moish cuando le preguntaron quién vivía allí-. Las construimos hace unos diez años y, más adelante, cuando construimos casas nuevas para nuestra generación, allá, en Los Ficus -dijo, señalando el extremo del kibbutz que quedaba a la derecha-, éstas se quedaron anticuadas.

– ¿Y dónde vivía Osnat? -preguntó Michael.

– En los Ficus.

– Les han puesto nombres a los distintos barrios -señaló Michael.

– Sí -respondió Moish sin sonreír-, en un principio nos servían para distinguir las zonas, y acabaron convirtiéndose en nombres. El kibbutz se ha hecho bastante grande. Tal vez sería otro aspecto a investigar -comentó amargamente-. Ya han hecho investigaciones sobre todo lo demás. Hemos llegado, ésta es la habitación de Dvorka -y se adelantó.

La «habitación de Dvorka» era la última casa de una fila de adosados. El jardín delantero era tan vistoso que, a pesar de los nervios, Michael se detuvo a admirar los macizos de flores en espera de que los hicieran pasar. Moish llamó a la puerta y entró. Transcurrieron un par de minutos antes de que saliera y le hiciera un gesto a Michael con la cabeza. Majluf Levy lo siguió cabizbajo.