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La mujer que allí los esperaba causó una honda impresión a Michael pese a su avanzada edad. Su rostro, surcado de profundas arrugas, poseía una gran fuerza. Sus ojos azul oscuro, inyectados en sangre, se volvieron hacia él con mirada penetrante, y su boca ancha, de comisuras curvadas hacia abajo, se torció apenas. Tenía el pelo completamente blanco y recogido en un moño. Vestía pantalones grises y una camisa blanca de corte masculino, y parecía una mancha blancogrisácea contra el fondo colorista del sillón. La muchacha que estaba sentada a su lado, en un sofá, y a quien presentaron diciendo que era Shlomit, la hija de Osnat, había heredado la boca grande y ancha de su abuela, pero sus ojos eran verdes y rasgados. Yoav, su hermano, que aparentaba la edad de Yuval, vestía uniforme militar y también tenía unos ojos verdes y rasgados que resaltaban en su tez morena. «Saludable belleza israelí», apodó inmediatamente Michael a aquel muchacho singularmente apuesto. Lo miraban como si llevaran horas estáticos, sin hacer otra cosa que aguardar su llegada.

– ¿Dónde están los pequeños? -preguntó Moish.

– Se los ha llevado Jaguit -respondió Shlomit.

Dvorka miró a Majluf Levy y le saludó inclinando la cabeza, sin decir nada.

– Son de la policía -dijo Moish-. Os presento a… Disculpe -dijo azarado-, tiene que recordarme su nombre.

– Michael Ohayon.

– Pertenece a la Unidad de Grandes Delitos. Y éste es el inspector Levy, a quien ya conocéis -continuó Moish, y los tres los miraron con tensa expectación.

Michael reconoció signos de miedo en la cara de Shlomit. El semblante de Dvorka era tan impenetrable como una máscara de yeso.

– ¿Ya tienen los resultados del examen? -preguntó Shlomit, y todos se quedaron a la espera mientras Michael asentía.

– Ha sido el paratión -soltó Moish-, el paratión, ¿os lo podéis creer?

Majluf Levy meneó la cabeza y dirigió a Michael una mirada de reproche.

– ¿Cómo que el paratión? -inquirió Shlomit con gesto de incomprensión e incredulidad.

Los tres alzaron unos ojos estupefactos hacia Michael mientras éste les repetía lo que antes había explicado a Moish. Los incisivos ojos rojoazulados de Dvorka le imponían un gran respeto. A pesar de que sentía su fuerza de atracción, evitó mirarlos y se concentró en los ojos de los jóvenes. Después al fin osó mirarla a ella. Tenía los labios firmemente apretados y aire de no haber oído ni una palabra de lo que se había dicho.

– Pobre mujer, qué situación la suya -dijo Moish una vez que hubieron salido de la habitación-, es como Job. No comprendo cómo no se le ha roto el corazón. A veces me da la sensación de que oigo sus chasquidos, como si estuviera rompiéndose.

Michael, que seguía a Moish camino del cobertizo de los productos venenosos, estaba replegado en sí mismo, ajeno al entorno, viendo sin ver las amplias extensiones de césped y los carteles colgados de los grandes árboles, que sólo más adelante recordaría haber visto; no se le iba de la cabeza la frase que había pronunciado Dvorka al final de la conversación:

– Cualquiera que no haya vivido nunca en un kibbutz -había dicho sin mirar a Michael ni a Majluf Levy, como si fueran una entidad indefinible e indigna de ser tomada en consideración- no tiene ni idea de cómo es. Es imposible entenderlo desde fuera, toda su investigación es un sinsentido. Están perdiendo el tiempo.

8

Nahari no levantó la voz. Pronunció claramente cada palabra, poniendo énfasis en el final de las frases:

– Aquí trabajamos en equipo -repitió varias veces desde detrás de su mesa. Y en el mismo tono frío y autoritario, aunque con mayor calma, añadió-: Tú ni siquiera das a los demás la oportunidad de discutir si tu manera de proceder es correcta, actúas solo como… como una especie de gato. Esto no es el subdistrito de Jerusalén, ¿sabes?; aquí tenemos gente inteligente, creativa. Y la dinámica, como suele decirse, es diferente.

Michael lo miraba en silencio.

– No logro comprender por qué pensaste que tenías que obrar a espaldas de los forenses y sabotear su trabajo de tal manera. Podríamos habernos coordinado con ellos de antemano… -su voz se fue apagando gradualmente-. ¿No tienes nada que decir? -tras unos segundos de silencio, estalló-: ¿No quieres alegar nada por haber interferido en el curso de la investigación? ¿Por haber mencionado el paratión antes de tiempo?

– Ya he expuesto mi punto de vista, para ser exactos, durante un cuarto de hora -le recordó Michael-, y ya hemos convenido en que no había precedentes para la situación en la que me encontré. No tenía otra manera de romper el hielo. Necesitaba aplicarles un tratamiento de choque.

– Pero ¿qué sentido tiene ahora pasarlos por el detector de mentiras, si ya has puesto las cartas sobre la mesa? ¿Es que no has oído hablar de la confidencialidad de las investigaciones en curso?

Michael oyó crujir el picaporte y volvió la cabeza hacia la puerta.

– Ya han llegado -dijo Nahari sin entusiasmo-. Podemos empezar. El daño está hecho, y, al final, serás tú quien sufra las consecuencias -y desvió su atención hacia las personas que entraban en la sala.

Sarit, la coordinadora del Equipo Especial de Investigación, tomó asiento frente a Nahari, y Majluf Levy se sentó en el extremo opuesto de la mesa rectangular de la gran sala de reuniones de las dependencias policiales de Pétaj Tikvá. Benny, un miembro de la sección de Michael incorporado al EEI esa misma mañana y que, según dijo, aún no había tenido tiempo de «revisar la documentación a fondo», se sentó junto a Michael. Michael y Avigail flanqueaban a Nahari, uno frente a otro. Pese al bochorno que hacía en el exterior, Avigail vestía su habitual camisa de manga larga y corte masculino, con los puños bien ceñidos a las muñecas. Estaban examinando las fotografías que Sarit les iba pasando y, de tanto en tanto, uno u otro alzaba la vista.

– ¿Así que no habéis visto nada interesante en el entierro? -inquirió Nahari, mirando a Avigail y luego a Michael.

Michael comentó que las sombras aún habían de tomar cuerpo y concluyó:

– Ya sabes cómo es esto, pasará algún tiempo antes de que las cosas vayan encajando en su sitio y podamos relacionarlas con lo que hemos visto en el entierro. Hay muchísimos implicados, demasiados hilos que unir.

– Pero sí se notaba quiénes estaban más afectados -comentó Sarit.

Michael miró a Avigail. Todavía estaba aprendiendo a interpretar sus expresiones. La comisura derecha de sus labios se torció hacia abajo mientras Sarit hacía ese comentario. Michael adivinó lo que pensaba. Pero Avigail no expresó su opinión. Ni siquiera un comentario delicado sobre las distintas maneras de expresar el dolor. Avigail apenas hablaba en las reuniones.

– Una mujer se puso a parlotear y la hicieron callar -recordó Levy.

– Sí -dijo Michael-, por lo visto ha adoptado esa costumbre en los últimos tiempos. Moish me contó que también se había puesto a hablar en el entierro de su padre. Aquí la tenemos -dijo señalando en una foto a una mujer bajita que estaba junto a la sepultura con la boca abierta-. Se llama Fania y es la encargada del taller de costura, o lo era.

Nahari cogió la fotografía de manos de Michael, la observó y la dejó fuera de la carpeta.

– Entonces -dijo al cabo-, ¿qué novedades hay?

– Lo principal es que una serie de hechos parece tener una explicación racional -repuso Michael-, creo que Avigail debería explicarnos personalmente lo que descubrió anoche.

Todos se volvieron hacia Avigail, que se agarró el codo y se enjugó la frente. Michael la contempló con curiosidad, pensando que seguía siendo un libro cerrado para él. El día en que se había incorporado a su nuevo puesto y habían celebrado un pequeño festejo en la sala de reuniones para presentarle a los miembros de la sección que iba a dirigir, Nahari le había dicho mientras le tendía a Avigail un vino servido en un vasito de plástico: