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El año en que falleció su padre, durante la Pascua, su hermana mayor, que ya estaba haciendo el servicio militar en una unidad Nájal [4] asociada al kibbutz, lo había llevado a la secretaría, donde, sin prestar atención a las miradas congraciadoras con que él le rogaba que no lo dejara allí solo, se lo confió a Dvorka y se marchó. La familia de Moish lo adoptó. Después de las clases y del trabajo, Aarón iba a la habitación de Srulke y Miriam, los padres de Moish. Hasta el día de hoy, el mero hecho de pensar en Srulke le inspiraba reverencial temor e inquietud, una sensación soterrada de incertidumbre y desconcierto, como si hubiera de cumplir determinados requisitos para ser aceptado. Aún hoy no sabía qué requisitos eran aquéllos ni a qué anhelaba pertenecer, pero Srulke, igual que Dvorka, despertaba en él sentimientos de culpa y vergüenza, ira y angustia. En sus viejos tiempos en el kibbutz, Aarón se consideraba el muchacho más desgraciado del mundo, y la sensibilidad pedagógica y los esfuerzos de Dvorka no habían servido para borrar las barreras bien delimitadas que lo separaban de los nacidos en el kibbutz.

Ahora Dvorka no había pronunciado ni una palabra sobre su carrera política y, como siempre, no demostraba interés ni curiosidad. Mirarla a los ojos bastó para que se esfumara el ánimo triunfante y orgulloso con que había llegado al kibbutz. Y también en la habitación de Moish, mientras tomaban café después de comer, volvió a embargarle la inquietud de antaño, como si continuara siendo un niño forastero al que sólo habían aceptado por hacerle un favor a su hermana.

Cuando se marchó del kibbutz lo tacharon de traidor. Lo que había dicho aquel periodista era una burda mentira. No había estudiado a expensas del kibbutz, y así lo había asegurado en una de sus últimas ruedas de prensa. Pero los desmentidos no valían de nada en la vida pública, o al menos eso le decían los expertos. La verdad del asunto era que se había marchado porque él quería estudiar Derecho y la comisión de educación superior le recomendó que esperase su turno y, entretanto, estudiara «algo de lo que les hacía falta en el kibbutz», como economía o ingeniería agrícola. Y también en la sijá le habían pedido que aguardase a que le llegara su turno y entonces «ya se vería».

Su petición fue rechazada casi por unanimidad y Yojeved, una de las kibbutzniks más antiguas, cruzó los brazos sobre su generoso seno y le increpó a grandes voces:

– ¿Qué prisa tienes? Los estudios no lo son todo en la vida. Antes de nada, debes pasar unos años trabajando en el kibbutz, eso es lo más importante.

Y Matilda se descolgó con un comentario demoledor: -Pero si aún no hemos enviado a nuestros propios hijos, que han nacido aquí, a la universidad.

Dvorka le respondió airadamente que se callara y Zeev HaCohen también protestó, e incluso Yehuda Harel, el marido de Dvorka, presente en el kibbutz aquel día aunque pasaba casi todo el tiempo en la ciudad cumpliendo sus funciones de secretario de asuntos externos, responsable de los contactos con el exterior, dijo:

– Eso es totalmente irrelevante; Aarón es tan hijo del kibbutz como cualquier otro.

Pero Aarón sabía que se marcharía a toda costa. Allí las posibilidades le parecían muy limitadas, casi predeterminadas, y él era incapaz de vivir con una visión de futuro tan estrecha.

Cuando notificó sus intenciones en la secretaría, lo mandaron a hablar con Dvorka. Recordaba con todo detalle aquella conversación y sus prolegómenos. Dvorka lo había abordado en el comedor al mediodía para decirle: «¿Por qué no pasas a hablar conmigo más tarde?». Recordaba haber llamado vacilante a su puerta y la eficacia con la que ella preparó café y lo retiró del fuego para que no hirviera, la mano segura con que lo sirvió y partió el bizcocho y dispuso tazas y platos sobre el mantel bordado que cubría la mesa rectangular, el mismo modelo que el kibbutz había distribuido a todos los miembros antiguos para que amueblaran sus cuartos de estar. Aarón tampoco había olvidado la mirada perspicaz y omnisciente que Dvorka le había dirigido cuando él masculló que necesitaba marcharse y que se sentía incapaz de esperar dos o tres años hasta que le llegara el turno, ni la réplica que ella le había dado, comentando que los sacrificios a corto plazo pueden justificar nuestros actos a la larga.

En aquel entonces Aarón no había comprendido a qué se refería, pero en los últimos años, mientras corría de una reunión a otra, tomaba un par de bocados de un insípido pan de pita y unos sorbos de Nescafé con leche en polvo, se apresuraba a acudir a una cita con este o aquel inspector regional de educación o a almorzar con algún periodista especializado en temas de enseñanza, a veces recordaba la preclara intuición que encerraba aquel comentario de Dvorka y trataba de consolarse con la idea de que había sido un estudiante de Derecho notable y un abogado de éxito, y pensaba en su gran piso de Ramat Aviv, fruto de acertados cálculos financieros, y en su nuevo coche con aire acondicionado, que ahora estaba aparcando junto a la habitación de Moish. Tenía anotados todos estos logros, entre otros, en un balance de situación mental para demostrar a los miembros del kibbutz, incluida Dvorka, que no habían sabido apreciarlo en lo que valía.

Por otro lado, cuando él se marchó, Osnat ya se había trasladado a una casita con el hijo de Dvorka, Yuvik, algo a lo que Dvorka no encontró pertinente aludir. Dvorka no se interesaba por los detalles, pero, aun así, tenía que saber que la relación de Osnat con Yuvik había destrozado a Aarón. En el kibbutz no se hablaba de otra cosa en aquellos tiempos. Aarón percibía las miradas de lástima, de conmiseración, y cómo todo el mundo se apresuraba a bajar la vista cuando topaba con él; y agradeció a Dvorka que no lo tratara con una delicadeza excesiva que habría hecho aflorar su vulnerabilidad ante ella.

Sólo al final de la conversación, cuando ya se había puesto en pie, con las tazas en la mano y prácticamente inclinada sobre él, Dvorka le había dicho con tentativa afectuosidad:

– A menos que en tu decisión hayan intervenido cuestiones personales, pero hasta para ésas se han encontrado soluciones en el pasado… -Aarón se levantó sin hacer caso del comentario, sintiéndose torpe y desmañado, y entonces ella añadió-: En todo caso, no es habitual nombrar encargado agrícola a alguien de tu edad. No pareces darte cuenta de la importancia que tiene aquí ese cargo.

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[4] Acrónimo de Noar Jalutzi Lojem (Juventud Luchadora Pionera), una organización de las Fuerzas de Defensa israelíes que combina el servicio militar con trabajos agrícolas en kibbutzim.