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No había ni rastro de las tensiones declaradas ni de los sentimientos encontrados que lo embargaban siempre que abordaba un caso nuevo en el Departamento de Investigación Criminal. Allí, cada nuevo caso entrañaba una amenaza y un reto, pero ahora se sentía en tierra extranjera. Los modales exhibidos por Nahari poco tenían que ver con los estallidos del jefe de la subdivisión de Jerusalén, Ariyeh Levy. Aquí no había tensiones en la superficie y resultaba imposible desechar los conflictos subterráneos entre unos y otros haciendo una mueca y diciendo algo así como «es que hoy nuestro amigo está con la regla». Tampoco había aquí nada parecido a la confianza que lo había unido a Eli y Tzilla. Si alguien le hubiera dicho que llegaría un día en que añoraría las desapariciones y demás irregularidades de Danny Balilty, su panza abultada y su desaliño, nunca lo habría creído. Pero la eficacia de su nuevo lugar de trabajo, la terminal de información confidencial, e incluso la pequeña sección encargada de investigar los crímenes nazis, le hacían sentirse incómodo, como si estuvieran poniéndolo a prueba.

Se tomaba como una afrenta la misma necesidad de demostrar su valía, necesidad que, a su vez, le hacía medir todas sus palabras. Una vez terminado el trabajo, no pasaba más tiempo con la docena de personas que tenía a sus órdenes, y por las noches echaba en falta las largas sesiones en el restaurante de Meir, el cafetín donde dejaba pasar las horas sin prisa sentado en un taburete frente a Emanuel Shorer, a espaldas de Ariyeh Levy, quien nunca disimulaba su disgusto por la relación especial que mantenían.

Aquí nadie se enfadaba con él, pero tampoco nadie le demostraba un falso respeto. «Cola de león o cabeza de ratón», le había dicho Shorer riéndose cuando, después de una de sus primeras jornadas laborales en su nuevo cargo, Michael fue a verlo y, sin palabras, pidió consuelo al hombre que le había echado encima aquella carga.

– Ya te acostumbrarás -le había dicho Shorer-; no vayas a empezar a perder el ánimo. Cuento con que algún día seas comisario jefe, el primer comisario jefe licenciado en letras. Es una suerte que no seas asquenazí. Si lo fueras, habría sido imposible que ascendieras así, al menos en investigación. Ya va siendo hora de que te des cuenta de que tus responsabilidades son tuyas y nadie te las puede quitar de encima. Y aunque Nahari pueda ser un chinchorrero de mucho cuidado, al menos tendrás gente con quien hablar. Son profesionales, gente con clase.

Como siempre, Shorer había formulado con ruda franqueza lo que Michael sólo le había comunicado sin palabras: el miedo a estar «fuera de su elemento», el malestar que sentía al despertarse por las mañanas, aquella aguda ansiedad, indefinible, imprecisa, la misma que le provocaba el insomnio característico de las etapas en que trabajaba en casos particularmente difíciles.

– ¿Cuál es tu quinta columna? Supongo que Nahari tendrá secretaria -le había dicho Shorer, y Michael se había echado a reír. Pero la risa se apagó en cuanto arrancó a hablar, con una vehemencia que a él mismo le sorprendió.

– Todo ese lugar apesta a Tel Aviv, es un terreno completamente distinto. No los entiendo, están hechos de otra pasta. Nahari tiene secretaria, claro, pero la chica siempre parece recién salida de la peluquería, con el pelo de punta. Yuval me dice que ahora hay una especie de gel que se echa en el pelo y que es la última moda. Al verla nadie pensaría que trabaja en la policía. En cualquier otro sitio… en el teatro, en un café…, pero no en la policía. No soporto tanta sofisticación, me saca de quicio. Yo qué sé -dijo suspirando-, está a leguas de distancia de la Gila de Ariyeh Levy, sentadita con su bocata y pintándose las uñas; es algo totalmente distinto.

– Deja de decir tonterías -lo amonestó Shorer-. No estoy preocupado por ti. Ya te acostumbrarás. En cualquier caso, no es eso lo que de verdad me preocupa.

Michael no le había preguntado qué quería decir. Las cosas que preocupaban a Shorer eran las cosas de las que no hablaban. Como el hecho de que a los cuarenta y cuatro Michael siguiera solo. Catorce años habían pasado ya desde su divorcio, durante siete de los cuales su relación clandestina con Maya había colmado sus anhelos románticos. Nunca le había hablado de ella a Shorer, aunque el viejo lince sospechaba que Michael estaba liado con una mujer casada y en una ocasión se lo llegó a preguntar, sin que Michael le respondiera. Desde la ruptura con Maya, no había habido nadie más en su vida. En cierta ocasión Shorer le había dicho con mirada crítica:

– Todo hombre necesita una esposa. ¿Quién te has creído que eres, Sherlock Holmes? Ni siquiera tienes violín. Ya sé que se supone que los detectives no se enamoran, pero no es necesario que seas tan perfeccionista. Hace meses que no te veo con una chica -y Michael había sonreído azarado.

Por primera vez en su vida, el único sentimiento que despertaba en él un nuevo caso era el anhelo de resolverlo. Él mismo se extrañaba de la desbordante energía que le inundó desde el momento en que Nahari le habló por primera vez de la muerte de Osnat Harel, aunque sabía que no era más que el lado frívolo de su sentimiento de alienación, de aquella falta de melancolía, de abatimiento y de todo lo que no fuera la voluntad de demostrar algo. Ese algo indefinido que había de demostrar para poner a cada cual en su sitio generaba en él una inquietud que no sabía expresar con palabras. Tenía la vaga sensación de que ganarse el respeto era lo que estaba en juego, como en los inicios de su carrera. Pero, esta vez, el miedo al fracaso no sólo derivaba de sí mismo, sino de lo que él representaba, y, eso, por muy responsable que se sintiera, se negaba a analizarlo.

– Jugar en un campo que no es el tuyo no es ningún plato de gusto -le había dicho Shorer-, pero también tiene sus ventajas, ya lo verás.

La fatiga, la desesperación y el miedo que tanto le abrumaban siempre que le asignaban un caso complicado se habían traducido ahora en la determinación pura y dura, alimentada por la ansiedad, de pasar la prueba con éxito. Nahari, con su título de licenciado en Económicas y Empresariales por la Universidad de Tel Aviv, ciertamente no empleaba la frase favorita de su exjefe del subdistrito de Jerusalén, Ariyeh Levy: «Esto no es la universidad», y sin embargo Michael tenía la sensación de que Nahari se sentía amenazado… por su reputación, por su vertiginosa carrera ascendente y, sobre todo, por los rumores sobre la relación especial que lo unía al jefe del Departamento de Investigación Criminal, Emanuel Shorer.

Había aún otro factor amenazante, y así lo comprendió Michael al advertir que Nahari siempre ponía buen cuidado en hablar con él estando sentado. Nahari era bajito, sólido sin ser grueso, de constitución robusta. A lo largo de los años Michael había aprendido a reconocer el lenguaje corporal de los hombres bajos, que expresaban la inquietud generada por su presencia haciendo lo imposible por estar sentados siempre que hablaban con él y pidiéndole que tomara asiento en cuanto lo veían entrar. La apariencia de Nahari proclamaba su narcisismo. La camiseta verde fosforescente que hacía resaltar sus bíceps y todos sus intentos desesperados de conservar una imagen juvenil lo volvían patético a ojos de Michael, sobre todo porque sus cincuenta y tres años saltaban a la vista en su cara y en el vello blanco que asomaba por el cuello de su camiseta.

Hoy se había mencionado la palabra «régimen» cuando alguien trajo una bolsa de burekas. El corto cabello de Nahari, al estilo «romano», y su impecable bronceado ponían nervioso a Michael en tanto en cuanto delataban la energía invertida en mantenerlos. «Hace ejercicio y natación todas las mañanas, corre por la playa», le había contado Benny admirativamente, sin asomo de ironía. «A las seis de la mañana, sábados y vacaciones incluidos. No ha fallado un solo día en veinte años.»