Выбрать главу

Shorer lo había resumido así:

– Cuida mucho de su palmito. Y no vayas a creer que es un enclenque que pretende ponerse en forma. Se entrena como un atleta, sin permitirse el menor relajo.

Michael contempló su cuadrada cabeza, los gestos viriles, el puro que Nahari humedeció con la lengua antes de encenderlo; reparó en su manera de hacer caso omiso de las ostentosas toses proferidas por Sarit mientras él sujetaba el puro entre los dientes, como un actor de película estadounidense, y también en la mirada inerte y deslustrada de sus ojos claros, casi transparentes, que fueron a posarse en Michael provocándole escalofríos y convenciéndolo por un instante de pánico de que Nahari sólo pretendía tenderle una trampa; luego consiguió sobreponerse y oyó a su nuevo jefe repitiendo: «Maravilloso». Esta vez los ojos de Nahari fueron a posarse sobre Majluf Levy, quien, sentado junto a la esquina de la larga mesa, tenía el aspecto de quien ha renunciado a tratar de imponerse o salvar su autoestima.

– Y tú, ¿encontraste el plato de compota? -preguntó Nahari.

– No, no lo encontré -respondió Levy pausadamente-, pero tampoco lo busqué porque ¿cómo iba yo a suponer que allí había un plato de compota?

– Creía que ya habías hablado con como se llame, Simjá Malul -dijo Nahari lentamente, dando una despaciosa calada a su puro.

Levy lo miró con aprensión. Luego dijo:

– Pero no le sonsaqué que había abandonado el lugar de los hechos -volvió sus ojos inquietos y agresivos hacia Avigail, y ella inclinó la cabeza y dirigió la vista hacia el cristal que cubría la mesa-. A veces -continuó a la defensiva-, hace falta que sea una mujer quien consiga que otra mujer se sincere.

Michael, que incluso antes de la reunión ya había empezado a reconvenirse severamente por su costumbre de precipitarse a salir en defensa del más débil, no pudo menos de disimular en lo posible la vergüenza de Majluf Levy.

– En todo caso -dijo-, yo diría que el suicidio queda descartado. Es un poco difícil que una persona aquejada de una grave neumonía se levante para echar un trago de paratión y luego esconda el frasco fuera de su cuarto. Y no digamos un plato de compota.

Nahari quiso informarse sobre el registro. Con pocas palabras Michael describió las horas que había pasado en el cobertizo de los productos venenosos, y, mientras exponía los hechos fríamente, veía ante sí la imagen de Moish en el momento en que meneó la cabeza desesperado y dijo: «No está aquí». Ambos estaban encorvados dentro del cobertizo en cuya puerta se veía una calavera y un aviso explícito, «Veneno – No acercarse», encima del endeble candado.

Y Yoyo, que les había abierto la puerta después de presentarse diciendo: «Soy Elhanan, pero todo el mundo me llama Yoyo», había comentado:

– Aquí sólo había un frasco. Lo sé porque Srulke -dirigió a Moish una mirada turbada- se lo llevó para sus rosales; estaban infestados de pulgones. Y recuerdo que me dijo que debíamos encargar más porque era lo mejor contra el pulgón.

– ¿Cuándo sucedió eso? -había preguntado Michael.

– No lo recuerdo con exactitud -respondió Yoyo, rascándose la cabeza-; pocos días antes de que falleciera, dos o tres días, pasamos por aquí a buscar algo y se llevó el frasco.

– ¿Y no lo devolvió? -preguntó Michael.

– Cómo voy a saberlo, por lo general siempre devolvía las cosas, pero puede que con todo el jaleo del cincuentenario y la fiesta de Shavuot se despistara.

Los tres -Michael, Moish y Yoyo- se habían quedado en silencio. Michael examinó el candado, que no presentaba señales de haber sido forzado, se lo guardó mecánicamente, con un aire poco entusiasta que delataba su falta de esperanzas en que fuera a servir de algo, volvió a escuchar el recitado de los nombres de quienes tenían la llave del cobertizo y siguió a sus acompañantes al granero vecino. De pie junto a Moish, dio una patada a las grises semillas de algodón, que parecían duras, pero al sentarse sobre un montón, siguiendo el ejemplo de Moish, que se agarraba el estómago mascullando: «Esta úlcera me está matando», notó que eran blandas y tuvo la sensación de que se hundía. Recordó que Moish le había dicho que aquél era el rincón favorito de los chavales del kibbutz, que se lanzaban al montón de semillas desde el altillo y se sumergían en él como si fuera de mullida arena de la playa.

– Les encanta -le había dicho Moish-, incluso a los mayores, a los adolescentes; la semana pasada celebramos el Día del Niño como parte de las festividades del cincuentenario, y la gran atracción, la busca del tesoro, terminaba aquí, el tesoro estaba escondido en el montón de semillas. Tendría que haber visto el follón que se organizó.

Michael removía el grano con los dedos, tratando de llegar al fondo con la mano, preguntándose si no estaría allí escondido el frasco, pero no tenía sentido. El granero era enorme y habría que retirar todas las semillas para registrarlo a conciencia.

– Habrá que hacer un registro sistemático del granero -dijo ahora Michael-, pero va a ser imposible si queremos mantenerlo en secreto.

– ¿En secreto? -se burló Nahari-. ¡En un kibbutz es imposible mantener nada en secreto!

– No estoy tan seguro -repuso Michael con gesto escéptico-; en el entierro crucé algunas palabras con Aarón Meroz. Él sí parece habérselas arreglado para ir al kibbutz unas cuantas veces sin que nadie lo supiera.

– Eso es lo que él cree -apostilló Nahari sonriendo-. Eso es lo que él cree. Cualquiera que conozca la vida de un kibbutz opinaría lo contrario. Quizá él cree que nadie lo sabe, pero puedo aseguraros que alguien como esa mujer… -señaló a una de las mujeres que estaban al borde de la sepultura en una fotografía ampliada.

– Se llama Matilda; es la encargada de cocinas -dijo Michael.

– ¿Tienes memoria para los detalles, o es que hablaste con ella? -preguntó Nahari, tomando notas en un papel.

– No hablé con ella -repuso Michael, y, sin pausa, siguió describiendo el registro que habían efectuado en la casa de Srulke. Habló con concisión, rememorando la imagen de lo que Moish denominaba «la habitación de Srulke», una casa de dos habitaciones semejante a la de Dvorka, situada en otra fila de adosados. La puerta no estaba cerrada con llave y, salvo por el polvo acumulado y el comentario que Moish hizo suspirando: Debería limpiarla, pero no tengo ánimo», se podría haber pensado que la persona que vivía allí acababa de salir hacía un rato.

– En resumen -dijo-, registramos todo lo que pudimos dadas las circunstancias, y no encontramos nada.

– Hay tres cargos principales en un kibbutz -anunció Nahari a la concurrencia en general-. Osnat Harel era la secretaria. ¿Sabes cuáles son las funciones del secretario de un kibbutz?

preguntó a Michael, y sin esperar la respuesta, continuó-: En algunos kibbutzim, el secretario de asuntos internos es la figura clave, en otros el mandamás es el director general. El secretario se ocupa del funcionamiento cotidiano del kibbutz, de la parte social; nunca le queda un minuto para sí. Hay comisiones de todo tipo, pero cuando los miembros no están de acuerdo con la decisión de una comisión, ¿a quién creéis que acuden? Al secretario. El director se ocupa más bien de las cuestiones generales, la política económica y ese tipo de cosas. Pero, en el fondo -dijo, y una mirada maliciosa asomó a sus ojos mientras examinaba la tapa de la carpeta que tenía delante-, la dinámica queda determinada, allí como en todas partes, por la personalidad de quien desempeña el cargo. Eso es lo que determina las relaciones de poder.

Nahari guardó silencio un instante y luego siguió hablando con precipitación, como si estuviera perdiendo la paciencia.