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– El director general es el tal Moish. Y el tesorero, ¿quién es? ¿Lo sabes? -se volvió hacia Michael, que señaló en silencio a un hombre que estaba cerca de Moish y su mujer-. ¿Él? -exclamó Nahari sorprendido-. ¿No es el mismo tipo, el tal Yoyo? -se volvió irritado hacia Sarit-. ¿Por qué están tan borrosas tus fotografías? Harías bien en que te revisaran la cámara.

– No creo que sea la cámara -dijo Sarit, agitando sus rizos-. Más bien creo que me temblaba la mano. La escena de un asesinato en un kibbutz me tenía muy impresionada, la mera posibilidad de que ocurriera algo así. Estaba disgustada. No es como un entierro cualquiera. Y todo el mundo te mira, y ves que se están preguntando qué pinta ahí una desconocida.

– Hazme el favor de no mezclar en esto los sentimientos. Ya tengo las cosas bastante complicadas como para que encima montemos un melodrama sobre qué nos está pasando y dónde va a ir a parar nuestro país.

– Es el tesorero desde hace seis años -informó Michael.

– ¿Qué importancia tiene? -preguntó Levy.

– Ahora mismo os lo explico -prometió Nahari-. Pero, antes de que se me olvide, ¿quién está a cargo de organizar los turnos de trabajo?

– Una mujer llamada Shula -respondió Michael.

– Pues bien -dijo Nahari-, quiero que los cuatro, incluido el nuevo secretario, vengan aquí esta tarde. Les explicaremos la situación y ellos podrán organizamos el registro.

Michael carraspeó y dijo:

– Disculpa, no me parece una buena idea.

Nahari se enderezó y dijo en un tono a todas luces provocador:

– ¿Por qué no?

– Yo opino que deberíamos dejar que se encargaran del registro las personas que ya están al tanto de la situación, y, de momento, ser tan discretos como sea posible, sin que se entere todo el kibbutz -Michael miró de frente a Nahari, que agitó el puro en el aire y desparramó la ceniza sobre la mesa mientras respondía.

– Tú mismo has saboteado la posibilidad de ser discretos -se examinó las uñas y luego, alzando la vista, añadió-: En todo caso, puedes irte olvidando de la discreción. En un kibbutz es imposible guardar ningún secreto.

– Pues ha habido alguien que lo ha conseguido -apostilló Michael.

– ¿Cuándo te has citado con él? -preguntó Nahari.

– ¿Con quién? -preguntó Benny- ¿Con quién se ha citado?

– Con Meroz -explicó Sarit.

– Esta tarde, en el Hilton -dijo Michael.

– ¿Qué Hilton?

– El Hilton de Jerusalén -respondió Michael-. Es donde se aloja cuando está en Jerusalén.

– No me importaría ponerme en su lugar -suspiró Sarit, estirándose la camiseta sobre el pecho.

– Al menos podrías haberte citado con él en Tel Aviv -gruñó Nahari-. ¿Qué dice el forense sobre el lapso de tiempo entre el envenenamiento y la muerte?

– Media hora como máximo -contestó Michael consultando el informe forense.

Avigail levantó la vista de las fotografías que examinaba, aparentemente ajena a la conversación, y afirmó con una autoridad poco común en ella:

– No más de un cuarto de hora.

– ¿Cómo lo sabes? -inquirió Nahari con desconfianza.

– Lo sé.

– ¿Cómo? -insistió Nahari.

– Creía que tenías por costumbre leer los currículos de las personas que entraban a trabajar en el departamento -comentó Avigail secamente.

– Lo he leído. ¿Y qué? -dijo Nahari impacientándose.

Avigail mordisqueó el lápiz amarillo que tenía en la mano y volvió a bajar la vista hacia las fotos.

– ¡Avigail! -gritó Nahari-. ¿Cómo sabes lo de los quince minutos?

– Porque fui enfermera durante diez años. Y trabajé seis meses de enfermera en un kibbutz. Lo sé. He visto casos después de que se fumigara con paratión. No dura más de quince minutos.

– ¿Enfermera? ¿Eres enfermera profesional? -preguntó Michael. Avigail asintió y volvió a ensimismarse.

– Pues bien, volvamos al registro -dijo Nahari.

– Cero. Nada de nada -intervino Levy-. Anteayer volvimos a dedicarnos por completo a eso, mis hombres y yo. Buscamos por todos lados, en el cobertizo de productos venenosos, en la enfermería por enésima vez, en casa de ese señor, el padre de Moish, y en su casa, claro está, la de Osnat Harel, y no descubrimos nada. Tendremos que registrar el kibbutz de arriba abajo, inspeccionar todas las habitaciones, y anoche ya comenzamos a hacerlo, pero con discreción; nadie sabe qué andamos buscando.

Miró a Michael en busca de confirmación y Michael volvió a decir:

– Es importante retrasar en lo posible el momento de difundir el motivo de la muerte. Ya sé que es imposible realizar una investigación y mantenerla en secreto a la vez, pero lo intentaremos cuando menos hasta que estemos seguros de que el paratión ha desaparecido; aunque he de decir que deshacerse del frasco no me parece tan sencillo; es metálico -echó un vistazo a su reloj-. No tardarán en llegar.

– ¿Quiénes? -dijo Nahari.

– La familia, y Moish y Yoyo, y la enfermera del kibbutz y el médico, todos los que ya están implicados. He pensado pedirles que, si es factible, se encarguen ellos del registro. No quiero que el resto del kibbutz sepa que estamos hablando de paratión.

– ¿No crees que antes deberíais confirmar sus coartadas? -preguntó Nahari, los ojos más fríos que nunca.

– Ya lo hemos hecho -intervino Majluf Levy-. Están en la segunda página, antes de las fotos -señaló la carpeta que tenía abierta ante sí.

– El hijo estaba de servicio en el ejército -empezó a recitar Benny, con el tono de quien ha hecho los deberes-, y la hija estaba en Tel Aviv; estudia allí. Dvorka, la suegra, estaba en el comedor, y de allí se fue a descansar a su habitación. Todavía trabaja, a pesar de su edad -comentó con asombro-, es profesora.

– De estudios bíblicos -dijo Majluf Levy reverentemente-. Enseña la Biblia; y también dirige grupos de estudio para amantes de la Biblia.

– Dios mío, sálvame de los grupos de estudio de los kibbutzim -suspiró Nahari-. Así pues, según parece, ¿no estuvo allí en ningún momento? ¿En la enfermería?

– No -aseveró Levy con firmeza-. Se lo preguntamos muy claro. A mediodía hace calor; pensaba «pasarse a verla» a última hora de la tarde, tal como dice aquí.

– ¿Y el tesorero, el tal Yoyo, que tiene acceso al cobertizo de los productos venenosos?

– Estuvo en la secretaría, en los campos de algodón, en la fábrica, en todas partes, siempre acompañado de alguien. Lo hemos verificado -aseguró Levy.

– Puede que lo tuviera planeado de antemano. No estoy seguro de que podamos tacharlo de la lista de sospechosos -masculló Nahari.

– Por alguien hay que empezar -dijo Benny titubeante-. Pero si es alguno de ellos, ya hemos metido la pata.

– ¿Te ha visto alguien del kibbutz? -preguntó Michael a Avigail.

Después de meditar un instante, Avigail hizo un gesto negativo y dijo:

– No, ¿cómo me iban a ver?, si no he pisado el kibbutz. Entrevisté a Simjá Malul en su casa, y después aquí, una vez que ya habían hablado con ella en Asquelón.

– Muy bien -dijo Michael-. Estupendo. Quiero que no te dejes ver.

Todos lo miraron, pero Michael permaneció callado. En los fríos ojos de Nahari titiló un instante un brillo acerado; luego dijo con calma y firmeza, aplastando el puro en el cenicero:

– Olvídate de eso. Ni lo pienses.

Michael no reaccionó. En la sala reinaba el silencio. Tras una breve confrontación de miradas, Nahari repitió:

– No hay ni que pensar en eso. Se montaría tal escándalo que no sabrías dónde meterte. En todo caso, no te lo van a permitir, así que olvídalo.

– ¿De qué estáis hablando? -inquirió Benny.

Avigail agachó la cabeza, pareció encogerse y, cuando se llevaba las manos a los codos, Nahari dijo:

– Está pensando en introducirla en el kibbutz.

Transcurrió casi un minuto antes de que Avigail rompiera el silencio diciendo con calma: